Moana
Por Ana Laura Pérez Flores | 9 de diciembre de 2016
Sección: Crítica
«Si usas un vestido y tienes un animal como secuaz eres una princesa», le dice Maui –el semidiós megalómano– a Moana cuando la conoce. Se burla de toda la tradición a la que pertenece la película de la que forman parte y ella, obviamente, se enoja y durante el resto de la cinta le demuestra lo contrario convirtiéndose en la heroína de la historia. Moana es una Princesa Disney® que, rehusándose a llevar a cabo un rol pasivo, intenta compensar las carencias de sus predecesoras. Al hacer que esta nueva heroína se niegue a asumirse como princesa, la franquicia se cuestiona a sí misma desde sus adentros.
La marca de las “Princesas Disney” homogeneiza a casi todas las protagonistas femeninas humanas de la compañía (Bella y Mulán, por ejemplo, no son princesas pero forman parte de la marca). Parece que todas las protagonistas jóvenes terminan siendo princesas. La franquicia ha resignificado el término y, aunque sus protagonistas han sido creadas en mayor o menor medida de acuerdo con las coyunturas de sus épocas, muchas de ellas no han resistido dignamente el paso del tiempo. “Princesa” hoy se ha convertido en un concepto peyorativo. En nombre de la lucha contra los estereotipos de la feminidad, la princesa y todo lo que su figura engloba son parte del “enemigo”.
No hay duda de que Disney escucha a sus críticos y ha ido respondiendo gradualmente a sus exigencias. El desaprincesamiento de sus protagonistas (aunque el nombre siga ahí como sello) ha ido sucediendo gradualmente: el gran objetivo de Mulán (Mulan, 1998) era proteger el honor de su familia y su país –pero parte de la “recompensa” final fue haber encontrado el amor–, en Valiente (Brave, 2012), Mérida se opone al deber tradicional que le es impuesto por ser mujer y ser la hija del rey –o sea, casarse–; en Frozen: Una aventura congelada (Frozen, 2012), la relación entre las hermanas Elsa y Anna es el vínculo más importante de la película, dejando como tema secundario la búsqueda de pareja de la segunda. Pero, como señaló Aurora Tejeida en el análisis que hizo para esta misma revista hace un par de años, aunque las princesas habían cambiado, las circunstancias que las rodeaban no. Sus mundos seguían poblados y dominados por hombres, tanto en la pantalla como fuera de ella.
Si algo demostraron Mérida y Elsa –en mayor medida la última, que ha desatado un furor en las niñas aún vigente– es que el público se siente atraído por este tipo de heroínas. La sorpresa: una princesa vende a pesar de no traer al príncipe incluido. Ahora, el siguiente paso lógico fue, más que señalar la independencia de la princesa en función de una figura –presente en la relevancia de su ausencia– del príncipe, permitir que la mujer se desenvolviera de manera totalmente autónoma. Y justo éste es el primer gran acierto de Moana (2016): no existe ni el más remoto guiño a la existencia de un príncipe o una figura del estilo. La ausencia no deja ninguna huella y el resultado es refrescante y saludable. ¿Quién determinó que todas las historias para niñas debían incluir forzosamente el factor romántico?
Aunque el contexto es convenientemente vago, sabemos que estamos en una pequeña isla del Pacífico llamada Motunui, y nos es narrada una versión bastante ambigua de una leyenda para explicar por qué el pueblo navegante dejó de moverse (lo que ha desatado toda otra discusión respecto a las tradiciones que, si bien es importante, por ahora dejaremos de lado). Moana es hija del líder de su comunidad –o sea, es una princesa en cuanto a su lugar como heredera del poder–, y está interesada en asumir las responsabilidades que esto implica. La vemos tomando decisiones y aprendiendo sobre su historia para así poder dirigir a su pueblo hacia un buen futuro. Se interesa en sus raíces y, a través de la figura de su abuela, se sumerge en el pasado para entender su presente. Así descubre que tiene que ir en búsqueda del tal Maui, un semidiós que se robó el corazón de una diosa muy importante, para que lo devuelva y salve las islas de una catástrofe natural. Pero, como era de esperarse, las cosas no son tan sencillas como parecen y Moana se enfrentará a obstáculos que van desde la prohibición de su padre para aventurarse en la búsqueda hasta el miedo disfrazado de megalomanía de Maui –con una canción cuya letra, para quien esté familiarizado con el concepto de mansplaining, resulta hilarantemente cercana. Todas las princesas han tenido la mirada puesta sobre un objetivo claro y personal, pero nunca antes habíamos visto a una princesa llevando a cabo una búsqueda tan independiente como la de Moana.
Desde el principio de su viaje, Moana repite una y otra vez las instrucciones que le dio su abuela (agarrar a Maui de la oreja y llevarlo a que regrese el corazón). Hasta que finalmente vemos uno de los momentos más entrañables en toda la historia de las princesas y un verdadero parteaguas en la representación de la mujer en este cine: el discurso cambia de tercera a primera persona, deja de hablar de él para decir, sin titubear un instante, «regresaré el corazón». Moana parecía tener muy clara la ruta a seguir con la ayuda de Maui, pero cuando todo falla sólo le quedan dos opciones: solucionarlo por su propia cuenta o regresar a su casa. Descubre que ambas están bien y, predeciblemente, decide hacer lo primero. Por primera vez vemos a una princesa que no depende de otro personaje más fuerte o más sabio. El viaje de Moana termina siendo personal.
Moana es una heroína que quiebra los moldes de su marca pero no es un fenómeno generado espontáneamente, existe toda una línea de princesas que fueron abriendo paso para que hoy pueda existir una protagonista como ella. Sí, todavía falta mucho por hacer en temas de equidad (en el equipo de directores y guionistas sólo hay una mujer involucrada: como se ha señalado en el resto de la industria cinematográfica, también Disney está dirigido predominantemente por hombres), pero Moana es un paso firme en una dirección inevitable que, aunque seguramente fue definida por razones comerciales, es históricamente relevante.
El cuestionamiento a los estereotipos que habitan estos universos ficticios parece más presente que nunca y los realizadores están intentando responder a las exigencias del mercado. En este aspecto, lo que Moana propone es valioso. Es la primera princesa con un cuerpo más o menos realista –aunque lo verdaderamente radical sería plantear a una protagonista que no sea necesariamente bella, como la mayoría de las heroínas en cine y televisión. Vive en un universo que no está predominantemente poblado por hombres y, aunque escucha las voces alrededor –lo que dicen su madre, su abuela, su padre, las leyendas–, su aprendizaje no viene exclusivamente de ahí, toma lo que necesita para construir su propio juicio. A pesar del miedo, las limitaciones físicas –es pequeñita y se ve incluso más pequeñita al lado del enorme y musculoso semidiós– y su falta de experiencia –no tiene idea de cómo navegar, pero decide aprender–, desafía el estado de las cosas desde su libertad de decidir. Moana se rehúsa a asumirse como tal, pero Disney la suma a su lista de princesas, ¿habremos llegado al momento de empezar a llamarlas de otra manera?
Ana Laura Pérez Flores es licenciada en Comunicación Social por la UAM-X y coordinadora editorial de Icónica. @ay_ana_laura
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