Cine y video indígena en América Latina 2: La mirada indígena
Por Natalia Möller González | 27 de noviembre de 2018
Sección: Ensayo
Qati qati (Reynaldo Yujra, 1999)
El indígena Tizoc se ha enamorado locamente de María, una mujer criolla que se parece a la virgen. Pedro Infante, que interpreta a Tizoc, le cuenta de los animales y las plantas del monte en un español cortado, infantil, colmado de ocurrencias lingüísticas. María, interpretada por la Félix, es en cambio una mujer culta, de palabra pulida, que aplaude la natural sabiduría oculta tras el grotesco hablar del indio. Tizoc resume la situación durante uno de sus diálogos: «El indio no sabe palabrear como tú, que hablas mesmamente como el canto de un cinzontle».
Tizoc: Amor indio (Ismael Rodríguez, 1957) pone en escena una dicotomía obstinada, que en todo caso no es exclusiva del cine mexicano: aquella que presenta al habla letrada como opuesto excluyente de la expresión indígena, ordenadas ambas de acuerdo a una jerarquía que establece que solo la primera puede descifrar a la segunda, natural y misteriosa. En la película, las diferencias culturales producen malentendidos nefastos. María desarrolla un cariño maternal hacia el indio, pero Tizoc cree que las muestras de afecto son un consentimiento matrimonial y termina secuestrándola. Pero el supuesto salvajismo del indio puede ser contenido cuando es sujeto al tutelaje de la ciencia, la Iglesia o el Estado. María actúa aquí como una suerte de antropóloga que esclarece el malentendido y, de paso, desmiente los prejuicios ofensivos de los otros blancos. Por supuesto, el amor del pobre Tizoc estaba destinado al fracaso: el reemplazo de un racismo agraviante por uno paternalista en nada se parece a ser correspondido en el amor.
Pero además de sugerir que la palabra clara y precisa de la ciencia podía dar cuenta del indígena, la película también plantea, de manera tácita, que el cine es una herramienta apropiada para describir al indígena y hasta para difundir las claves de su corrección. Condenado a solo ser objeto del discurso, el “palabreo” del indígena queda en las antípodas del cristalino canto de cenzontle del orden letrado y la tecnología moderna.
Con estos antecedentes no es de extrañar que, cuando aparecen los primeros proyectos de cine indígena en los ochenta, se levanten muchas voces que preguntan si acaso una mirada indígena podía trasladarse al lenguaje audiovisual, tan propio de sociedades industrializadas. Algunos antropólogos advertían que la apropiación del audiovisual significaría la muerte definitiva de las culturas indígenas. James Weiner, por ejemplo, sostenía que la cámara era un dispositivo plenamente occidental que sólo podía producir efectos de verdad objetiva. Weiner argumentaba que en algunas sociedades de Papúa Nueva Guinea el poder político no sigue la lógica de la representación, sino que se erige sobre el privilegio de custodiar secretos, razón por la cual sería devastador enseñar a los papuanos a mostrar su cultura con los mecanismos representacionales del audiovisual, que más bien persiguen una (aparente) visibilización de la totalidad.[1]
El argumento de Weiner presenta varios problemas. Para empezar, es más probable que la presunción de totalidad no sea constitutiva de la cámara, sino el resultado de códigos y convenciones que en determinadas épocas producen este efecto. Códigos y convenciones que, por cierto, han sido refutados en varias ocasiones al interior de “Occidente” mismo, por lo que tampoco parece correcto hablar de “Occidente” como bloque homogéneo. Pero más allá de estas objeciones, el argumento de Weiner quedó caduco por el simple hecho de que, en contra de toda advertencia, los indígenas tomaron las cámaras e hicieron filmes. Sería descabellado creer que los kayapó o los warlpiri, que mucho han logrado con sus prácticas audiovisuales, abandonarían las cámaras por miedo a olvidar súbitamente su cultura.
Pero también hay quienes afirman que es posible trasladar miradas indígenas al cine. El realizador boliviano Jorge Sanjinés ya desarrollaba en los setenta algunos recursos fílmicos con los que pretendía reproducir el pensamiento andino y desafiar lo que consideraba convenciones burguesas del cine comercial. Su teoría de un “cine junto al pueblo” sostenía, por ejemplo, que el close-up era incompatible con la cultura indígena, porque el indígena jamás se concebía como individuo aislado.[2]
Sin embargo, observa Freya Schiwy en su trabajo sobre recientes filmes indígenas en Bolivia, que estos incorporan sin empacho los lugares comunes del cine de terror y melodrama tales como, justamente, el close-up. Pero Schiwy no reconoce mayor problema en ello porque cree que las convenciones del cine comercial se pueden “indigenizar” incorporando «formatos de la narrativa oral y arreglos de color, ribetes e iconografía comunes en textiles andinos».[3]
La película Qati qati (Reynaldo Yujra[4], 1999), por ejemplo, se sirve tanto del género del terror como de los recursos del relato oral. En el filme, una campesina aimara, Valentina, cuenta a su esposo Fulo la historia del qati qati, una cabeza humana voladora que se desprende del cuerpo de las personas mientras duermen. Fulo se burla de las supersticiones de su esposa e ignora los presagios funestos. Pero una noche la cabeza de Valentina, transformada en qati qati, queda enredada por las trenzas en los arbustos, causándole la muerte. El apenado hombre reconoce, mientras entierra a su compañera, que habría sido mejor prestar oído a las creencias ancestrales.
Schiwy explica que Qati qati va desplegando su relato de acuerdo a una lógica textil, “trenzando” diversas tramas y adoptando formatos narrativos de cantos y quipus.[5] Siguiendo a la autora, estos videos actualizarían las epistemologías menospreciadas de los relatos orales y los textiles, que se han podido mantener vigentes hasta el día de hoy en los márgenes de la cultura urbana letrada. La película Qati qati reflejaría justamente el enfrentamiento de estas dos formas de conocimiento: por un lado, representa el escéptico Fulo a la cultura letrada que desprecia la tradición y, por el otro, encarna Valentina el respeto por la herencia ancestral.[6]
Así volvemos a la misma dicotomía que personificaran María y Tizoc –cultura letrada vs. expresión indígena–, con la salvedad de que ahora la expresión indígena ya no se comprende como balbuceo infantil, sino como manifestación de un pensamiento autárquico, que Weiner situaba en espacios remotos y Schiwy ubica ahora en espacios marginales. De acuerdo a esta idea, los aspectos indígenas del texto fílmico no son evidentes a los ojos occidentales porque los videos están hechos para el consumo interno de las comunidades. Por lo tanto vuelve a quedar sujeta nuestra comprensión de la mirada indígena a la interpretación letrada (de Weiner o de Schiwy, claro está).
Por supuesto, no se trata de desmerecer a los filmes que están hechos solamente para espectadores indígenas. El problema radica más bien en que esta forma de comprender y abordar los filmes indígenas deja fuera a aquellos que (también) van dirigidos a un público más amplio. O bien asume que si los filmes son comprendidos por un público “occidental”, dejarán de ser indígenas. Pero en el mundo que compartimos, ejercer la palabra es un asunto crucial y por eso, plantear lo dicho (o filmado) por indígenas en términos relativistas, conduce a un atolladero político.
Pero entonces, ¿podemos llamar a estos filmes “indígenas”? Un camino posible sería el de responder a esta pregunta en términos de un compromiso político que se conjuga en primera persona plural, en vez de hurgar en los filmes por indicios de otredad.
En el filme Regreso a la tierra (José Ancán, 1994), por ejemplo, se retrata a una generación de jóvenes mapuches que vive en Santiago de Chile. Sus padres y abuelos migraron a la ciudad desde el campo y derrocharon esfuerzos por abandonar la cultura y la lengua indígenas, buscando evitar a sus hijos la brutal discriminación a la que ellos habían estado sujetos. Pero ello no evitó que siguieran siendo discriminados. Una joven recuerda lo que le dijo una vecina: que aunque estudiara, jamás se le quitaría lo indio. La ofensa es, curiosamente, lo opuesto de lo que creían los detractores del cine indígena. Ya no es la letra (o la tecnología moderna) la que despojará al indígena de su ser auténtico; aquí su ser auténtico es tan obstinado que resiste hasta la más afanosa aculturación. La película da cuenta de un coro de testimonios similares que finalmente optan por un “regreso a la tierra”, es decir, por la articulación de una identidad mapuche contemporánea, que no está motivada solamente por la búsqueda de un origen perdido, sino también, de manera decisiva, por una voluntad rebelde.
Es difícil responder a la pregunta de si existe una mirada mapuche implícita en los aspectos formales o estéticos de Regreso a la tierra. Pero la pregunta es difícil en todos los casos, como he tratado de exponer aquí. Por eso muchos estudiosos del cine y video indígena han optado por dejar esta pregunta de lado y centrar su interés en los procesos comunitarios y participativos que resultan de estas prácticas audiovisuales. Este será el tema de la próxima entrega de esta serie de artículos sobre cine y video indígena. Pero por lo pronto, y a modo de conclusión provisoria, podemos aseverar que sí es posible decir que un filme es indígena cuando articula un “nosotros” que afirma su diferencia, aunque no lo haga “palabreando” (si es que alguna vez lo hizo), sino cantando con la lucidez del cenzontle.
Puedes leer la primera entrega de esta serie aquí.
Natalia Möller González es investigadora y docente. Cursa el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Chile.
[1] James Weiner, «Televisualist Anthropology: Representation, Aesthetics, Politics», Current Anthropology, vol. 38, núm. 2, Chicago, 1997. pp. 197-235.
[2] Jorge Sanjinés, Teoría y práctica de un cine junto al pueblo, Siglo XXI Editores, México, 1978, pp. 64-65.
[3] Freya Schiwy, Indianizing Film: Decolonization, the Andes, and the Question of Technology, Rutgers University Press, New Brunswick (New Jersey) y Londres, 2009, pp. 12-14.
[4] Yujra es mejor conocido por su rol protagónico en la película La nación clandestina de Jorge Sanjinés (1989). Hoy también es realizador.
[5] Freya Schiwy, op. cit. pp. 169-170.
[6] Ibid., p. 114.
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