Reflexiones alrededor de la mirada de un

Reflexiones alrededor de la mirada de una niña

Por | 11 de octubre de 2018

Para Emma (obvio)

Emma tiene cuatro años. Ama el cine, la música, los libros infantiles, la plastilina, el dibujo y el teatro. Es, podríamos decir, una pequeña artista y también una pequeña admiradora del arte, como casi cualquier niño que tenga acceso a estas expresiones y a las condiciones adecuadas. Está en una edad donde abundan las cosas nuevas, donde sorprenderse es parte del día a día. Paso mucho tiempo con ella y la mayor fascinación de la que he sido partícipe como su tía es el descubrimiento y redescubrimiento de aquellas cosas con las que su mirada se encuentra por primera ocasión. ¿Qué dictamina el lugar donde se enfocan sus jóvenes ojitos? ¿Cómo se configura su gusto? ¿Por qué hay cosas que capturan su atención indivisiblemente y otras que le terminan dando igual?

He desarrollado así una curiosidad inagotable por las opiniones de mi pequeña crítica de cine. Cuando, con gran escepticismo –mío– y después de que conoció a un Stormtrooper en Disney, le puse La guerra de las galaxias: Una nueva esperanza (Star Wars: Episode IV – A New Hope, Lucasfilm, 1977), le pareció una maravilla –cosa que no sucedió con El imperio contraataca (The Empire Strikes Back, Lucasfilm, 1980)sobre la cual reclamó que era «la misma película», le dio hueva y mejor se fue a jugar. Los Increíbles 2 (Incredibles 2, Brad Bird, 2018) le gustó, «aunque fue demasiado larga y las luces eran demasiado fuertes». Para ella, La Bella y la Bestia (Beauty and the Beast, Disney, 1991)  es «la historia de una flor que se está muriendo». Y, bueno, su película favorita del momento –que, por alguna razón que desconozco sólo ha visto en inglés, así que no conoce la trama claramente– es Mamma Mia! (Phyllida Lloyd, 2008)Obviamente ahora es fiel seguidora de Abba y he tenido que verla con ella más veces de las que puedo contar.

Gracias a la multitud de tías, primos, abuelos y los dos padres increíblemente dedicados y pacientes que tiene, Emma tiene acceso a una cantidad tremenda de productos culturales. Cada uno de nosotros hace su propia curaduría de las cosas que cree adecuadas, valiosas o interesantes para compartir con ella y, de esta forma –me gusta creerlo–, cada quien vierte un poco de sí mismo en su educación. Cuando se estrenó Ana y Bruno (Carlos Carrera, 2017) –película que muchos llevábamos esperando desde antes de que mi pequeña crítica naciera– tuve algunas dudas, un poco por la trama y otro tanto por los comentarios de los padres asustados del internet. Lo consulté con algunos colegas, entre ellos mi querido Jorge Negrete –también psicólogo–, y finalmente me animé a ir a verla con ella. Al comenzar la proyección le dije que, si en algún momento le daba miedo o quería salirse, sólo tenía que decirme. Conforme la trama se fue oscureciendo, mi novio y yo, sentados a ambos lados de la niña, intercambiábamos miradas nerviosas. Mientras tanto, Emma observaba la pantalla en un estado de concentración que sólo se interrumpía esporádicamente por una que otra risita. Donde los adultos vimos una historia de muerte, duelo y locura –ideas aterradoras dentro de nuestros códigos–, Emma vio una historia de aventuras y, sí, tristeza. Vio a una niña que quería salvar a su mamá. Vio los esfuerzos de los más pequeños para ayudar a los adultos a lidiar con esa tristeza. Vio a un villano, como tantos que ha visto en su corta trayectoria cinéfila, ser derrotado. Y, claro, también vio personajes simpáticos y escenas que le parecieron muy divertidas y emocionantes. No salió aterrada ni irremediablemente traumada. No tuvo pesadillas después. Al final, llegó a la poética conclusión de que el dragón negro era «la tristeza de la mamá de Ana». ¿Qué más se le puede pedir a una experiencia en una sala de cine?

Los miedos y los tabúes son culturales y son adquiridos con el tiempo. Como adultos, hemos aprendido a temer a ciertas cosas, que hay ciertos temas sobre los que no se debe hablar y ciertos asuntos de los cuales debemos proteger a los niños. Uno no nace con esos códigos, éstos se van acumulando a través de las experiencias. Aquello que para nosotros, como adultos, puede ser inquietante, como la manifestación de la locura de los personajes del manicomio en Ana y Bruno, o la dirección de arte macabra que se aleja de la suavidad y los colores de Disney, para un público infantil puede terminar significando algo distinto. Que no entiendan aquello que ven en la pantalla tal como lo entendemos nosotros no significa que la experiencia de verlo sea estéril o peligrosa para ellos. Me viene a la mente la frase que repite constantemente mi gran amiga Ishtar Cardona, «Los niños son niños, no pendejos». Los niños, también, son un público que merece respeto.

Emma ya ha estado expuesta a la muerte de su abuela y su bisabuela. Sabe que no las volverá a ver y nos ha visto tristes a los adultos que la rodeamos. Sabe estar triste desde su propia trinchera. Entendió que la mamá de Ana sufrió una pérdida y que tuvo que haber un viaje y una transformación para ayudarle a sentirse mejor. No se quedó en la superficie de una cinta plagada de personajes que están locos, vio un poquito más allá –o, tal vez, más acá. ¿Y si consideramos la posibilidad de que, en lugar de sobreproteger los ojos más jóvenes, habría que intentar aprender de sus formas de sorprenderse, de ver con menos prejuicios?


Ana Laura Pérez Flores edita Icónica y es asistente editorial en Cal y Arena. @ay_ana_laura