Seis documentos de guerra y una pregunta sobre la representación del conflicto
Por Pablo Martínez Zárate | 18 de julio de 2017
Sección: Ensayo
Temas: Cine documentalCine y guerraLa guerra en el cineRepresentaciones de la guerra
Imágenes del mundo y epígrafe de la guerra (Bilder der Welt und Inschrift des Krieges, Harun Farocki, 1988)
Narrar la guerra supone un toque de gracia y buena fortuna: para narrar la guerra hay que sobrevivir la destrucción. En su condición de experiencia extrema, donde el ser humano se enfrenta al poder destructivo de sí mismo, la guerra despierta en nosotros cierta fascinación incontrolable. A todo sobreviviente de la guerra se le escucha y los documentos de guerra son siempre de interés, aun los que no son narrados por sobrevivientes. En estas notas exploro las funciones de la representación del conflicto bélico en las sociedades humanas a partir de algunos de sus soportes documentales, con la intención de reflexionar sobre la actualidad de la documentación de la guerra y preguntar si estamos o no ante un giro en su percepción.
I.
Apenas pasado el grito, la primera narración de la guerra fue oral. Las historias de guerra sobrevivieron de boca en boca por siglos. Los cronistas de las guerras daban fe de los acontecimientos y brindaban a las comunidades la fortaleza para enfrentar otras batallas. Eran portadores de las hazañas de los grandes héroes caídos, lo que ayudaba al fortalecimiento de la identidad de comunidades y grupos en el poder.
En la fundación de la historia y la literatura occidentales, ubicamos la relevancia de la palabra en relación con la narración de la guerra, en particular, y la narración de la historia de las civilizaciones, en general. Esta tradición literaria ha adoptado distintos rostros a lo largo de los milenios. Las grandes épicas de la literatura clásica como son la Iliada y la Odisea, los tratados históricos de hombres como Heródoto y Tucídides, hasta llegar a los narradores modernos como Ernest Hemingway o Ryszard Kapuściński, por las mismas características del soporte, son siempre narraciones diferidas: nacen ya pasada la batalla. Los historiadores y poetas perpetúan órdenes de poder a partir de la narración de la victoria; lo mismo pasa con el teatro, salvo por el intento de quienes están en escena para encarnar lo imposible —el enfrentamiento con la muerte.
II.
Casi tan anciana como la voz, la pintura (sobre piedra, sobre papel, sobre pantalla) ha sido un acompañante fiel de la narración de la guerra a lo largo de la historia de la humanidad. Desde los frescos alejandrinos hasta las pinturas románticas del siglo XVIII y XIX, o la renovación del retrato bélico durante el siglo XX, la pintura ha regresado una y otra vez sobre la ilustración del conflicto. Lo anterior responde a la misma razón por la que palabra y conflicto han caminado de la mano —esto es, la necesidad de los regímenes de poder a contar las victorias. No sorprende, entonces, que un fresco alejandrino o una vasija helenista conserven similitudes en este ámbito con óleos como La rendición de Breda (1634-35) de Diego Velázquez, La muerte del General Wolfe (1770) de Benjamin West o La revuelta del Cairo (1810) de Anne-Louis Girodet.
Esta idealización de la guerra tiene su contraparte crítica, que por supuesto también ha estado presente en la palabra. En la pintura, las Consecuencias de la guerra (1638-39), de Peter Paul Rubens, Los fusilamientos del 3 de mayo (1814) de Francisco Goya, o las series de la guerra de Käthe Kollwitz (1923) u Otto Dix (1924), son ejemplos de tres épocas que presentan versiones distintas a la celebración pictórica que cuestiona el conflicto, al presentar estragos de la destrucción como la desolación y el dolor.
Tanto en la literatura como en la pintura, la narración de la guerra es una narración desde la nostalgia: nostalgia celebratoria o nostalgia crítica, pero nostalgia después de todo —búsqueda por el origen de esa destrucción. Estas estampas se presentan como vistas desfasadas de un hecho que, hasta la llegada de la fotografía, parecía irretratable.
Consecuencias de la guerra (Peter Paul Rubens, 1638-39)
III.
Las primeras fotografías de guerra son documentos alucinantes. Su condición de producción (cámaras lentas, películas poco luminosas), dota a las escenas de un halo fantasmagórico que, al aplicarse a escenarios de conflicto, resalta la ya mencionada impenetrabilidad de la destrucción. Las tomas de la Guerra de Crimea por Roger Fenton se reconocen como las primeras fotografías de guerra; presentan escenas de combatientes en distintas actividades, así como paisajes del campo después de la batalla. Su famosa vista del Valle de la Sombra de la Muerte (1855) fue cuestionada por el documentalista Errol Morris en 2007, pero más allá de su autenticidad y las condiciones originales de producción, sus retratos bélicos abrieron toda una nueva perspectiva sobre el conflicto. Lo anterior se confirma con mayor fiereza en la imagen Cuerpos en el campo de batalla en Antietam (1866), referente a la Guerra Civil Norteamericana, en la cual Alexander Gardner retrató los cadáveres desperdigados junto a una cerca. Por primera vez, los espectadores de la guerra podían acercarse al campo de batalla por medio de documentos generados en el mismo sitio y tiempo de la destrucción. En este sentido, tales testimonios desde el frente abrieron ventanas al tiempo imposible de la guerra e inauguraron una nueva tradición en la narración del conflicto humano.
En razón de lo anterior, la fotografía de guerra cuenta con una larga lista de protagonistas destacados. No obstante, como podemos intuir tras la lectura de Imágenes pese a todo (2004) de Georges Didi-Huberman, hay registros anónimos que tienen una fuerza testimonial sin parangón: en el caso particular del libro citado, las fotografías que un miembro del Sonderkommando tomó clandestinamente para mostrar el infierno de Auschwitz. Fotografías pobres quizás en su valor estético, pero inmejorables en su función testimonial y crítica.
El desarrollo de las imágenes de conflicto ha impactado directa o indirectamente en las formas que podemos imaginar la experiencia extrema que esta realidad implica. La naturaleza indicial de la imagen fotográfica sirvió además para las funciones ya resaltadas en la palabra y la pintura (testimonial, celebratoria y crítica), insertando una nueva dimensión sobre todo a la primera de ellas, puesto que el índice testimonial propio del acto fotográfico, contrario a su representación literaria o pictórica, sitúa al espectador en el sitio imaginario de la mirada del fotógrafo. Nos permite, en otras palabras, ocupar un sitio hasta entonces imposible. Esta traslación fue el primer gran giro de la modernidad en relación a la representación de la guerra.
Fotografías en Imágenes pese a todo (Georges Didi-Huberman, 2004)
IV.
El montaje cinematográfico implicó una redefinición del índice fotográfico. Ya no fue solamente una toma de vista “de la realidad”, sino su colocación en un ritmo renovado. Esto no significa que la fotografía de guerra no haya sido utilizada como medio propagandístico para manipular las lecturas de una victoria, ni que en términos más generales la fotografía no suponga un reenmarcamiento de la realidad, pero el giro sobre el índice fotográfico radica en la fuerza fílmica para insertar al espectador en una atmósfera paralela que guarda una semejanza escalofriante con la experiencia de batalla. Si bien este componente de deconstrucción del testimonio, presente por igual en narrativas documentales e historias de ficción en el cine, se ha definido como un punto álgido en la representación de lo real, mi propuesta es concebir al montaje cinematográfico como una etapa de transición hacia los soportes que discutiré más adelante.
Las historias de guerra (siendo como es el cine —en sus géneros más populares— un hijo bastardo de la literatura), han evocado las épicas de la literatura clásica en películas desde principios del siglo XX hasta la fecha. Ahí tenemos Napoleón de Abel Gance (Napoléon, 1927), o Pearl Harbor: Entre el fuego y la pasión (Pearl Harbor, Michael Bay, 2001) que inauguró el siglo XXI, ambas épicas que extienden la función celebratoria de la narración bélica al dominio del cine. Este lastre literario también ha permeado el cine documental, principalmente en la filmación del conflicto con fines propagandísticos.
Sin importar la escuela de montaje que más nos seduzca, más allá de los anacronismos expresivos del cine comercial, una de las propiedades del lenguaje cinematográfico es su capacidad de reordenar el tiempo y la experiencia humana. Tanto la ficción como el documental han sido capaces de desafiar los modos de representación de la guerra al extender, por un lado, la función crítica y, por otro, la función testimonial. El audio juega un papel fundamental en esta historia; sobre todo si en este texto no ahondo en la importancia de la narración radiofónica de la guerra, es imperativo reconocer en el dominio auditivo a un actor central de este recorrido por los documentos de representación del conflicto.
El lenguaje cinematográfico permitió cuestionar los desafíos del relato de guerra, que hacen de esta labor una hazaña en sí misma heroica. Si la fotografía nos transporta a la mirada del testigo en el campo de batalla, la imagen-sonido cinematográfica permite sentir una adrenalina semejante a la del testigo de un conflicto. Aquí, el corte de película, la multiplicidad de tomas de vista, el complemento sonoro e inclusive el uso de música, se convierten en herramientas para someter la percepción del espectador al ritmo vertiginoso de la batalla. En este sentido, el simulacro de inmersión cinematográfica depende del uso del montaje para la fabricación narrativa de una experiencia. Estas capacidades de la imagen-sonido en movimiento las expandió y trastocó la televisión que, conforme las tecnologías de transmisión en vivo se popularizaron, permitieron trasladar al espectador al ojo del huracán (justamente ese ojo en el que no hay destrucción, sino que la destrucción rodea a la cámara que parece esconderse detrás de un escudo invisible). La Primera Guerra del Golfo fue donde los espectadores vimos, en vivo, la destrucción. Y la vimos no solamente desde la mirada del reportero, sino también del soldado e inclusive del ojo de la máquina de muerte: las cámaras en las puntas de los misiles Tomahawk, las cámaras en los helicópteros y los paisajes de visión nocturna con las bombas como fuegos artificiales sobre Bagdad, hicieron de la guerra un verdadero espectáculo del que uno puede disfrutar cómodamente desde el sofá de su casa. A todo esto se le sumaba el audio de las conversaciones entre soldados, que en la Segunda Guerra del Golfo documentó involuntariamente las atrocidades del ejército norteamericano a partir de fugas de videos de ataques a civiles, periodistas o incluso los videos de tortura a prisioneros de guerra que los miembros del ejército gringo llevaron a cabo por diversión. De algún modo, esta condición imaginaria permitió el desarrollo y normalización de tecnologías inmersivas con narrativas de guerra.
V.
Desde las primeras exploraciones de realidad virtual a mediados del siglo XX, esta tecnología de la percepción no tardó en cruzar caminos con la carrera militar. Las simulaciones de guerra han sido determinantes en la formación de soldados desde hace más de tres décadas. De igual modo, los videojuegos bélicos se han utilizado como campo de reclutamiento para el ejército norteamericano, entre otros. El caso de los juegos de guerra es particular, puesto que el jugador está dispuesto a ocupar un lugar (el del soldado) en el que el individuo promedio no estaría dispuesto a situarse. Al mismo tiempo, las reconstrucciones digitales de ciudades actuales son ya una estrategia común de los diseñadores de juegos de guerra para insertar un componente mayor de realismo a la experiencia de juego. Un salto dramático de la puesta en mirada que vino con la fotografía para pasar a una puesta en mira: del testigo de la muerte al gatillero. Lo anterior sugiere que la experiencia “virtual” no está en lo absoluto desconectada de lo que ingenuamente se denomina el mundo “real”. Algo que se ha explorado en múltiples espacios, incluyendo las inquisiciones fílmicas, artísticas y ensayísticas de Harun Farocki. Retomo a Farocki puesto que su lectura ilumina la relación entre tecnología militar, percepción y vida cotidiana. Si bien los horizontes documentales anteriores se manejaron como el retrato de experiencias excepcionales, en este caso, los videojuegos y simulaciones militares guardan una complicidad estrecha con los regímenes de valor vigentes. La visión rendereada como simulación virtual opera en la mayoría de las interfaces a las que somos dependientes hoy en día, desde el correo electrónico hasta las aplicaciones móviles, y somete la sensibilidad a este régimen de datificación del cuerpo y la identidad. Dicha informatización de la mirada nos ha permitido integrar a la percepción principios estéticos (es decir, de sensibilidad) que no estuvieron presentes en un grueso de la población sino hasta la popularización de los medios electrónicos y digitales. En razón de lo anterior, incluyo aquí la realidad virtual como un hito en la historia de la representación militar que siembra la semilla de lo que hoy en día se ha convertido en una explosión de tecnologías de la percepción, como son la realidad aumentada y el video en 360°.
Ernste Spiele III: Immersion (Harun Farocki, 2009)
VI.
Durante los últimos meses los videos en 360° se han convertido en una solución narrativa utilizada tanto por parte de medios de comunicación establecidos como de creadores independientes. Entre las temáticas más audaces están precisamente los recorridos por zonas de guerra. Un recorrido por Alepo destruida nos permite adentrarnos en los horizontes imposibles de la destrucción. Los videos de 360° combinan elementos propios de la realidad virtual (visión inmersiva), y al mismo tiempo arrastran los componentes de indexicalidad fotográfica y montaje cinematográfico. Si bien en un estado un tanto primitivo, especialmente por las superficies de navegación-proyección, la tecnología de los videos de 360° en combinación con el sonido binaural ha permitido la exploración de los horizontes de la destrucción como nunca antes. No solamente nos situamos en el lugar de quien observa y en su ordenamiento del mundo visible y audible, tenemos la capacidad de romper el horizonte de visión a voluntad, mirar más allá del que mira en sitio, multiplicar o desafiar el punto de vista del narrador y superar las facultades de quien está presencialmente en la zona de guerra (sobre todo con la acotación de que el video de 360° puede ser parte de una transmisión en vivo). Podemos, en un caso así, ver el punto ciego de quien atestigua el desastre. Me pregunto qué tendría que decir Maurice Blanchot al respecto. Tal vez nada.
Independientemente de los avances en cuanto a tecnología inmersiva, parece que esta extensión de la narrativa digital todavía necesita encontrar sus códigos expresivos. Como mencioné, los recorridos inmersivos están asociados a múltiples superficies de proyección, desde la pantalla de una computadora o un móvil, hasta la experiencia corporal de una instalación presencial. Además, en el tránsito virtual por los escombros, donde aparecen las familias sobrevivientes intentando seguir con su vida a pesar de los fantasmas de la destrucción, conviven múltiples tradiciones. Probablemente este factor ofrezca una pista sobre el curso de las reflexiones que podemos hacer en torno a la evolución de la tecnología y los lenguajes emergentes: no hay independencia en las curvas evolutivas de la tecnología. Por el contrario, la tecnología evoluciona siempre encadenada a los avances precedentes. Las huellas fotográficas, cinematográficas y de realidad virtual, y por qué no, las literarias y plásticas, permean los recorridos inmersivos en 360º que podrían leerse como el punto culmen de una tradición que empezó con la oralidad hace tres milenios.
En esta línea y aunque parezca una obviedad, vale resaltar la necesidad de entender a la inmersión en imágenes de 360° no como un fenómeno aislado, sino como una manifestación que forma parte de un paisaje mediático más amplio. Por ejemplo, durante los últimos ataques en Alepo, llovieron no sólo de proyectiles sobre la anciana ciudad, sino que también en el terreno de las redes sociales sucedió una lluvia de mensajes de auxilio y despedida ante la muerte que se precipitaba desde el cielo. Mensajes de texto, imágenes y videos en vivo conmocionaron a los usuarios alrededor del mundo. Quizás la conmoción fue pasajera, pero esta conmoción es una condición de la percepción contemporánea de la guerra y otros fenómenos extremos, como los desastres naturales. Las funciones testimoniales, políticas y críticas de la representación bélica se desdoblan en múltiples voces y soportes. ¿Estamos pues ante una experiencia nunca antes sentida de la guerra? Imposible saberlo, no obstante, el lugar de la narración de la destrucción permite preguntarnos sobre la condición contemporánea: ¿qué nos genera este “nuevo” lugar de observación de la guerra, en el que convergen tantos lenguajes y estímulos que en ocasiones nos conmueven al grado del pasmo o la indiferencia?
Alguna vez entrevisté al fotógrafo de conflicto mexicano Narciso Contreras, premio Pulitzer por su trabajo en Siria. Me dijo que le gustaba la idea, por más ingenua que pareciera, de que la producción fotográfica del dolor tiene el potencial de generar empatía en quienes se enfrenten a las fotografías y, consecuentemente, dirigir la acción. La pregunta expandida, en relación a las transformaciones en los regímenes de sensibilidad y percepción que atestiguamos en la actualidad, podría formularse de la siguiente manera: ¿en qué tipo de seres humanos nos convierte la multiplicación de tecnologías de la representación de la guerra, si tomamos en cuenta que la percepción y comunicación son lo que nos define (y nos permite definirnos) como humanos? Pues, ¿qué no es el tratamiento del sufrimiento del otro uno de los indicadores más fehacientes del carácter de la humanidad, del espíritu de una época? Si esta saturación mediática y el hiperdramatismo nos han conducido a la insensibilidad, ¿puede la narración de la guerra en la actualidad trascender su función como espectáculo?
Pablo Martínez Zárate es artista multimedia y fundador del Laboratorio Iberoamericano de Documental de la Universidad Iberoamericana, donde también da clases. Dirigió los documentales Ciudad Merced (2013) y Santos diableros (2015). pablomz.info
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