Rostros y lugares
Por Gustavo E. Ramírez Carrasco | 23 de marzo de 2018
En 2009, otro veterano francés, el documentalista, fotógrafo pionero de agencias como Magnum y exponente del cine directo Raymond Depardon, ya había emprendido un viaje similar por algunos pueblitos de su país. Llevó una aparatosa cámara de gran formato y retrató personas y construcciones mientras viajaba en una camioneta. La modesta travesía dio origen a Diario de Francia (Journal de France, 2009), que Depardon firmó junto a su esposa, Claudine Nougaret, y lo que entonces inició como un vistazo más o menos nostálgico a la provincia de Francia, terminó como una afectuosa reflexión en torno al tiempo, la memoria, los lazos afectivos y, sobre todo, la imagen documental.
El cine de no ficción de la entrañable directora Agnès Varda –bien conocida entre otras cosas por clasicazos como Cléo de 5 a 7 (Cléo de 5 à 7, 1961, ficción), La felicidad (Le bonheur, 1965, ficción) y Los cosechadores y yo (Les glaneurs et la glaneuse, 2000, documental)– no comparte, quizá, demasiados elementos con la obra de Raymond Depardon. Al encuentro frontal y esencialmente naturalista y observacional de aquél con la realidad, se opone la particular poética de ella: un cine como zurcido a mano, de límites genéricos poco claros, y cuya audacia conceptual y narrativa es probablemente sólo comparable a la de sus contemporáneos (y por cierto, buenos amigos) Jean-Luc Godard y Chris Marker. Y sin embargo, pese a las diferencias de estilos, intereses estéticos y hasta políticos, el Depardon y la Varda de esta segunda década del siglo XXI pueden encontrar en la nostalgia y la remembranza –acaso inaplazables pruebas de la paulatina partida de una generación que lo rompió absolutamente todo– un territorio en común.
Rostros y lugares (Visages villages, 2017), la más reciente película de la increíble abuelita de cabello bicolor que desde hace casi una década es Agnès Varda (Ixelles, Bélgica, 1928), no es –como un poco sí lo es Diario de Francia– una inmersión en los materiales de archivo, y tampoco se adentra del todo en la revisión de un diario personal; pero al igual que la película de Depardon, y con asombrosas similitudes, sí parte de una Francia rural desde la cual se va exponiendo a la memoria. También es producto de una codirección, pero en vez de –como Diario de Francia– estar dirigida por dos veteranos, Rostros está realizada junto a un artista joven: el fotógrafo JR (París, 1983), un tipo de 33 años ya muy famoso por las intervenciones públicas que ha hecho tapizando edificios franceses con efímeras fotos gigantes.
JR es afable, y su mancuerna con la viejita Varda parece estar a medio camino entre la camaradería y la relación abuela-nieto. Como Godard –con quien la directora frecuentemente gusta compararlo– usa sombrerito y unos lentes oscuros que no se quita para nada. Ambos viajan por la provincia de Francia en un camión revestido con la enorme imagen de una cámara Leica, en el que imprimen las fotos de cosas, animales y personas para que luego el equipo de JR las pegue sobre las casas, los graneros y hasta las ruinas de viejas construcciones. Es un ejercicio estético tan divertido como impresionante, y la mirada lúdica de Agnès Varda sobre ese ya de por sí lúdico ejercicio convierte al documental en una de las mejores piezas sobre arte contemporáneo que se hayan visto últimamente –y no porque haya contado con el apoyo de institutos como el MoMA de Nueva York para su producción. Así, desfilan las imágenes gigantes de una solitaria mujer, pegada sobre la fachada de una casa que ha de ser muy pronto derrumbada en una villa de mineros; la foto de una cabra con cuernos sobre un muro de un pueblo ganadero; o las imágenes de peces de supermercado adheridas a un enorme contenedor de agua.
En la filmografía de Agnès Varda, Rostros y lugares sucede al querido documental de 2008 Las playas de Agnès (Les plages d’Agnès), una película que revisitaba la vida de la directora en la máxima expresión del punto de vista juguetón que ha caracterizado a su obra desde finales de los años 50; pero la cinta hecha junto a JR –a propósito, nominada al Óscar a mejor documental y derrotada por una película más bien intrascendente producida por Netflix, Ícaro (Icarus, Bryan Fogel, 2017)– no es para nada una secuela de aquella. Comparte, sí, la nostalgia y la experimentación casi infantil, la reflexión en primera persona y el registro de lazos fraternales e intergeneracionales, pero en cambio no emprende esencialmente un viaje al interior de sí, sino que vuelve a lo que, en mi opinión, mejor ha hecho la cineasta a lo largo tantos años y lugares recorridos: explorar los universos de las personas a partir del amor a los detalles. A sus 90 años, el cine de Agnès Varda sigue siendo el más bonito del mundo.
Gustavo E. Ramírez Carrasco es editor en el Departamento de Publicaciones y Medios de la Cineteca Nacional. Contribuyó con un estudio sobre la obra de Pedro González Rubio al libro Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Documental (2014). @gustavorami_
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