Sobre los subtítulos

Sobre los subtítulos

Por | 9 de agosto de 2017

Paterson (Jim Jarmusch, 2017)

Los títulos de exhibición de las películas en español son, en su mayoría, un muy mal chiste: traducciones acartonadas o refritos de fórmulas que alguien cree que venderán –tal vez es cierto y soltar palabras como “pasión”, “aventuras”, o “inesperado” tiene un impacto favorable en la taquilla–. Y aquí sólo empieza el problema de la traducción: aunque en muchas ocasiones sea nuestra única alternativa para poder tener acceso a una obra, al final permanece la sensación de que hay algo que se ha quedado en el proceso.

Dejando de lado el tema del doblaje –aunque en tiempos de Netflix parece estar recuperando fuerza–, por ahora detengámonos sólo en los subtítulos. Sin irnos demasiado lejos y por poner un ejemplo para contextualizar, hace apenas un par de años, sólo el 5% de la población mexicana hablaba inglés, la lengua internacional inevitable. Es decir que, para que la mayoría del público mexicano tenga acceso a las producciones de países con lenguas distintas a la nuestra, hay que recurrir a los subtítulos –cosa a la que estamos bastante acostumbrados–: en gran medida, a ellos les debemos que nuestro universo fílmico pueda expandirse.

Pensando en un público con plenas facultades auditivas, al ver una película subtitulada logramos una especie de síntesis que combina la traducción que leemos con la inflexión de la voz –suponiendo que los subtítulos estén bien coordinados– y los gestos o actitudes que vemos en pantalla: el verbocentrismo del cine se complejiza. Hablar de voz y de palabra no es lo mismo, dice Michel Chion: «…del acto de la palabra no se suelen retener más que los significados que éste transmite, olvidándose esta modalidad: la voz».[1] Estamos frente a una serie de desplazamientos: de la palabra escrita en un guión a una interpretación actoral plasmada en sonido e imagen –en caso de que el personaje que enuncia esté dentro del cuadro–, de esta interpretación a una traducción que pretende desdibujarse para obstruir en la menor medida la experiencia del espectador. El diálogo no sólo consiste en lo que se está diciendo concretamente y esas palabras que invaden la pantalla ponen en evidencia todo un universo al que no podemos asomarnos libres de sesgos.

Por sencillo que sea aquello que se dice, siempre engloba un contexto, formas de relación, detalles de los personajes e intenciones que sólo podemos aspirar a comprender estando plenamente familiarizados con la lengua en cuestión. La experiencia se vuelve incluso más frustrante cuando descubrimos que una película explora la riqueza del lenguaje con mayor profundidad empleando juegos fonéticos, sutilezas intraducibles, términos coloquiales o poesía. «Traducir un poema es como meterse a bañar con un impermeable», dice en inglés un personaje japonés hacia el final de Paterson (Jim Jarmusch, 2017), frase especialmente paradójica cuando todos los poemas del protagonista están tanto transcritos como subtitulados.

Éste es un problema sin solución y también una razón para reconocer el poder de ese cine que resuena en públicos alrededor del mundo a pesar de tener acceso a una versión mermada. Pienso en lo deslumbrante de cintas como Kaili Blues: Canción del recuerdo (Lu bian ye can, Bi Gan, 2015) –o, para esos fines, cualquiera de Andréi Tarkovski–: ¿cómo será la experiencia para quien pueda comprender los poemas tal como fueron escritos y recitados? Yéndonos más allá, ¿cómo será para quien esté familiarizado con la geografía, las costumbres, los símbolos, las figuras empleadas? Un espectador interesado puede investigar y aproximarse un poco, pero al final sólo quedan la curiosidad y una inminente resignación.

Y esto sucede en muchos niveles, ya sea que nos estemos perdiendo parte de la gracia de un chistorete de Iron Man; que el título de Perdidos en Tokio (Lost in Translation, Sofia Coppola, 2003) se haya, tal cual, perdido en la traducción; o que desaparezca el juego de palabras de la niña de Paterson cuando recita su poema “Water Falls” y se subtitula como “Agua cae”, la inmediatez de la imagen en movimiento nos confronta de manera paradójica con la imposibilidad de tener un acceso pleno. La pantalla es índice de otras realidades que se nos escapan. El idioma es sólo el inicio y el problema de la traducción rebasa al cine; al final, estas barreras nos recuerdan que siempre habrá algo que está más allá y que aprehender una obra en su totalidad no es más que una ilusión. No podemos sino intentar acercarnos lo más posible y asumir que sólo conocemos fragmentos de esas otras realidades.


[1] Michel Chion, La voz en el cine, Cátedra, Madrid, 2004, p 14.


Ana Laura Pérez Flores es licenciada en Comunicación Social por la UAM-X y coordinadora editorial de Icónica.  @ay_ana_laura