The Terror: El desencanto imperial
Por Natalia Möller González | 1 de agosto de 2018
En 1845 se perdió en el polo norte la expedición de la Marina Real británica comandada por Sir John Franklin. Los 129 hombres que iban a bordo de los barcos HMS Terror y HMS Erebus pretendían encontrar una ruta a Asia por el laberinto ártico, a través de aguas que pasan congeladas la mayor parte del año.
Durante la década que siguió a la desaparición, numerosas cuadrillas reales y privadas se hicieron a la búsqueda de los barcos sin éxito. Es apenas en 1854 que el explorador John Rae recoge las primeras noticias sobre la tripulación perdida a partir de testimonios inuit. Todo indicaba que los barcos habían quedado irremediablemente atrapados en el hielo ártico y que los debilitados hombres habían tratado de escapar a pie rumbo al sur. Un grupo inuit había hecho el triste hallazgo de varios cuerpos horriblemente mutilados y dispersos sobre el hielo. Por el contenido de las ollas en los campamentos, los inuit adivinaban que los desdichados habían acudido, en palabras de Rae, «al último recurso –el canibalismo– como forma de prolongar su existencia».
La serie The Terror, así como la novela de Dan Simmons en que está basada, imagina la historia de la expedición de Franklin de acuerdo a los testimonios recogidos por Rae. En ella, se suma al azote invernal, la enfermedad y el hambre, la presencia de Tuunbaq, una bestia mítica que ataca, descuartiza y engulle a los aterrados britanos (muy a lo Ridley Scott, quien por cierto produce la serie). Pero más allá de reconstruir un pasado incierto o de servir (gratos) sobresaltos gore, The Terror (David Kajganich, de 2018 en adelante) es una historia del desencanto imperial que, como todo buen des-encanto, mancilla lo excelso sometiéndolo a lo que de inefable tiene la otredad.
La serie arranca en el momento en que el invierno despunta y Sir John Franklin (Ciarán Hinds), primer capitán a bordo, toma la decisión tan estúpida como presuntuosa de seguir navegando como si nada. Cuando el prudente Francis Crozier (Jared Harris), segundo al mando, advierte de los peligros del invierno ártico, los compinches de Franklin lo tachan de melodramático. La ofensa no es menor entre los recios machos pues, como es sabido, el melodrama se asocia a una exagerada sensibilidad femenina. Franklin y sus hombres prefieren, en cambio, la retórica viril del héroe intrépido. En sus arengas hacen a sus hombres promesas tan rimbombantes como insensatas de gloria y loa –¿será la grandilocuencia una versión masculina del melodrama?
Resulta interesante que la serie introduzca el conflicto en estos términos dramáticos. Los delirios de Franklin no se circunscriben a su carácter solamente, sino también a un vasto repertorio narrativo y visual que existe alrededor de la exploración británica del Ártico. Dicho repertorio cobra central importancia en la era victoriana, especialmente en torno a la figura de los exploradores del norte helado, que tuvieron un lugar privilegiado en los corazones populares. Ellos representaban la cara afable del Imperio, en oposición a la figura blandengue del colono de tierras cálidas, que apilaba riquezas por gracia del trabajo esclavo. Los logros de los Arctic worthies, en cambio, estaban asociados al conocimiento científico y geográfico. A la vez, el espacio inhóspito que pisaban ponía en evidencia la entereza y virilidad del carácter británico.[1]
La serie se refiere a esta fascinación ártica con un flashback que sitúa a Franklin y Crozier en un ostentoso teatro metropolitano, contemplando tableaux vivants que representan sus propias hazañas. Un público entusiasta estalla en ovaciones cuando se anuncia la presencia de los verdaderos héroes. Es cuando se hacen más evidentes las diferencias entre los capitanes: Crozier ríe agriamente ante la desproporción de su retrato, mientras que Franklin asume de buena gana la identidad a la que los aplausos convidan. Pero más allá de ilustrar el pasado, la escena hace alusión a nuestro presente al mostrar que esta particular versión del espectáculo heroico es inseparable de la cultura de masas, cuyas manifestaciones victorianas anunciaban ya lo que estaba por venir.
Se podría asegurar que en estas tempranas expresiones de esparcimiento masivo, el Ártico funcionó como tela de proyección –esa zona literalmente blanca y vacía en que habitan nuestros fantasmas– sobre la cual se dibujó una serie de cuestiones ideológicas relativas al Imperio. En este sentido, pareciera que la serie visita un tópico mil veces manoseado. Sin embargo, es importante notar que lo hace con un resuelto gesto autorreflexivo, porque el Ártico no actúa solamente como hielo real que tritura sin escrúpulos a las naves y carcome a sus pasajeros, sino también como el escenario (o pantalla) en el que se ponen en (esquizoide) escena diversas piezas de imaginación imperial.
El descomunal fracaso de Franklin –que por cierto coincidió con levantamientos en la India y con un incipiente discurso abolicionista– sirvió en este contexto para erigir mártires como también para poner en entredicho la legitimidad del régimen. Pero de todo lo que se dijo sobre la desaparecida misión, la noticia de canibalismo fue el dedo que hurgó con mayor avidez en la llaga imperial. Por su informe basado en los relatos inuit, Rae perdió carrera y reputación. Los familiares de los desaparecidos y varias figuras públicas promovieron una furiosa campaña de desprestigio en su contra.
A la cabeza de sus críticos estaba Charles Dickens. En sus populares entregas semanales de Household Words, lo primero que reclama a Rae es la confianza que le tiene a los inuit, cuyos «corazones salvajes», según el autor, son «codiciosos, traicioneros y crueles». Al inuk farsante, Dickens contrapone el carácter intachable del inglés, argumentando que por su educación, disciplina y religiosidad no sería capaz, ni en el peor de los casos, de recurrir al canibalismo. Rae, quien era un curtido veterano del ártico, responde a las acusaciones con la autoridad que le concede la experiencia, pero el público no le perdonaría jamás su simpatía hacia los inuit. En la serie, bastante del Rae histórico es trasladado, por cierto, al personaje de Crozier, quien insiste en la amistad con los inuit para obtener alimento y orientación. Pero como Dickens, Franklin y sus hombres están cegados por la certeza de su superioridad y entorpecerán de manera reiterada toda tentativa de colaboración.
The Terror arroja, sin duda, una mirada crítica al imperialismo británico, pero no desmonta por ello la perspectiva eurocéntrica. Su crítica no es denunciatoria ni propositiva, sino que ensaya más bien una observación descarnada por sobre aquello que ha quedado en las tinieblas de la mirada imperial. Especialmente en cuanto a la representación de la alteridad, en tanto hace palmaria la dualidad a la que típicamente se somete la imagen de los no-europeos. Se trata de lo que Homi Bhabha ha descrito como estereotipo colonial, una afirmación sobre el “otro” que aparenta ser conocimiento, pero cuyos contenidos son ambivalentes y hasta contradictorios.[2] Así, el corazón «codicioso, traicionero y cruel» de los inuit se manifiesta en la bestia Tuunbaq. Pero la alteridad toma también la forma opuesta del buen salvaje en los inuit mismos, a ratos tan silenciosos e ingenuos, que su muerte parece irremediable. Pero si bien nada cambia en la estructura fundamental del estereotipo colonial, la presencia simultánea de ambas facetas de la otredad en el escenario de la fantasía imperial obliga a la arrogancia británica a oscilar aterrada entre la urgencia de reconocerse civilizado ante el salvaje y el espanto de ver desmembrada la imagen coherente de lo propio.
En suma, el terror consiste en la revelación de que, en el territorio salvaje, los verdaderos salvajes son los ingleses. Sus barcos acarrean microcosmos de civilidad victoriana con todo y sus clases sociales, su férrea disciplina y hasta irrisorios utensilios de cristal. Pero inservibles y torcidos sobre el hielo, los barcos no son más que patrañas. Y en la medida en que la otredad ártica los va engullendo, despierta también entre los hombres el deseo salvaje de merendar al compañero.
Pero además van surgiendo, como reverso del canibalismo, gestos de masculina ternura que asoman como único refugio posible. Con acentuada intensidad fílmica, los rostros se unen, las pieles se rozan y los cariños se revelan, sin caer por ello en el cliché del homoerotismo apremiado por la soledad entre varones (aunque tampoco se descarta). Las caricias que intercambian los hombres recomponen una calidez vagamente doméstica, algo así como un heroísmo de la intimidad, menos glorioso que el de los tableaux vivants, pero en cambio, más vital.
Como un final dudosamente feliz, se suma a los episodios de esta historia sobre el canibalismo capitalista –hambriento de territorio y vanidad–, el episodio del calentamiento global, merced al cual se hizo recientemente el hallazgo de ambos navíos en el Océano Ártico. Las imágenes submarinas del Terror revelan el mismo microcosmos victoriano que la escenografía de The Terror reproduce tan meticulosamente, pero ahora sus restos sí parecen estar en casa, recubiertos de esa cualidad mestiza que suelen llevar las cosas americanas: sus otrora modernísimos motores, cascos y camarotes sirven hoy de habitación a la otredad marina. Como es de esperarse, Canadá y el Reino Unido se disputan los restos de los barcos para sus museos. Pero un tercer (e inesperado) actor los reclama también como patrimonio. Una representante de la comunidad inuit, Cathy Towtongie, argumenta para The Guardian que los hallazgos también pertenecen a su pueblo porque han sido parte de sus tradiciones orales por casi dos siglos. Aprovecha además para advertir, con toda justicia, que de haberse involucrado a los inuit en la exploración ártica hace 200 años, se habrían salvado muchas vidas. Y agrega: «Ellos creían que su civilización era superior y esa fue su ruina».
[1] Jen Hill, White Horizon: The Arctic in the Nineteenth-Century British Imagination. SUNY Press, Albany (Nueva York), 2009, pp. 8-9.
[2] Homi K. Bhabha, «The Other Question: The Stereotype and Colonial Discourse», en Visual Culture: The Reader, editado por Jessica Evans y Stuart Hall, Sage Publications., Londres, 1999, p. 370
Natalia Möller González es investigadora y docente. Cursa el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Chile.
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