Una separación

Una separación

Por | 1 de septiembre de 2012

El estallido del cine iraní ocurrió a fines de la década de los ochenta, cuando el gran Abbas Kiarostami arrastró el espíritu social del cine neorrealista italiano al contexto de su país para narrar historias mínimas en apariencia, resaltando la importancia de los hombres y las mujeres comunes, siempre luchando por sobrevivir en un país que se debate entre la pobreza del campo y la bonanza urbana, bajo la sombra del fundamentalismo religioso y la actitud siempre beligerante de sus gobernantes.

Agrupados en torno a Kiarostami y el Instituto para el Desarrollo Intelectual de Niños y Jóvenes Adultos de Irán, muchos jóvenes cineastas fueron ejercitando sus habilidades cinematográficas, preparándose para tomar las riendas de sus propias filmografías. Entre ellos estaban, por ejemplo, Jafar Panahi y Majid Majidi, quienes no tardaron en sorprender con sus miradas personales a la realidad social de su país. Mientras Majidi se decantó hacia la infancia envuelta en la misma lucha por la supervivencia de los adultos en películas de gran éxito internacional en tono de fábulas, como Los niños del cielo (Bācheha-ye āsemān, 1997), Panahi se volvió el cineasta denunciante de los abusos cometidos en contra de los derechos humanos en Irán. Por otro lado, aunque con afinidades estilísticas, está el grupo de Mohsen Makhmalbaf, director de otra importante película en la internacionalización del cine iraní, El ciclista (Bisikleran, 1987), quien consiguió fundar una escuela de cine en la cual desde su mujer Marzieh Meshkini, con Los niños del fin del mundo (Sag-haye velgard, 2004), hasta sus hijas Samira, con La manzana (Sib, 1998), y Hana, con Buda explotó por vergüenza (Buda azsharm foru rikht, 2007), han retomado la idea del cine como retratista de una realidad que duele pero que vale la pena mostrar.

Asghar Farhadi (Khomeyni Shahr, 1972) pertenece a la generación siguiente. Se trata de un artista curtido principalmente en las artes escénicas y la dramaturgia, habilidades que, en su quinto filme, el primero conocido en nuestro país, resultan en particular destacables.

En la secuencia de inicio del filme, Farhadi presenta a los protagonistas, el matrimonio compuesto por Nader (Peyman Moādi) y su esposa Simin (Leila Hatami). Filmados en un primer plano compartido, ambos exponen ante un juez las razones por las cuales han decidido terminar con su vínculo conyugal después de catorce años. Ella es una de esas mujeres iraníes que en su entorno inmediato son como ratones de laboratorio, recorriendo pasadizos sin llegar a ningún lado. Simin ha encontrado en el extranjero una solución a sus problemas; sin embargo, su decisión es rechazada por Nader, quien además de considerar esta opción como inviable para la hija adolescente de ambos, Termeh (Sarina Farhadi, hija del realizador), debe cuidar a su padre enfermo de Alzheimer en etapa avanzada. La ley no resuelve nada en esta secuencia. Solamente los motivos de la separación que dará sentido al filme quedan expresados.

Cámara siempre en mano, transmitiendo una inestabilidad en el ambiente que irá in crescendo, Farhadi retrata la primera separación planteada en la película. La partida de Simin del hogar en común se da en medio de una tensa calma, con Termeh llorando ante la huida de su madre, en su primera aparición en la historia. Justo en medio de la infancia y la pubertad, Termeh es una jovencita educada, con sólidos valores morales, a quien sus padres enseñan continuamente a valerse por sí misma (en alguna secuencia, Nader casi la fuerza a ponerle gasolina a su automóvil ante las miradas de desagrado de los hombres que ahí laboran), a reafirmarse como igual en una sociedad particularmente machista. Por eso, cuando Simin se muda con sus padres, Termeh padece como nadie el final de su núcleo familiar.

Ante la necesidad de trabajar, Nader se ve obligado a contratar los servicios de Razieh (Sareh Bayat), una mujer humilde cuyo marido, el zapatero Hodjat (Shahab Hosseini), se encuentra desempleado, para cuidar de su padre enfermo. Sin embargo, la ortodoxia religiosa de Razieh la lleva a realizar acciones como ocultar su embarazo para poder trabajar e incluso llamar a un guía religioso para saber si puede bañar al viejo, después de que se ha orinado en los pantalones, al implicar su desnudez. Cierto día las cosas se salen de control y un acto, mezcla de ignorancia y brutalidad por parte de Razieh, desquicia a Nader, quien expulsa violentamente a la mujer de su casa. Vendrá entonces una tragedia que involucrará a Hodjat con toda su furia contenida en contra de Nader, mientras Simin deberá acercarse de nuevo a su familia para solucionar el problema.

Una separación (Jodāi-ye Nāder az Simin, 2011) plantea entonces una segunda fractura: la que Asghar Farhadi plantea entre el Irán de los pobres y el de la clase media. Hodjat, en medio de su rabia, lo dice: «¡Ése se saldrá con la suya porque tiene más vocabulario que yo!» Y es verdad. Mientras el zapatero desempleado reacciona con golpes, insultos y amenazas a la autoridad, Nader mantiene una calma apoyada en su estatus social. Una separación muestra una sociedad iraní urbanizada en la cual la modernidad permite a las mujeres, por ejemplo, tener un trabajo, manejar un automóvil e incluso divorciarse. Pero ocurre sólo en cierto estrato. Hodjat y Razieh representan a esa sociedad sumida en el oscurantismo religioso, el machismo, la falta de oportunidades, la pobreza y el rencor social.

Secretos y mentiras son las bases sobre las cuales se relacionan los personajes de Una separación. Farhadi plantea una nueva fractura: la de la verdad y la mentira. Durante el juicio, un bando y otro se valen de su habilidad para manipular los hechos ocurridos con tal de salvar el pellejo. Nader con estilo; Hodjat siempre sabiéndose el perdedor desesperado. Es aquí donde la joven Termeh alcanza un protagonismo importante. En una secuencia clave, ella debe dar testimonio de la inocencia de su padre ante el juez. Ella, a quien siempre se la ha pedido decir la verdad y nada más que la verdad, se encuentra entre la espada y la pared. Poco antes, en una breve charla que ocurre en las frías escalinatas que llevan a los juzgados, Nader, su padre, le ha dicho que de pisar la cárcel su familia desaparecería por completo. Rompe el alma la imagen de Termeh, a bordo de un automóvil rumbo a casa, llorando desconsolada. Su actitud ante la ley la ha llevado a perder la inocencia, a romper para siempre sus nociones de verdad y mentira. Se ha separado (otra separación más) del cobijo del universo infantil para adentrarse en el ambiguo universo moral de los adultos que la rodean.

Al final de Una separación, Asghar Farhadi ha orquestado un retrato sin concesiones de una sociedad, la suya, resquebrajada sin remedio. Todos pierden en este laberinto de mentiras y verdades a medias. Al final, la familia que se unió de nuevo vuelve a separarse. Emocional, física y cinematográficamente hablando. Mientras Termeh, nuevamente ante la ley, debe decidir con quién vivir, Nader o Simin, finalmente divorciados, la puesta en escena los sitúa a ambos lados de un pasillo interminable, habitado por gente en el juzgado. La decisión de la jovencita no la conocerá el espectador. En manos de la generación de Termeh está la posible renovación moral de la nación iraní. ¿Rechazará las actitudes de sus padres o buscará nuevos caminos? La película deja abierta esta cuestión.

El éxito internacional de Una separación (premiada en Berlín y hasta en los Óscares) se fundamenta en la capacidad con la cual Asghar Farhadi asumió un drama de resonancias universales tan sobrio en su forma como emotivo en su fondo.

 

Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 2, otoño 2012, pp. 48-49) y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.


José Antonio Valdés Peña es jefe de la Redacción del área de Publicaciones y Medios y vocero del área de Programación de la Cineteca Nacional. Conduce la sección “Miradas al cine” del noticiero matutino de Canal Once e imparte clases en el Centro de Estudios en Ciencias de la Comunicación.