Coco

Coco

Por | 2 de noviembre de 2017

Sección: Crítica

Temas:

Para Tatita.

El mariachi, pétalos de cempasúchil, un plato de pollo con mole, las fotos familiares de estudio en blanco y negro, tamales, papel picado, calaveritas de azúcar, un xoloitzcuintle… Pero también una playera de la selección mexicana, la tipografía tradicional de los letreros de pueblo mágico, la chancla, el cajón de los boleadores, la Época de Oro del cine mexicano, una abuela que insiste en que el nieto coma siempre más, la matriarca que sacó a su familia adelante a pesar del abandono… El homenaje que hace Coco a ciertas tradiciones y símbolos mexicanos ofrece múltiples niveles de lectura.

Desde el principio, Disney se ha trasladado a muchas geografías distintas, caricaturizando distintas tradiciones y leyendas y, como en toda representación, cada relato implica una selección de fragmentos de una vasta realidad. En el caso de algunas películas de Disney y Pixar, se valen de historias e imaginarios nacionales, para enmarcar –y sí, comercializar internacionalmente– el viaje del héroe. Las historias no varían demasiado: un personaje durante una búsqueda identitaria aprende y vive una transformación que lo acercará a su destino. Es la misma historia que han contado Disney, y muchos más, desde el principio de los tiempos. Lo relevante, lo trascendente –aun más en una película para niños donde el aprendizaje es clave–es la manera en que se cuenta la historia. Y Coco, pixarizado y todo, lo hace muy bien.

Recordemos: hablamos de una película infantil. No pretende ser un estudio antropológico ni un documental de las tradiciones y sus orígenes, sino el relato de un niño que se descubre a sí mismo gracias a –y a pesar de– sus raíces. Las películas de Disney son fábulas, hay una moraleja que las vuelve accesibles para un espectador que no necesariamente comparte el universo donde se desenvuelven: el público infantil se relaciona con los aprendizajes de los personajes ya sean mexicanos, hawaianos, franceses, monstruos, juguetes con vida o pececitos en el mar. Un niño que jamás ha escuchado siquiera que en México existe una festividad dedicada a los muertos podrá asimilar la dimensión emocional del relato, la moraleja respecto a la familia y la identidad, la importancia de recordar a los que se fueron.

En Coco (2017) vemos todo un universo fantástico que se alimenta de una mexicanidad, que es abordada cuidadosa y cariñosamente, de modo incomparable con retratos exotistas anteriores como Los tres caballeros, (The Three Caballeros, 1944), por ejemplo –o, si nos vamos un poco más allá, con las tomas que dejó Eisenstein para su inconclusa Que viva México (1930-32). Coco sí es una caricaturización de una de tantas facetas que componen lo mexicano, pero no se queda en la superficie –por ejemplo, cuando vemos al músico, ese músico es también representación de un padre ausente, de una búsqueda.

Es lógico que parte del público mexicano reaccione de manera protectora frente a una representación extranjera de lo nuestro –aunque, desde el codirector y coguionista Adrian Molina (Yuba City, 1985) hasta los asesores musicales y los actores que hacen las voces, hay todo un equipo con raíces mexicanas involucrado–; también es lógico que sigan existiendo huecos en la representación. Habría entonces que cuestionar nuestras posturas frente al cine y los productos de entretenimiento de hoy, ¿es realista exigirle a un solo producto que lo represente todo? Coco no pretende englobar la riqueza absoluta de nuestras tradiciones, es tan sólo una viñeta de una tradición en una fecha específica que sirve como vehículo para la transformación del héroe.

Más allá de una sobreprotección frente a la mirada gringa sobre una tradición –tradición que, aceptémoslo, vivimos de maneras que evolucionan y siempre se nutren de distintos elementos con el paso del tiempo­– vale la pena voltear a ver a los niños que salieron emocionados y conmovidos de la sala, niños que han crecido y seguirán creciendo viendo películas de Pixar, y que, aunque hayan hecho suyas muchas de esas historias, ahora ven a un protagonista que se parece a ellos, una abuela cuyas arrugas y pelitos canosos de la barba en muchos casos les recuerda a sus propias abuelas, una manera mexicana de pensar con la que tal vez es posible negociar aspirando a reconciliar pasado con futuro. Una actualización de la caricatura de México que está un poquito más cerca de sus propias realidades y un escaparate respetuoso para que los niños de otros lados conozcan un fragmento de lo mexicano en tiempos donde tanta falta hace mirar de frente al otro y humanizar la diferencia.


Ana Laura Pérez Flores es licenciada en Comunicación Social por la UAM-X y coordinadora editorial de Icónica.  @ay_ana_laura