El hombre rebelde de True Detective
Por Daniel Monroy | 18 de agosto de 2015
Se ha gastado tinta y saliva a destajo sobre la apenas o nula saciedad de expectativas que infundió en quien vio la segunda temporada de True Detective (2014-15). El grueso de las críticas la han sobajado a la sombra del fogón que encendió su multinominada y premiada antecesora y acabaron erróneamente contrapuestas. Pese a los notables datos de audiencia que registró la segunda temporada, con una media de 2,77 millones de espectadores (superior a la media completa de la temporada pasada: 2,33 millones) le siguen lloviendo palos por todos lados, mismos que llevaron a responder a T Bone Burnett; «La mayoría de las críticas son cosas como “Eso es puro cliché” y “No entiendo nada de lo que está pasando”, lo que es una hermosa dicotomía». La comparación, como el prejuicio, es inevitable, pero hay que pasar la lupa por otra parte.
Frente a las convenciones del cine negro y la novela policiaca, Nic Pizzolatto (Nueva Orleans, 1975) se apega a lo inescapable de la tradición de Chandler sin renunciar a la impostura de la Highsmith, donde al cabo del final no se trata sólo de trazar ires y venires, de lo acomodaticio de las invenciones ni de condescender ante la sed de justicia, superficial y aburrida, del público. En vez de seguir ese juego, Pizzolatto nos muestra la crudeza de las cosas, discretamente centrado en la eficacia criminal, que igual sea una forma de moralizar sin sermones, de precisar una limitante infranqueable en un mundo amenazado por todos los flancos.
Esa es la premisa filosófica de la que parte la obra de Pizzolatto. El mejor punto de partida para profundizarla, son sin duda, los monólogos de Rust Cohle (Matthew McConaughey). A poco de conocerlo, en la primera temporada, se define, a regañadientes, como un pesimista que cree que la condición de la vida como una marionetista a la que no le preocupa nuestro supuesto self sino la proliferación de la especie en bruto. Puesta así, la conciencia es un problema que nos hace suponer ideales a los que atribuimos una importancia ficticia, al cabo tramada desde un cerebro paradójicamente desarrollado. Si las personalidades son meros ases bajo la manga o errores de esa maquinaria evolutiva, si nadie es nadie, lo absurdo no radica tanto en ese postulado, sino en que lo tenga tan presente un detective que trabaja en un caso precisamente para salvar esas vidas que juzga, a lo menos, ridículas. Cuando el sentimiento del absurdo deviene en regla de acción, el acto criminal se vuelve indiferente y por tanto posible. El asesino no tiene culpa ni razón; maldad y virtud son azar o capricho. Es aquí donde los personajes de Pizzollatto se adscriben al arquetipo del hombre rebelde camusiano. La rebeldía, nos dice Albert Camus, lleva el grillete de la contradicción. En principio, supone la renuncia a incurrir en los inconvenientes a los que hace frente: la violencia, la mentira, el crimen. Pero una vez que se decide a exigir su causa, se compromete a una acción que, para triunfar, supone un uso cínico de la violencia, y niega, por tanto, lo que funda la rebeldía misma. Los frutos que logre o a los que aspire también son debatibles.
El rebelde no puede hallar el reposo (Frank Semyon camino del desierto). Conoce o pretende el bien y a pesar suyo hace el mal. El valor que le mantiene en pie nunca le es dado de una vez para siempre. Si mata, al fin aceptará la muerte. Fiel a sus orígenes, sólo con su sacrificio demuestra que su verdadera libertad no tiene que ver con el crimen, sino con su propia muerte (Cohle, por ejemplo, no la alcanzó y terminó frustrado; Velcoro en cambio la asume).
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