Santa: Un siglo de la invención moral d

Santa: Un siglo de la invención moral de la mujer fílmica en México

Por | 11 de julio de 2018

I.

Melodrama. La palabra retumba con ecos telúricos mientras nos remonta a nuestro personal acervo de momentos cumbres de besos robados, sonrisas castas, pecados gozosos, maldades castigables y amores imposibles y fatales. Historias coronadas por finales felices o, por lo menos, piadosos en su tragedia, que permiten concretar su esencial pedagogía moral. En el centro de toda memoria del melodrama fílmico mexicano domina una mujer, enaltecida por su imán erótico o por su piedad maternal.

El melodrama corre por las venas nacionales. Nuestra narrativa audiovisual, a estas alturas, sigue dominada por una propensión moralista que no conoce barreras sociales. De La rosa de Guadalupe (Televisa, 2008 a la fecha) a Luis Miguel: La serie (Netflix, 2017) y de Las hijas de Abril (Michel Franco, 2017) a La región salvaje (Amat Escalante, 2016), pasando por cualquiera de las despreciadas telenovelas, el melodrama se erige en cúspide y suma de nuestra identidad o, por lo menos, de la forma en que nos entendemos como sociedad.

Los resortes del melodrama audiovisual mexicano pueden datarse en un siglo exacto. Un proceso que comenzó con el inicio de la producción de ficción del cine silente nacional, en 1917, y que culminó un año después con una película, Santa (Luis G. Peredo, 1918), que sintetizó los primeros esfuerzos y encontró la piedra angular del cine nacional: la paradójica exaltación, a través de la condena, de los placeres del pecado sexual.

 

II.

Durante 1917, la pionera de la ficción nacional, la gran Mimí Derba, produjo junto con Enrique Rosas cinco películas –dirigiendo por lo menos una de ellas– que constituyeron el primer intento serio de realizar cine en forma industrial. Su apuesta fue por filmar al estilo del cine italiano, el más popular entre el primer público de cine en México. Las divas cinematográficas, con sus poses y devaneos teatrales que provocaban la agitación de sus generosas carnes en trances casi místicos, hacían las delicias de los espectadores, que literalmente abarrotaban los salones para ver a Pina Menichelli o a Lyda Borelli en dramas ubicados en barroquísimos palacios decorados con vaporosas cortinas.

La Derba emuló las tramas cosmopolitas y los escenarios italianos, apostándole a la creación de una versión mexicana de la mujer de mundo, calculadora pero dispuesta a dejarse consumir por el fuego de la pasión. Sin embargo, el público no resistió el cambio de escenario: las pasiones arrebatadas suelen fotografiar cursi cuando se filman en Xochimilco. Las películas fracasaron y la productora de Derba y Rosas, llamada Azteca Films, se disolvió sin pena ni gloria. Imposible a la distancia ponderar los valores de En defensa propia, Alma de sacrificio, La tigresa, La soñadora y En la sombra; ninguna se conserva.

Sí existe, por fortuna, una copia incompleta de Santa –producida por otro afanoso pionero llamado Germán Camus–, la continuación de este afán de crear un cine mexicano, es decir, anclado en lo que por entonces se denominaba “la tradición nacional”, y de sacralizar una cierta idea de la mujer mexicana.

 

III.

El 11 de julio de 1918 se estrenó en los salones del cinematógrafo de la ciudad de México una historia moderna, es decir, realizada al modo “artístico” italiano. No era cualquier historia, se trataba de la adaptación de Santa (1903), la célebre novela del porfiriano Federico Gamboa sobre una joven pueblerina seducida por un militar y expulsada de su pueblo por su madre avergonzada por la incontinente joven de nombre contradictorio. Santa, entonces, recula hacia el único lugar posible para las mujeres que se dejan llevar por su “natural instinto”: el burdel.

Como en todo buen melodrama, la enseñanza gozosa que previene contra el pecado no escatima la descripción, así sea en intertítulo, de ese pecado tan vergonzante como atractivo. A la metáfora se suma el cuerpo corrompido que se adivina suave y firme de la protagonista, Elena Sánchez Valenzuela, cuyo rostro en doloroso rictus –enmarcado a momentos por una bella y casi lúbrica cabellera alborotada– no sólo emula a Lyda Borelli sino a la ascendente star Lillian Gish, primera diosa norteamericana del close up.

La película carece de interés formal destacable, sin embargo tiene momentos que permiten ubicarla en su época: un juego tímido de planos, incluidos unos cuantos close ups al rostro suplicante de Santa y un curioso flashback, sobre la infancia del ciego Hipólito, del que se conserva apenas un fragmento; una estructura dramática “a la italiana” dividida en tres partes: pureza, vicio y martirio, marcada cada una por una coreografía “simbólica” de una bailarina suiza llamada Norka Rouskaya. Lo más interesante es el afán por anclar la historia al entorno nacional, lo que permite disfrutar de una panorámica filmada desde lo alto del Ángel de la Independencia que retrata el Paseo de la Reforma con sus camellones arbolados y montones de terrenos baldíos en los márgenes, y también de una vista de la populosa calle de 5 de Mayo surcada por carretas y automóviles, y de una corrida en la plaza de toros de la Condesa. Al mismo tiempo, Santa delata su primitivismo al abusar de los larguísimos intertítulos en momentos en que el lenguaje cinematográfico parecía ya listo para contar historias sin precisar de palabras.

Lo más destacable, pese a todo, es la primera descripción casi total de un arquetipo fundacional para el cine posterior: la prostituta que no goza sino que se “sumerge en el fango” por una razón suprema, que en el caso de Santa es la insensatez de “entregarse” sin matrimonio previo; al previsible abandono del seductor sigue la expansión del pecado hasta el doloroso (quizá injusto pero irrevocable) castigo final. Este personaje y su trayecto maldito serán mostrados una y otra y otra vez a lo largo del siglo por delante, casi sin variaciones.

La Santa fílmica es apenas un apunte, una imagen que permite completar la ensoñación estimulada por la famosa novela, en la que sí hay «una descripción gozosa de la sensualidad y un gusto evidente en mostrar la buena vida de su protagonista. La carne de Santa se nombra «carne fresca, joven y dura», «sabrosa», «picante», «mórbida», «carne mansa y obediente, que no se rehusaba ni defendía, carne de extravío y de infamia»».[1] En la primera versión cinematográfica de Santa, me temo, no hay ni por asomo imágenes carnales, apenas un par de planos del burdel con un grupo de señoritas cubiertas del cuello a los tobillos en torno al piano de Hipólito. Hay besos, sí, pero llenos de recato incluso en el momento climático, cuando Santa engaña al Jarameño, su amante torero, movida por esa «voluptuosa atracción que el peligro ejerce en los temperamentos femeninos», según informa el correspondiente letrero transcrito de la novela. Si algo queda claro a estas alturas es que la comprensión cabal de la película está reservada para los espectadores que han tenido a bien leer previamente el libro.

 

IV.

A diferencia de las películas de Derba y Rosas, Santa tendría buen éxito de público: realizarla costó $40,000 y logró recaudar alrededor de $300,000 al exhibirse en el cine Olimpia.[2] Este impulso permitió a su productor, Germán Camus, realizar varias películas más durante los siguientes cuatro años, sin lograr repetir la hazaña.

Santa, sin embargo tendría futuro en el cine nacional, la trágica prostituta sería la protagonista de una de las iniciales películas sonoras –Santa (Antonio Moreno, 1931)–,[3] la primera en ser un éxito, la primera en sumar al arquetipo femenino la música (de Agustín Lara, but of course), lo que acabaría de sublimar la morbosa fascinación por un pecado invisible pero sabrosamente imaginable.


[1] Julia Tuñón, “La Santa de 1918: Primera versión fílmica de una obsesión”, Historias, núm. 51, México, enero de 2002, p. 84.
[2] Ibid., p. 81.
[3] En total, el cine mexicano ha producido hasta la fecha cinco versiones de Santa. A las citadas de 1918 y 1931, que fue protagonizada por Lupita Tovar, hay que sumar: Santa (Norman Foster, 1943), protagonizada por Esther Fernández; Santa (Emilio Gómez Muriel, 1968), con Julissa en el papel principal; y Latino Bar (Paul Leduc, 1991), con la actriz cubana Dolores Pedro. La novela ha sido adaptada también para una telenovela, Santa (Miguel Sabido, 1978), con Tina Romero; y para una versión teatral libre, de Sergio Magaña, titulada Santísima, protagonizada en 1980 por Diana Bracho.


Fernando Mino es periodista e historiador. Autor de La fatalidad urbana: El cine de Roberto Gavaldón (2007) y La nostalgia de lo inexistente: El cine rural de Gavaldón (2011). @minofernando