Mediterránea

Mediterránea

Por | 6 de octubre de 2016

En los últimos años la rotación de la tierra ha aumentado su velocidad. Cantidades inimaginables de personas se han puesto en movimiento soñando con encontrar una vida más digna al otro lado del mar Mediterráneo, aunque eso suponga ponerse en riesgo. Por su parte, la Unión Europea ha declarado un estado de alerta, endureciendo sus políticas para evitar que los migrantes lleguen a su continente. Los medios de comunicación hablan de un problema reciente, muestran imágenes de niños muertos sobre la arena, de embarcaciones endebles sobrecargadas de gente desesperada; muestran imágenes que nunca pensamos que existirían. Lo cierto es que no se trata de un problema nuevo, pero es hasta ahora –que el problema ha llegado a Europa–, que se hace visible, que toma la forma de conflicto. Toca, ante el desplazamiento de la tierra, comenzar a rotar la mirada. Estas catástrofes no son incidentes de la actualidad, sino el producto de un pasado colonial atroz, donde el idílico continente europeo emergió con un poderoso gesto de acumulación. Triste confirmación: el paraíso no es más que la suma de todas las tierras del mundo.

La organización de lo global, a pesar de su aparente apertura, no hace más que reconfigurar viejas desigualdades. Las fronteras no están hechas para evitar que las personas pasen, se trata más bien de filtros que disminuyen a los sujetos, procesos de denigración donde, desarmados y desposeídos, dejan sus vidas, sus idiomas, sus papeles, y se convierten en cuerpos; fuerza de trabajo explotable para la riqueza de las grandes corporaciones. Recordemos que antes se gobernaba a partir de la muerte, ahora es a partir de la vida, de su regulación y su fragmentación. Los inmigrantes no son viajeros, son producto de una distribución arbitraria de la riqueza; cuerpos en donde se experimentan políticas, dispositivos y estrategias. Son sujetos sin imagen. ¿Cómo puede el cine, en medio de este problema insoslayable, restituir su función?

Jonas Carpignano, director nacido en el mítico 1984 en Nueva York, ensaya su respuesta en Mediterránea (Mediterranea, 2015), filme donde seguimos el difícil trayecto de Ayiva (Koudous Seihon) y Abas (Alassane Sy), migrantes originarios de Burkina Faso que, después de su llegada al municipio de Rosarno, Italia, serán asediados por las constantes tensiones con la comunidad que aumentarán hasta desembocar en los trágicos disturbios raciales ocurridos en 2010 en la región de Calabria.

La cinta responde a la coyuntura de los debates europeos, y se instala, en su intento por adherirse con fidelidad a los hechos reales, en una narrativa épica que despliega a los personajes y sus conflictos dramáticos con el tenor de los noticieros que nos acechan todos los días, como si éstos fueran sinónimo de la verdad. El cine como campo de batalla, cede su lugar a una visión humanitaria, que con sus buenas intenciones, tan sólo logra situar a los inmigrantes como víctimas, cuando la urgencia, me parece, no pasa por generar imágenes a como dé lugar, sino por ver lo oculto de aquello que ya sabemos, en darle existencia a los inmigrantes como sujetos políticos.

Lejana a filmes notables como Figuras de guerra (Qu’ils reposent en révolte: Des figures de guerres I, 2010) de Sylvain George, o a la radical filmografía de Pedro Costa, Mediterránea no logra poner en juego las complejas relaciones de tensión del mundo globalizado, organizar a partir de ello una mirada que opere sobre el despliegue de los sujetos: de sus temores, sus placeres, sus afectos y su rabia, de todo aquello que los constituye, más allá de las cifras, de los números y los paternalismos. Tal vez el elemento más interesante es la cámara nómada en constante movimiento, con sus inhalaciones y exhalaciones que se traslada en el permanente desplazamiento de los migrantes por un mundo que no es suyo y en el que son siempre extranjeros. La cámara fragmenta los cuerpos con violencia, los dispone entre la luz y la sombra, y se acerca a ellos a través de un gesto epidérmico, como si en la piel pudiéramos descifrar los límites de la experiencia, las verdaderas fronteras con los demás. Este acercamiento táctil se contrapone al órgano de la vista, sentido de la distancia que tan sólo haría a los personajes más extraños, más otros. El triunfo de la película es trascender estas pequeñas prácticas fronterizas de los sentidos.

Los itinerarios corporales de la supervivencia corren su primer riesgo en el hecho de existir bajo la mirada de los demás. El cine tiene en sus posibilidades la de transformar esa mirada y tratar la miseria como lo que es, un problema político.


Rafael Guilhem estudia Antropología Social en la Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa. Obtuvo mención honorífica en el VI Concurso de Crítica Cinematográfica Alfonso Reyes “Fósforo”, en el marco del Festival Internacional de Cine UNAM 2016.