Paz para nosotros en nuestros sueños

Paz para nosotros en nuestros sueños

Por | 11 de agosto de 2016

El mundo, aunque inmenso, esconde cierta fragilidad, y es quizá este hecho el que organiza todo el cine de Šarūnas Bartas (Šiauliai, Lituania, 1964). Por un lado nos muestra rostros que siempre ven más allá de sí mismos, y por otro paisajes al borde de la inmovilidad, como si hubieran estado ahí mucho tiempo antes de ser filmados. Estos dos elementos responden a una indeterminación: ¿la fragilidad que contemplamos corresponde al mundo o a nuestra mirada?

Paz para nosotros en nuestros sueños (Ramybė mūsų sapnuose, 2015), nos presenta a un hombre que junto a su hija adolescente y su actual pareja, va a una casa de campo a pasar el fin de semana. Lo que pareciera ser un respiro, se convierte en confrontación, incomunicación y reflexión. Los personajes buscarán en los otros una orientación, pero la singularidad de sus experiencias, aquello que nadie más vive, los mantendrá en una soledad infranqueable.

La incomunicación, en forma de silencio, permea toda la película. Apenas anochece se iluminan las palabras, y sólo confirman lo que el silencio ya nos había contado. En algún momento, en una conversación más cercana a una confesión, la hija pide al padre respuestas; «Nos pasamos toda la vida intentando descubrir qué es real y qué no», arguye él. La vigilia, los sonidos, los miedos, las pausas, los gestos, los sutiles movimientos, de eso están hechas las personas y, como un espejo que muestra todo lo que no contiene, se mantienen en vida a través de sus deseos. Son estos los que desenvuelven la espera de algo que no está pero que en algún momento puede surgir. De ahí que el movimiento del filme no esté en su materialidad, en lo que se muestra, sino en lo que queda oculto, en aquella levedad de las cosas que no son pero pueden ser, y que, en tanto no ocurren, son inefables.

A partir de ello se instaura una política del rostro, aquello que permanece ante lo ausente y se posa en la mirada. Las caras, como memoriales, muestran todo lo que cabe en un gesto de contemplación. A diferencia de un cine más hegemónico que retrata los rostros como dato seguro e información del yo, aquí el rostro es ritmo y vestigio. El rostro y el paisaje se miran y se confunden; las miradas abisman los cuerpos, los llevan al lugar anhelado que no se encuentra en el mundo. Y en ese laberinto visual emerge la violencia al menor roce. Para muestra, el rifle que roba el niño, hijo de unos habitantes del pueblo, y con cuya mira apunta constantemente a las distintas presencias del lugar. ¿Acaso puede una mirada matar?

El tema del trabajo y la productividad permanecen fuera de campo para dar paso a la ambigüedad del quehacer. Esta poética de la inutilidad, a ratos liberadora, a ratos densa, deja a los personajes consigo mismos, confrontados a los más amplios espacios de la contemplación y del habitar: práctica sencilla que no se instruye, pues, en general, la comunicación en nuestra sociedad funciona sólo para organizar la producción y pocas veces para entender la experiencia. Esta falta nos orilla a una posición indefensa ante el estado del mundo, que con quietud muestra su indiferencia a los perpetuos monólogos dispuestos a reaccionar al primer estímulo. Lo que parece inofensivo yace como la condena de los seres humanos.

Al final, una serie de sucesos violentos son consumados, y de su reverberación nace el viento que recorre como fantasma el mundo, el que fue, el que es y el que será, o quizá, el que nunca ha sido. Quedan sólo los sueños.


Rafael Guilhem estudia Antropología Social en la Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa. Obtuvo mención honorífica en el VI Concurso de Crítica Cinematográfica Alfonso Reyes «Fósforo», en el marco del Festival Internacional de Cine UNAM 2016.