Pedro Silveira trabaja con números y escribe, en su mayoría cuentos, en su tiempo libre.
Un hombre irracional
Por Pedro Silveira | 7 de abril de 2016
Sección: Crítica
Directores: Woody Allen
Temas: AsesinatoIrrational ManThomas de QuinceyUn hombre irracionalWoody Allen
¿Cuántos de ustedes se han hallado a sí mismos fantaseando con un asesinato? Me refiero no solamente a un pensamiento vago y aleatorio sino a una verdadera divagación a la que se le dedique más de un instante. Toda mente curiosa se ha dado a la tarea de enlistar con cuidado los pasos a seguir por quien lo ejecuta para garantizar nunca ser descubierto. Créanme, no es motivo de vergüenza; no hay por qué temer: haberse identificado con alguno de los casos anteriores no los categoriza como asesinos potenciales.
No voy a mentir: nuestra gente vive tiempos difíciles. La pugna exhaustiva por conseguir justicia social y el éxito viral de las redes sociales nos han condenado al ostracismo. Nuestro arte ha sido rebajado a lo repugnante y lo bestial. Al abrir un periódico lo único que encontramos son bombardeos insensatos y terrorismo. La tecnología, antes nuestra mejor aliada, ahora resulta un obstáculo más. El control y la vigilancia se ejercen con mayor rigor que nunca. Lo que quiero decirles es que, debido a que esta antigua rama del arte atraviesa por su período más gris, nosotros, sus admiradores y críticos, nos hemos visto en la necesidad de migrar nuestros esfuerzos hacia sus hermanas, que con tanta fidelidad le representan.
El intento más inmediato de dicha representación es, considero, la película Un hombre irracional (Irrational Man, 2016) de Woody Allen (Nueva York, 1935). Al principio creí encontrar suficientes similitudes entre ella y aquel enorme texto de Thomas De Quincey titulado Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes (1827) como para afirmar que Allen extrapoló el argumento entero y lo envolvió en una trama que terminó desentendiéndose de la estética tratada.
La historia avanzó hasta llegar a un punto de no retorno muy arbitrario. A partir de ahí, Allen urde un asesinato que me mantuvo pensando el tiempo restante en qué pudo haber hecho de forma distinta para poder elevarlo a la gloria de la perfección.
Fue esto último lo que me hizo abrir los ojos ante lo evidente: el director ha intentado cometer más de una vez una obra maestra del asesinato. ¿Quién mejor para alcanzar ese nivel que alguien familiarizado con la composición estética detrás del acto de matar? Nada me permite aseverar que Woody Allen es, como yo, un observador desinteresado de estos actos, y bajo ningún motivo me atrevería a pensar que forma parte de una sociedad similar. Lo que sí puedo decir con certeza es que, ante la complejidad de sus esfuerzos anteriores (Match Point, Misterioso asesinato en Manhattan, Sombras y niebla, etc.), esta vez lo finiquita de manera sutil y simplona, pero, sobre todo, acierta parcialmente en tres aspectos. Primero, porque logra, de forma sintética, que el asesinato, y en particular la agitación que le sigue, centren la simpatía en el asesino «…into this hell we are here to look»,¹ tal y como lo sugirió De Quincey. En la historia la víctima queda en el olvido; mientras tanto, todos en el pueblo se preguntan por el autor del crimen, sus motivos son una incógnita. Teorías se elaboran en los bares y se discuten durante la cena. Sin embargo, lo que siempre se observa por encima es la relación de Abe (Joaquin Phoenix) y Jill (Emma Stone).
El segundo es el respeto al principio kantiano del imperativo categórico que se mantiene hasta que Abe Lucas rompe con él y, aferrado a su reencuentro con la vida, decide empezar a disponer de la gente como un medio para escapar de lo que hubiese sido su forzoso destino. Quien mata una vez, seguramente lo intenta de nuevo.²
Pero es el tercer aspecto del cual realmente se desprende toda la estética de la situación. No se trata de un asesinato ejecutado por una mente inmisericorde, por un ladrón mezquino o por la ciega pasión de una venganza, para Abe Lucas, matar en ese momento fue como aplastar a una cucaracha que camina por la cocina. El impulso obró en él de forma tan brutal que abandonó el desorden que reinaba en su vida: pasó de ser el borracho que jugó a la ruleta rusa en la fiesta de uno de sus alumnos a ser el investigador metódico que siguió a un juez hasta memorizar su rutina diaria. No teme la luz de la mañana ni el enfrentamiento. Puede hablar y escuchar del suceso como si se tratase de algo completamente ajeno a él sin recurrir al cinismo o entregarse a la debilidad. Y la cereza del pastel, el broche de oro, es el final de su relación con Jill. El triste azar interviene: forja el destino de una estrella que soñó con fulgurar junto a las otras grandes constelaciones del asesinato pero terminó como una futilidad más.
Nadie, desde el brillante Del asesinato… de De Quincey, ha vuelto a entregar al ojo del público una obra que devele la estética del asesinato en toda su diversidad sin convertirse en una apología del crimen, en un inmenso lugar común o en una banalidad tortuosa y risible. ¿Por qué, después de haber recorrido tanto terreno, decidiría Allen desvincularse de su trabajo en la materia? Cualquiera que sea la razón me parecerá sospechosa.
¹ Thomas De Quincey, “On the knocking at the gate in Macbeth” en The London Magazine, Londres, 1823.
² Hay un guiño a la escena del elevador en Misterioso asesinato en Manhattan (Manhattan Murder Mystery, 1993). Todo sale mal cuando un asesinato conduce al área de elevadores.
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