Ana y Bruno

Ana y Bruno

Por | 20 de septiembre de 2018

Sección: Crítica

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La muerte es más sencilla cuando es definitiva. La persistencia de presencias del pasado augura fatalidades o locura. Aquel que ve apariciones pasa las noches intranquilo. Quizá lo atormenten presencias alucinadas, visiones dolorosas, tristezas incurables. Los traumas que no se olvidan, la culpa irredenta y las cuentas sin saldar que se ocultan en la memoria se materializan y adquieren un contorno tan real como los rostros de los vivos. Enfrentarse a esto es difícil. Hablamos de asuntos serios, muy serios. Hablamos de recuerdos que se confunden con los productos más retorcidos de la imaginación. Hablamos de tormentos y crueldad. Hablamos de la soledad infatigable de quien pide ayuda entre balbuceos y se refiere a seres que nadie más observa. Hablamos de ira, terror y desesperación. Hablamos de muerte y locura.

¿Hay algo más de qué hablar? ¿Qué conjuro pronunciar frente semejante desolación? ¿Redención? ¿Podemos siquiera pronunciar esta palabra frente a estos casos? En Ana y Bruno (2017), Carlos Carrera (ciudad de México, 1962) muestra que, en los escenarios oscuros donde la demencia vence a otros impulsos humanos más nobles, la redención, acompañada por la mirada infantil –que no inmadura–, es un asunto primordial.

La película comienza con la llegada de Ana (Galia Mayer), una niña, y su madre, Carmen (Marina de Tavira), a un manicomio construido a la orilla del mar. El padre de Ana, Ricardo (Damián Alcázar), las lleva en auto y se aleja con rapidez mientras su rostro conserva una expresión indolente y triste. En el manicomio, Ana conoce a varios personajes imaginarios que encarnan los padecimientos de otros pacientes. Entre ellos está Bruno (Silverio Palacios), un simpático e infatigable duende que acosa a un esquizofrénico. La amenaza que representa el doctor Méndez (Héctor Bonilla), el director del manicomio, quien realiza sin miramientos una suerte de lobotomía eléctrica en los pacientes más problemáticos, motiva a Ana a escapar en compañía de Bruno y otros seres imaginarios para buscar la ayuda de su padre, pues Carmen es atormentada por violentas visiones de un monstruo ígneo, cuya intensidad y persistencia la convierten en la siguiente víctima del cruel método del doctor.

Asistimos entonces a un teatro de sombras, donde la mayor parte de la acción la dirimen seres que, en cierto sentido, no son reales. Paradójicamente son los seres imaginarios quienes tienen la fuerza y la libertad suficientes para redimir a las personas reales. Las pasiones que representan impiden que los individuos de carne y hueso reaccionen de manera adecuada a las circunstancias de su vida. Carmen es incapaz de salvarse a sí misma del destino que le guarda debido al miedo que la tortura y a la nostalgia que la ofusca. Ricardo se abandona a la culpa y a la melancolía, por lo que no se percata del peligro en que ha abandonado a su esposa. Y es que, hay que decirlo, pues de otra forma no se puede hablar adecuadamente del filme, Ana está muerta. La niña falleció en un incendio y a quien vemos es al recuerdo objetivado por la madre, que no puede desprenderse de él y lo percibe como real.

La lucha de Ana contra el monstruo ígneo es una lucha de impulsos contrarios en el interior de Carmen. Las pasiones y los recuerdos son las fuerzas que dirigen y determinan la historia de los personajes. El mundo objetivo e institucional tiene poco que ofrecerles además del desamparo y la incomprensión. Sin embargo, sería un error suponer que los seres imaginarios son metáforas simples de una introspección invisible e inoperante sobre el mundo externo. El recorrido que emprenden Ana y Bruno por la campiña mexicana no sólo es una figuración del proceso de duelo de los padres, sino que también señala una cualidad necesaria en cualquier viaje introspectivo: la reunión con los otros en el exterior. Debido a esto, la lucha contra uno mismo no se resuelve si sólo se aquietan los disturbios internos. La muerte en vida a la que pasan los pacientes del doctor Méndez después del tratamiento eléctrico es testigo de ello. La resolución del malestar provocado por la culpa, el miedo, el enojo y la tristeza se efectúa también en el mundo externo y se refleja en el trato y la consideración con los otros.

Ana, después de varios intentos infructuosos de comunicarse con su padre, quien no la percibe, decide regresar al manicomio y hacer lo que esté en sus manos para salvar a Carmen. Es Daniel, un huérfano que habita las calles, ciego además, quien logra comunicar la desesperada situación a Ricardo. Y es éste quien detiene al doctor. Ana vence al monstruo ígneo pero, sin la ayuda de las personas de carne y hueso, Carmen no se habría salvado. De igual manera, sin la presencia de Ana, nadie habría actuado. La vida anímica y la vida corporal se entrelazan y dependen la una de la otra.

Este complejo esquema, ademas de dotar de varias dimensiones a los personajes y enriquecer la trama, presenta el tema de la locura de manera efectiva. Los seres imaginarios encarnan por igual padecimientos y recuerdos que reviven con suficiente vigor la esperanza suficiente para redimir los males anímicos. Su ambivalencia moral los exime de una caracterización negativa que les correspondería por naturaleza. La locura no es retratada como una perversión, sino como la exacerbación de cierto tipo de pasiones vitales. El único personaje realmente malvado se encuentra al otro lado del espectro: el doctor Méndez, quien asume la autoridad normativa y objetiva de lo real. Su afán de suprimir la vida interior de los pacientes cuando ésta parece salirse de control es injusto porque también elimina la posibilidad de cualquier impulso positivo. Además, el médico alucina tanto como sus víctimas. En el desenlace: es lobotomizado por accidente y se hace patente que el par de enfermeros que lo asisten son producto de su imaginación. Su locura, amparada por la autoridad médica, no era distinta a la de otros. A veces, las formas sociales más certeras e incuestionables se alimentan de un desquicio tan profundo como el que intentan extirpar.

El quebranto que precipita la locura se presenta como indistinguible de la historia personal. Por ello, deshacerse de él es una forma de negarse a sí mismo. El proceso de duelo de los padres de Ana no desemboca en la desaparición del recuerdo de su hija. Éste ya no los persigue como un signo de culpa o negación, sino que les proporciona consuelo. La asimilación de los males se conjura con la compañía: Daniel se hace parte de su familia. Después de un largo camino, los recuerdos y las emociones de Ricardo y Carmen hacia su hija recuperan el sentido positivo que la tragedia les arrebató. La muerte del ser querido no es definitiva y por eso no es sencilla. Si lo fuera, la vida valdría poca cosa.

Al igual que en El héroe (1993), cortometraje animado con el que Carrera ganó la Palma de Oro, los rostros bruscos y desproporcionados se suman al tono oscuro de la animación, que exacerba las distorsiones expresivas de los personajes. La comparación con El héroe sirve para destacar la continuidad estética y para señalar otra afinidad significativa: la mujer suicida del cortometraje se parece demasiado a Ana. Más allá de la semejanza visual, su situación es igualmente desesperada. Pero mientras que la mujer suicida no resuelve la amargura que la corroe, pues el mundo multitudinario y enajenado donde está hundida no permite la comunicación con otro individuo y cualquier destello de humanidad se desvanece en el malentendido propiciado por la precariedad moral, Ana es capaz de salvar a su madre y así evitar su desaparición. La fría realidad social, que no deja espacio para la convivencia y la vulnerabilidad emocional, condena a sus habitantes a la muerte. Al desdoblar la vida interior y permitir que los impulsos se exterioricen de manera más libre, existe la posibilidad de que la locura se apodere del alma, pero de igual manera se abre la puerta a la reconciliación con los propios fantasmas.


Abraham Villa Figueroa estudia en Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y forma parte del equipo de redacción de Icónica.