Oso polar
Por Edgar Aldape Morales | 16 de noviembre de 2017
En el primer minuto, un video filmado con un teléfono móvil nos revela una festiva reunión en el jardín. Ahí están los clásicos vasos rojos, un asador, las cervezas de lata y el parloteo de varios jóvenes que envuelve la atmósfera de lo que podría ser una típica celebración millennial. La pantalla va a negros y aparece un muchacho lavando su vehículo mientras se intercalan los créditos y algunas viejas fotografías. El hombre sube al auto y viaja por las transitadas calles de la ciudad de México. Parece que pasado y presente se unen en una vorágine que anuncia lo que veremos.
El nombre del tipo es Heriberto, quien irá a una reunión de excompañeros junto a dos presuntos amigos en el coche modelo 1982 que fue de su madre, una humilde cajera de la escuela donde estudiaba. Durante el trayecto, lleno de anécdotas, alcohol y rencillas del pasado, Heri intentará reconectar con estas dos personas, quienes parecen replicar la dinámica abusiva que tenían contra él cuando eran niños. Los puestos, las misceláneas, el metro, la Calzada de Tlalpan y los barrios populares de la capital mexicana son testigos de esta odisea que se contrapone con la memoria de Heri, quien después de la primaria creció en el campo como seminarista al lado de un amante.
Esa es la historia de Oso polar, el segundo largometraje de Marcelo Tobar que presume de haber sido filmado con tres cámaras de celular (según los créditos, el equipo utilizado fueron dos iPhones y un Nokia) y producido con financiación crowdfunding. Durante un día, la película sigue los desencuentros de los tres personajes por una metrópoli que devela su turbulento pasado. Tobar (ciudad de México, 1977) define a sus protagonistas, interpretados con destreza por Humberto Busto, Verónica Toussaint y Cristian Magaloni, como si se tratase de marionetas perfectamente definidas por la distinción de clase. Cada uno de ellos, con sus vicios y actitudes, intenta reflejar una crítica social. La ciudad es presentada como un abismo moderno en el cual se neutraliza la violencia, en este caso psicológica, que permea en las nuevas generaciones del siglo XXI.
Dejemos a un lado la apuesta “innovadora” al filmar con celular, ya que la democratización del arte cinematográfico se ha dado desde finales del siglo XX con la incursión de los medios digitales como modelo de producción, financiamiento y difusión. De hecho, en 2011 el coreano Park Chan-wook ya había filmado un cortometraje utilizando dispositivos móviles, y en 2015 el estadounidense Sean Baker adaptó tres iPhones a lentes antropomórficos para rodar Tangerine: Chicas fabulosas (Tangerine), que resultó una ágil apuesta sobre el mundo de la marginalidad y los infiernos de una gran urbe (Los Ángeles), aspectos que Tobar intenta explayar al mostrar un estereotipado mosaico sobre las enormes diferencias sociales y culturales que existen dentro de la sociedad mexicana.
No obstante, el largometraje de Tobar, galardonado con el Ojo a Mejor Largometraje Mexicano en el Festival de Cine de Morelia de este año, encuentra su camino en relación al entramado narrativo que el director propone. Ante el reciente diluvio de propuestas que caen en mostrar el aspecto burdo de las clases mexicanas acomodadas (que van de la sosa Nosotros los nobles [2013] de Gary Alazraki a propuestas menos convencionales como Los muertos [2014] de Santiago Mohar y Los años azules [2017] de Sofía Gómez Córdova), Oso polar apuesta por una estructura que, pese a diluirse en el crisol de la llamada generación millennial en un contexto netamente chilango, presenta una puesta en escena que reinterpreta el subgénero rape & revenge sin necesidad de caer en maniqueísmos. A lo largo del relato, se sugieren las rivalidades entre Heriberto y sus supuestos amigos para después mostrar el golpe final, apenas vislumbrado en el metraje. En ese sentido, lo que se confecciona a través de los tres personajes es la búsqueda de redención ante la superioridad y las dinámicas de poder.
¿El oso polar aludido en un criptograma inventado por los protagonistas es una metáfora de la crisis moral del mexicano? No del todo. Más bien funciona como un esquema de autoridad surgido por el bullying que encuentra su raíz en la distinción de clase. Bajo ese contexto, en el que Heriberto busca un solitario refugio en el cual intente perdonar y reconciliarse con los «abusivos, ingratos y corruptos» que existen en la sociedad, la película genera una reflexión sobre la neutralización del abuso en nuestros tiempos, determinada por un juego que perpetúa la dinámica víctima-victimario. Tobar sigue por el camino que realizó en su trabajo previo, Asteroide (2014), sobre la relación de autoridad entre dos hermanos, para seguir escarbando en las aristas negativas de la zona de confort en la que vive la juventud actual.
Edgar Aldape Morales es asistente editorial en la Cineteca Nacional.
Entradas relacionadas
Cinco postales móviles de una ciudad (¡Ya México no existirá más!)
Joker: Folie à Deux: Tiempo de diagnósticos
Por Mariano Carreras
16 de octubre de 2024Longlegs, el terror que no fue
Por Israel Ruiz ArreolaWachito
17 de septiembre de 2024Mudos testigos: Levemente real, levemente espectral
—¡Ah, una nueva emoción! —Hola, soy ganas de criticar IntensaMente 2
Por Israel Ruiz ArreolaWachito
9 de julio de 2024Río de Sapos, cine de lo desconocido
Por Gustavo E. Ramírez Carrasco
5 de julio de 2024