Tres anuncios por un crimen

Tres anuncios por un crimen

Por | 25 de enero de 2018

Han pasado siete meses desde la muerte de una adolescente que fue violada y asesinada. El caso se ha enfriado y la carpeta de investigación acumula el polvo que cae del techo de la oficina de la policía que averigua el hecho. No hay resultados. Y, peor aun, el crimen está enterrado como muchos otros. Ante este tipo de estancamiento, lo natural es que emerja el enojo. ¿Acaso no es la rabia el sinónimo de inconformidad y protesta ante una situación como la que se presenta en estas primeras líneas? Debe serlo.

Por eso Mildred Hayes detiene su auto frente a tres viejas y destartaladas vallas publicitarias para poco después colocar en cada una de ellas frases que evidencian la impotencia por la muerte de su hija Angela. La oración más fúrica al tiempo que la más desesperanzadora («Violada mientras moría») viene acompañada por otras dos que denuncian la ineficacia policiaca: «¿Y todavía no hay ningún arresto?», «¿Por qué, jefe Willoughby?» Esos son los tres anuncios colocados a las afueras de Ebbing, Misuri, en un camino por el que ya nadie pasa porque quedó casi en desuso desde que existe una autopista.

La cólera de Mildred, madre divorciada que trabaja en una tienda de regalos, es el motor de Tres anuncios por un crimen (Three Billboards outside Ebbing, Missouri, 2017), tercer largometraje de Martin McDonagh (Londres, 1970). Pero no es un dolor melodramático, sino que se presenta bajo otra forma: el humor negro. Para el realizador y guionista de Escondidos en Brujas (In Bruges, 2008) y Siete psicópatas (Seven Psychopaths, 2012) es un territorio ya conocido. La burla adquiere un significado parecido al sarcasmo de los hermanos Coen, trasladado a la pantalla por la contenida pero intimidante interpretación de Frances McDormand.

El inexistente pueblo de Ebbing es el epicentro de una serie de personajes que emergen en la cultura moribunda del sur de los Estados Unidos. Entre éstos se encuentra el alguacil William Willoughby, quien quizá toma conciencia de la fallida investigación sobre la muerte de Angela, ocurrida hace menos de un año. También se halla Red Welby, joven empresario que no tiene ni idea de cómo manejar un negocio. Están los oficiales de policía con el hastío propio de su trabajo y hasta un militar que se vanagloria de sus crímenes sexuales. Pero hay alguien más: Jason Dixon, el oficial leal que respalda el trabajo del alguacil. Encarnado por Sam Rockwell, este hombre racista y explosivo que parece no confiar en que la vida le tenga reservado algo mejor, podría representar la idiosincrasia de la sociedad estadounidense, enfocada en cerrar las puertas ante el sentir de una madre que ha perdido a su hija adolescente.

No obstante la presencia de otros personajes –el hijo y el exesposo de Mildred o la madre de Dixon– que conforman el crisol de la cinta, son Dixon y Mildred los que traducen la rabia que invade nuestros tiempos. Él es un hijo de madre intolerante y ultraconservadora. Ella es una mujer que ha perdido todo. Él es un oficial aparentemente nefasto. Ella es un estandarte de lucha. Son las dos caras de un coraje que deja a lado cualquier tipo de ley para mostrar la ferocidad como símbolo de disidencia. Si esto suena idealista, es porque el guión de MacDonagh se pinta como un examen ideológico, no exento de sarcasmo, que halla su raíz en la ironía de lo cotidiano, en el minimalismo de un Medio Oeste atemporal, en el absurdo de las palabras y en la relación que se establece entre los diferentes personajes de ese recóndito pueblo de Misuri. A partir de diálogos ágiles y varios giros de tuerca, el director ofrece el mosaico de emociones que, tal como el cáncer que invade al alguacil Willoughby, permea en la sociedad.

Pese a este cuadro de seres que avistamos durante el metraje, Mildred Hayes es quien se impone. La expresividad silenciosa de los ojos de Frances McDormand, la acidez de sus diálogos y la sugerencia de un sufrimiento que prefiere evidenciar en esas viejas vallas de publicidad es la fuerza motora del filme. Es un enojo silencioso y contenido, traducido en la sobriedad y la apacible personalidad de una mujer que, eso sí, no deja exenta la posibilidad de repartir patadas en los genitales o taladrar el dedo gordo de su dentista.

Si bien la agresión se presenta como algo inútil pero todavía arraigado en la sociedad estadounidense, la ira que permea en Tres anuncios por un crimen adquiere cierto carácter de virtud al encontrar su fundamento en la construcción ideológica de un pueblo al parecer enfurecido no tanto por la nula resolución del crimen sexual hacia la hija de Mildred como por las consecuencias de estos tres anuncios que evidencian lo que se quiere seguir negando: el anquilosamiento del corrompido acuerdo político y social –representado, supuestamente, por la ley y el orden– que sigue vigente en nuestros tiempos.


Edgar Aldape Morales es asistente editorial en la Cineteca Nacional.