Un mirón en la sala: El cine y la mirad

Un mirón en la sala: El cine y la mirada

Por | 7 de abril de 2025

Sección: Crítica

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Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988).

¿En qué consiste ir al cine? Aunque de apariencia banal, esta pregunta insinúa hondos misterios. Y es que en la penumbra caliginosa del cine, como en la alegoría de Platón, un espectáculo de sombras y luces nos embelesa: desde el espacio seguro de la butaca asistimos a intrigas y conjuras, a asesinatos y tiroteos, a amores y venganzas. Desde esa misma butaca, además, como espectadores furtivos de confidencias, de pasiones y de la vida íntima de los personajes, los cinéfilos rezumamos las cualidades del mirón o del voyeur. Nuestro deleite consiste en mirar, mas sin ser vistos, es decir, en la intromisión. A esto se refirió François Truffaut cuando, en ese libro-entrevista que es El cine según Hitchcock, recordó la célebre consigna del maestro, en realidad una observación de Louis-Ferdinand Céline: «El mundo está dividido en dos tipos de personas: los exhibicionistas y los mirones».[1]

Es sabido que Alfred Hitchcock concedió suma importancia a la mirada y que su filmografía está poblada de innumerables mirones, de voyeurs empedernidos: pensemos en Norman Bates, por ejemplo, y en la célebre escena de Psicosis (Psycho, 1960) en que, a través de un minúsculo agujero en la pared, espía a Janet Leigh mientras se desviste. O en los sueños surrealistas de John Ballantyne en Cuéntame tu vida (Spellbound, 1945), aquel ojo desgarrado por unas tijeras. Pero, sobre todo, la mirada intrusiva cobra protagonismo en La ventana indiscreta (Rear Window, 1954), en donde Jeff, un fotógrafo recluido en su apartamento debido a una lesión, palia el aburrimiento mirando por la ventana. Empeñado en esclarecer un presunto crimen –macguffin que hilvana la historia–, Jeff husmea insaciablemente en la vida privada de sus vecinos, y sus ojos y su cámara nos dan entrada, así, a la cotidianidad de un variopinto elenco de personajes secundarios: el infatigable pianista, la solterona deprimida, los fogosos recién casados o Miss Torso, la flamante bailarina a quien vemos desvestirse o realizando ejercicios matutinos.

Como en Wakefield (1835), el cuento de Nathaniel Hawthorne en que un hombre abandona a su familia, alquila un apartamento a una cuadra de su casa y se queda allí, oteando a su esposa durante su ausencia a lo largo de veinte años, el tema central de la película de Hitchcock es el placer por mirar, primordialmente si el que mira no es visto o advertido. En este sentido, La ventana indiscreta es un ejemplo paradigmático, pues encierra la esencia del cine, homenajea un gesto universal: la pasión por la mirada y la intromisión del espectador. Dicho de otro modo: al ver una película los espectadores siempre somos Jeff de La ventana indiscreta, transformados súbitamente en testigos furtivos, encubiertos por el velo de la pantalla. Por lo general, los personajes ignoran nuestra presencia, de modo que en el cine nuestra mirada se coloca donde no debiera estar, como los ojos de Norman Bates ocultos tras el agujero en Psicosis. Desde allí atestiguamos la soledad de los personajes, las palabras dulces o agrias que se profieren, sus hondos secretos y sus intimidades. La «hipnosis cinematográfica», como escribe Roland Barthes en un breve pero sugerente ensayo titulado “Salir del cine”, consiste por ello en «estar dentro de la historia» pero también «en otra parte: como un fetichista escrupuloso, consciente, organizado»,[2] esto es, como Jeff frente a su ventana, como el mirón o el voyeur. El placer por mirar se funde, de esta manera, con el placer por saber, por conocerlo todo sobre los personajes y la trama.

la mirada en el cine

La ventana indiscreta (Rear Window, Alfred Hitchcock, 1954).

De hecho, así se ha entendido la pulsión de ver o el Schautrieb desde sus inicios. Desde que Sigmund Freud ligara el Schautrieb en sus Tres ensayos de teoría sexual (1905) al deseo de conocer, la epistemofilia, ambas pulsiones han sido pensadas como una sola, especialmente al devenir en dos perversiones harto conocidas: el voyerismo (Schaulust) y el exhibicionismo (Zeigelust). Y ambas han sido, quizás por ceder amplias posibilidades al morbo y a lo obsceno (inconfesables disfrutes de la masa), incansablemente exploradas por las artes: Marcel Duchamp capturó la mirada del mirón en su instalación La cascada (Étant donnés, 1966), diseñada a partir de una puerta y dos mirillas que ofrecen, al acercar los ojos tácitamente, la vista de una mujer desnuda, repantigada sobre un lecho de ramas, y el escritor Alberto Moravia tematizó la mirada gozosa en su novela, de lacónico título, El hombre que mira (1985). Asimismo, los cuadros de Edward Hopper, sus personajes ensimismados y meditabundos, sus escenarios untados en la soledad, insuflan en el observador el deleite por la mirada, convirtiéndolo en un mirón inadvertido. Night Windows (1928), por ejemplo, comprende tres ventanucos que, en la noche tal vez neoyorkina, dejan entrever el interior de una alcoba: bañados en una luz cálida, un pequeño camastro, una cortina ondeando al viento y una mujer acuclillada, envuelta en una toalla o en un vestido corto, y el resto de la escena huérfana de interpretación, es decir, a merced de nuestra capacidad de fabulación y de nuestro deseo, ése que vampiriza nuestra mirada, por saber qué sucede, quién es esa mujer.

la mirada en el cine

Night Windows (Edward Hopper, 1928).

En el cine, a menudo la mirada se muestra abiertamente subjetiva, lo que incita a hablar, como suele ocurrir, de la “mirada del cineasta”, o de una mirada tal vez masculina o femenina. Más aún, habitualmente tenemos la impresión de ver una película a través de los ojos de uno de los personajes, el equivalente del narrador en las bellas letras. En dichas ocasiones nuestra propia mirada se funde con la de los personajes, mientras que en otras, desde fuera, los vemos mirar.

Me viene en mente una escena de Pajarico (1997), película de Carlos Saura que nos arrastra al verano en que un joven se va a vivir a Murcia con sus tíos, dueños de una pastelería. Una mañana, su prima Fuensanta le confiesa al joven: «Te voy a enseñar mi secreto» y lo guía hasta el sótano de la pastelería, en donde, ocultos tras estantes de ingredientes y confituras, cacharros e inmensos sacos de harina, ambos párvulos espían a un familiar que, allí mismo, envuelto en una bruma de harina y levadura, consuma un adulterio con el mozo de la empresa. Lo esencial de la escena es la revelación del adulterio a través de los ojos cándidos e ingenuos de ambos niños. Como espectadores, miramos la escena desde su mismo escondrijo: somos nosotros, pues, mirones como ellos.

En cambio, en El año de las luces (1986), de Fernando Trueba, el protagonista, Manolo, espía por las noches subrepticiamente desde su cama a su cuidadora de la Sección Femenina mientras se desviste, obnubilado por las sombras del cuerpo desnudo de la joven a través del biombo que los separa. Por así decir, en esta ocasión somos más bien testigos de su voyerismo, no tanto partícipes.

En todo caso, la mirada con que vemos una película o con que los personajes miran su realidad entraña siempre una dimensión personalísima y única y, en rigor, la realidad de las cosas puede diferir dependiendo de quién las mira, de quién las cuenta. Por esta razón, el hechizo del cine consiste en albergar infinitud de miradas, en permitirnos ver privilegiadamente, por medio de la identificación, el mundo desde los ojos de un príncipe o de una criada, de un pistolero o de un apache, de un aristócrata decimonónico o de un espía soviético, personajes ajenos a nuestra condición que nos desatan de esa mirada nuestra que nos limita, que cincela y cerca nuestra realidad.

De ahí que el cine sea, como reza el título de los ensayos cinéfilos de Javier Marías, el lugar donde todo ha sucedido, es decir, donde convergen o tropiezan las diversas miradas sobre la realidad. Como en Rashōmon (1950), de Akira Kurosawa, donde varios personajes presentan relatos distintos y discordantes de un mismo y sangriento crimen, sin lograr esclarecer lo sucedido, la realidad se desvela fragmentada e incompleta, laberíntica e inaprensible. La verdad de la condición humana se asemeja, como en los viejos palimpsestos, a una eterna reescritura, a una sinfonía de miradas y relatos dispares. Por ello, al contar una historia a través de los ojos de uno o de varios personajes, reivindicando el testimonio y el punto de vista, cada película rinde tributo a esta compleja y segmentada verdad de las cosas.

En la película Yi Yi (2000), de Edward Yang, el hijo del protagonista comparte esta misma inquietud en torno a la mirada y la subjetividad, si bien desde la ingenuidad infantil. En una escena, al subirse al coche, el niño le pregunta inquisitivamente al padre: «Papá, no puedo ver lo que tú ves, y tú no puedes ver lo que yo veo. ¿Cómo puedo saber qué es lo que ves? (…) Papá, ¿sólo podemos saber la mitad de la verdad?». Y el padre, dubitativo, responde: «Por eso necesitamos la cámara», y le regala una pequeña cámara fotográfica. Con ella el hijo tomará a lo largo de la película fotografías de la espalda y nuca de los personajes. Finalmente, en las postrimerías del film, entregará dichas fotografías a uno de los retratados arguyendo que «No puedes verte [la espalda] tú mismo, así que te ayudo». La resonancia de esta frase es inmensa, pues invoca un vasto y siniestro logro del cine: el de mirar no sólo la realidad o el mundo desde distintos ángulos, sino desde ellos mirarnos a nosotros mismos. Con esta frase final, el cineasta pone de manifiesto la función del cine como espejo de lo que somos. Ciertamente, ese «espejo de la pantalla», como lo llama Barthes en su ensayo, nos ayuda, en su sentido más metafórico, a vernos la espalda.

Lo cierto es que los espejos han tenido considerable protagonismo a lo largo de la historia del cine, como si en ellos se escondiera siniestramente su mismísima esencia: desde aquella Myrtle que se debate con los espejos de su camerino en Noche de estreno (Opening Night, John  Cassavetes, 1977) al reflejo de Marlon Brando en Reflejos de un ojo dorado (Reflections in a Golden Eye, John Huston, 1967); desde la persecución en el palacio de espejos de La dama de Shanghái (The Lady from Shanghai, Orson Wells, 1947) al homenaje de Woody Allen y su tiroteo entre espejos en Misterioso asesinato en Manhattan (Manhattan Murder Mystery, 1993), también homenaje a La ventana indiscreta, pues una sospecha de asesinato sostiene la trama; o desde el espejo de mano que expone la vejez del Profesor en Fresas salvajes (Smultronstället, Igmar Bergman, 1957) a la célebre, ya clásica escena de Robert de Niro ensayando frente al espejo sus técnicas marciales y de tiro en Taxi Driver (Martin Scorsese y Paul Schrader, 1976).

la mirada en el cine

Noche de estreno (Opening Night, John  Cassavetes, 1977).

Existen innumerables ejemplos más, pero el planteamiento es el mismo: en todas estas películas el espejo marca un espacio pantanoso y limítrofe entre la realidad y la apariencia, y construye, especialmente en el film noir, una atmósfera ambigua y de suspense, en donde nada es lo que parece. Sin embargo, antes bien la función del espejo consiste en interrogar a los personajes, en inquirir, tan solo con reflejarla, en su fachada o máscara y, con ello, en la verdadera naturaleza de sus motivos y propósitos, de tal modo que, al identificarnos con los personajes, el espejo también nos interrogue a nosotros mismos.

Al igual que la cámara, que es capaz de mostrarnos nuestra espalda (aquello que no alcanzaríamos a ver con nuestros propios ojos, sin ayudas ni artefactos), el espejo arroja nuestro propio reflejo, esto es, cómo los demás nos ven, la mirada del Otro (siempre un enigma indescifrable) o destapa, tal como lo expresó Jorge Luis Borges,

el verdadero rostro de mi alma
lastimada de sombras y de culpas
el que Dios ve y acaso ven los hombres.[3]

Al trasluz de esto debemos entender aquella frase de Antonio Machado recogida en el primero de sus Proverbios y cantares:

El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.[4]

Digámoslo así: el “espejo de la pantalla” consigue mostrar de cada cual aquello que no podría ver por sí mismo (su espalda, su reflejo); el triunfo del cine es por tanto modesto y sutil: tan solo con reflejarla, revela nuestra condición. Por así decir, en el cine, como frente al espejo, somos vistos.

Así pues, el deleite por la mirada que nos convierte en mirones o en voyeurs en la sala de cine, entenebrecidos por una penumbra semejante al acto de cerrar los ojos al acostarnos, ha de entenderse también como el deleite por conocerlo todo sobre los demás, por descubrir los secretos y las argucias de los personajes, su pasado y sus deseos y, a la postre, a través del subterfugio de la ficción, por descubrirnos a nosotros mismos. Frente al «espejo de la pantalla» asistimos con cada película el reflejo de lo que seríamos en una plétora de tesituras distintas que, en conjunto, reflejaran aquello que realmente somos. La cámara, por tanto, nos asiste, completa y desnuda, y ayuda o fuerza a nuestra mirada a ver aquello que se le escapa, a vernos la espalda. La sucesión de imágenes en la pantalla no es, por ende, tan solo algo que vemos, sino antes bien el «ojo que te ve», que diría Machado: es, por ejemplo, un personaje en la pantalla interrogándose frente al espejo o devolviéndonos la mirada, es ese momento terminante en que, de súbito, como espectador me involucro en la trama al tiempo que me observo desde fuera, o dicho en trabalenguas: me veo verme. Y qué embeleso entonces el del cine-espejo: como a Narciso, la superficie de la película nos llama, nos seduce, nos tienta peligrosamente a zambullirnos en ella.


Pablo Fernández Curbelo estudia Literatura Comparada y Filosofía en la Universidad de Viena. Ha colaborado en las revistas Latin American Literature TodayCódigoCine y Filosofía&Co.


[1] François Truffaut, El cine según Hitchcock, Alianza Editorial, Madrid, 1974, p. 21.

[2] Roland Barthes, Lo obvio y lo obtuso: Imágenes, gestos, voces, Paidós, Barcelona, 1986, p. 350.

[3] Jorge Luis Borges, “El espejo”, en Historia de la noche, Lumen, Barcelona, 2024.

[4] Antonio Machado, «Proverbios y Cantares: I”, en Nuevas canciones, Editorial Mundo Latino, Madrid, 1924.