Gravedad
Por Abel Muñoz Hénonin | 1 de enero de 2014
Recordemos una imagen. Un protohombre lanza un hueso al cielo y, en«la elipsis más larga de la historia»,[1] ese mismo hueso se convierte en una estación espacial. Ahora forcemos un insert: en vez de la estación espacial hagamos que el hueso torne en Sandra Bullock, es decir la doctora Ryan Stone, quien gira sin control mientras naufraga por el espacio exterior alejándose del transbordador que la llevó del otro lado de los confines de la atmósfera. El objeto arrojado por el protohombre de 2001: Odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) apunta, en su trayecto, hacia la posibilidad infinita de la acción humana, aunque no hay que olvidar que todo esfuerzo emprendido por el hombre puede naufragar. Y el naufragio, es decir, la pérdida de la dirección, esa experiencia fundamental, se retrata con mucho drama y tino mientras la doctora Stone pierde órbita disparada a gran velocidad sobre su propio eje. El momento es bello y angustiante: la cara de desesperación de la actriz, con la penumbra infinita tras de ella y la Tierra reflejada en su casco cada vez más pequeña, lejana.
Lo malo es que nada de lo que escribí es cierto.
Si hay un naufragio en Gravedad (Gravity, Alfonso y Jonás Cuarón, 2013) ése es la película como idea. Tomemos un ejemplo: la doctora Stone entra a una base espacial después del primer periodo de su naufragio y en una puesta en escena efectista termina en postura fetal. El recuerdo de la matriz nunca había sido un recurso tan pobre y previsible. Pero el remanso es temporal: el peligro acecha en el refugio mismo, que se incendia. ¿Recuerdan todo lo que le pasa a Pepe El Toro? Bueno, pues pongan eso en el espacio, con un final ñoño y feliz y tendrán la nueva película de los Cuarón. La doctora Stone es el último avatar del personaje del melodrama mexicano clásico: esa persona que sufre y sufre y sufre infortunio tras infortunio hasta que a) muere o b) es recompensada por su esfuerzo o por la vida. Stone es recompensada por su esfuerzo, sólo que hace mucho sabemos que los finales felices son los peores para los melodramas.
Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 7, invierno 2013-14, p. 57), y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.
[1] Cito una conversación con José Luis Ortega Torres.
Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica y la oficina de Difusión y Programación para la Cineteca Nacional. También imparte clases en la Universidad Iberoamericana. Coordinó junto con Claudia Curiel el libro Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012).
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