Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica y la Gaceta Luna Córnea. Imparte clases en la Universidad Iberoamericana. Coordinó junto con Claudia Curiel los libros Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012) y Documental (2014).
Game of Thrones, 5ª temporada
Por Abel Muñoz Hénonin | 16 de junio de 2015
Tras la muerte de Jon Snow, en el décimo episodio de la quinta temporada, ya no queda duda de que el género de Game of Thrones es la tragedia, griega, total, llena de cadáveres. La idea de que se trataba de una épica más bien es un acto reflejo al que llevamos acostumbrándonos casi mil años, desde los cantares de gesta hasta El Señor de los Anillos (Peter Jackson, 2001-2003), y que se dispara inmediatamente por la presencia de la familia Stark. Los Stark (Ned, Robb, Jon Snow) son la imagen perfecta del caballero medieval según nuestra mitología narrativa. Líderes tan nobles y compasivos, como firmes y valientes, sólo pueden compararse con figuras como Roldán o Aragorn. Héroes que habrían de ser reyes de los hombres o, en el peor de los casos, morir sin claudicar, en derrotas como victorias. Y sin embargo, los hemos visto morir, uno a uno, a traición, emboscados, como marranos. Ned, Guardián del Norte y Mano del Rey, se condena al intentar proteger a los príncipes niños, Robb, Rey en el Norte, al confiar en la palabra de alguien más, Jon, Lord Comandante de la Guardia de la Noche, al apiadarse de los salvajes al norte del Muro.
Nuestro héroe épico es un templario, un guerrero y un hombre de Dios. Representa, por eso, la victoria del bien sobre el mal, incluso en la desgracia, porque no todos los reinos son de este mundo. Pero su universo, donde los pobres heredarán la Tierra y se saciará el hambre y la sed de justicia, no es el mundo lábil y fluido del poder y la intriga. Los Stark, nuestros héroes míticos y milenarios han sido arrojados al circo romano, y se han convertido en la figura más triste de la fe, en mártires, sólo que en un mundo sin dios, pero repleto de dioses.
George R. R. Martin (Bayone, 1948), en la palabra escrita, y, en consecuencia, David Benioff (Nueva York, 1970) y D. B. Weiss (Chicago, 1971), en las imágenes en movimiento, han convertido el deseo de que triunfe el bien en desilusión al presentarnos una tragedia en clave de épica. En la médula de todo, hay un reconocimiento de la crueldad de la historia, y una reflexión sobre la mitología occidental, inevitablemente cristiana y cinéfila.
En la quinta temporada, esto es aún más evidente, por el lugar que ocupa la religión. Cersei Lannister se condena a sí misma al darle un ejército, especie de Guardia Suiza, al Gorrión Supremo de la Fe de los Siete, una organización que deja entrever, sin la menor duda a la Iglesia Católica. Stannis Baratheon, sacrifica su hija al misterioso dios único venido de Oriente R’hllor, Señor de la Luz, por indicación de la sacerdotisa roja Melisandre, y como resultado pierde todo. La Fe de la Luz (el fuego) remite, tan claramente como la Fe de los Siete a la Iglesia Católica, a las sectas mágicas que pululan y se multiplican por miles de ciudades. En Game of Thrones hay una desconfianza generalizada hacia las mitologías occidentales salidas tanto del impulso religioso como de nuestras formas narrativas históricas. Más bien, en un tono ateo, lo único que existe es un vacío infinito. Destino único, al que incluso, Daenerys Targaryen, podría estar a punto de enfrentarse, llevada al lomo de su dragón negro.
Si la fe en el cine había sustituido a la fe en Dios, ¿no había que destruirla también?
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