Mindhunter

Mindhunter

Por | 28 de noviembre de 2017

La reciente muerte del psicópata devenido icono pop Charles Manson ha ratificado el estatus cultural del personaje. Su legado –liderar a un grupo de jovencísimos asesinos que en un par de días torturaron y ejecutaron a siete personas en California en 1969– bien podría simbolizar el fin de la edad de la inocencia americana. La fascinación popular por los “asesinos seriales” (cuyo clímax se dio en la década de los noventa) parece guiada por una obsesiva búsqueda de los culpables del fin del American Dream.

Mindhunter (David Fincher, 2017…) es una serie producida por Netflix que recupera con pertinencia ese espíritu historicista y que se inserta en una larga tradición de representaciones estilizadas del pasado reciente, en una suerte de ampliación cultural de las fronteras de los tiempos entrañables, que van del romanticismo de Los años maravillosos (The Wonder Years, Carol Black y Neal Marlens, 1988-93) y la intensa y desencantada visión de Mad Men (Matthew Weiner, 2007-15), para los años sesenta, a la disparatada referencialidad a los años ochenta de Stranger Things (Matt y Ross Duffer, 2016 a la fecha).

La trama de Mindhunter se ubica en 1977. Luego de fracasar en un caso, el agente del FBI Holden Ford (Jonathan Groff) se cuestiona las formas de operación policiaca frente a casos que involucran a criminales trastornados. En compañía del agente Bill Tench (Holt McCallany), dedicado a dar talleres de psicología a policías locales de todo el país, Ford comienza a delinear lo que será una unidad de inteligencia contra criminales en serie, venciendo las resistencias del mismo FBI, copado por la idea simplista de que los bad guys son fácilmente identificables, con motivos burdos y bien definidos para cometer crímenes. A partir de múltiples entrevistas con asesinos seriales convictos, Ford y Tench –inspirados en dos agentes reales de la agencia– se convierten en los pioneros de la criminología posmoderna, los que acuñaron el término serial killer y sentaron las bases para la avalancha cultural de cine y televisión de tema criminal que desde los noventa nos afecta y fascina.

De esos lejanos noventa proviene David Fincher (Denver, 1962), solvente director de culto por un par de cintas: Seven (1995) y El club de la pelea (Fight Club, 1999) –sendos relatos, centrados en personajes desequilibrados, que formaron parte de esa cúspide nihilista que envolvió al cine estadounidense del final del siglo. Seven es un thriller barroco y delirante sobre un asesino en serie que busca ilustrar los siete pecados capitales, performance en el que acaba por enredar a los policías que lo persiguen. El club de la pelea es una trepidante y efectista historia sobre un apocado esquizofrénico que logra, a través de su carismático alter ego, constituir un escuadrón anarcoterrorista. Sin embargo, el mejor Fincher se revela en el contenido e hiperdialogado thriller Zodiaco (Zodiac, 2007), sobre el Asesino del Zodiaco, célebre criminal que mató con impunidad a varias personas entre finales de los sesenta y los primeros setenta. El director consigue un refinado relato de suspenso apoyado en una bien lograda atmósfera de pesadumbre y una minuciosa reconstrucción de la época, todo constreñido a dos horas y media de película. Una década más tarde, Fincher es productor ejecutivo y director de cuatro de los diez episodios de Mindhunter.

La serie semeja, en espíritu y diseño de arte, una extensión de Zodiaco, que aprovecha las bondades del formato televisivo para describir con minuciosidad lo descrito en el libro autobiográfico de John Douglas Mindhunter: Inside the FBI’s Elite Serial Crime Unit (1988). A lo largo de la primera decena de capítulos, la adaptación del guionista Joe Penhall (Londres, 1967) desentraña la complejidad de los protagonistas y su descenso, entre el asco y el embeleso, a las entrañas del crimen patológico. Su principal guía es Ed Kemper (un impresionante Cameron Britton), multiasesino y violador gozoso de narrar a detalle sus crímenes. Además de Kemper, desfilan por la temporada otros criminales icónicos como Jerry Brudos (Happy Anderson), asesino fetichista que conservaba como trofeos zapatos y trozos de sus víctimas.

Como en Zodiaco, Fincher logra crear una atmósfera ominosa en medio de una bucólica fotografía de luminosidad otoñal, presagio de una violencia que se describe con palabras –muy explícitas– pero que nunca se alcanza a vislumbrar a cuadro. Esta sutileza es particularmente lograda, pues enfoca la tensión dramática, más que en la sangre derramada, en la incertidumbre del momento en que la fatalidad te sumará a su lista de víctimas o te revelará como otro psicópata en potencia. La nostalgia por la edad de oro y el culto a los natural born killers parecen ser ethos complementarios del alma estadounidense.

Escribe el teórico Fredric Jameson que «para los norteamericanos, los años cincuenta siguen siendo el privilegiado objeto perdido del deseo, y no sólo por la estabilidad de la pax americana, sino también por la primera inocencia ingenua de los impulsos contraculturales de los inicios del rock-and-roll y las pandillas juveniles».[1] Esa especie de malestar nostálgico frente a lo perdido se expresa en una permanente reconstrucción pseudohistórica en la que la contundencia de la estética reemplaza a cualquier afán histórico. Mindhunter es una sólida aportación a esa fantasía de la gloria desvanecida.


[1] Fredric Jameson, “El posmodernismo como lógica cultural del capitalismo tardío”, en Ensayos sobre el posmodernismo, Imago Mundi, Buenos Aires, 1991.


Fernando Mino es periodista e historiador. Autor de La fatalidad urbana: El cine de Roberto Gavaldón (2007) y La nostalgia de lo inexistente: El cine rural de Gavaldón (2011). @minofernando