Cine y video indígena en América Latin

Cine y video indígena en América Latina 5: Directoras indígenas

Por | 6 de noviembre de 2019

Siempre andamos caminando (Dinazar Urbina, 2017).

El primer taller audiovisual de video indígena en México, realizado en 1985, estuvo integrado en su totalidad por artesanas ikood. Parte de este taller, documentado por su impulsor Luis Lupone en el filme Tejiendo mar y viento (1987), contemplaba el visionado y análisis colectivo de películas mexicanas que tenían por protagonistas a mujeres istmeñas, tales como La zandunga (Fernando de Fuentes, 1938) o La perla (Emilio Fernández, 1947). En este proceso, las mujeres ikood (huaves) observaban que las cintas hacían una exotización desmesurada de sus figuras, a la vez que callaban acerca de aquellos temas que ellas consideraban inminentes como, por ejemplo, la expoliación territorial, que amenazaba con destruir sus formas tradicionales de vida. La ya relativamente célebre película de la artesana Teófila Palafox, La vida de una familia ikood (1985), buscaba responder a estas imágenes instaladas del cine mexicano retratando las vidas cotidianas de las mujeres de su comunidad sin gestos melodramáticos ni arreglos folklóricos.

A pesar de que han pasado ya más de treinta años de esta primera experiencia, las reflexiones que hacen las realizadoras indígenas contemporáneas sugieren que bastante poco ha cambiado de este panorama. La actriz y realizadora mixteca Ángeles Cruz, por ejemplo, hace un extenso recuento de la serie de obstáculos que encontró como migrante indígena en la ciudad y como actriz indígena en la industria. A la par de experiencias cotidianas de discriminación (en los restaurantes se le negaba la atención, por ejemplo), la industria de cine mexicana no le ofrecía más que papeles de personajes incultos, dedicados a trabajos sin cualificaciones. Porque para Cruz estos roles no hacían justicia a las capacidades y experiencias de las mujeres indígenas, decide dedicarse a la escritura y realización de sus propias historias.

Tanto las artesanas ikood como las realizadoras indígenas contemporáneas, coinciden mayormente en la observación de que el exceso de imágenes estereotípicas de las mujeres indígenas “ante las cámaras” (en la pantalla) se condice con su ausencia “tras las cámaras”. Pero lo interesante es que las realizadoras indígenas no se refieren solamente a una ausencia en posiciones de producción y creación fílmica, sino también al peligro de su desaparición del mundo como comunidades, culturas y sujetos. Ante esto, la respuesta de las realizadoras, acordemente, es la de afirmar que tienen una voluntad estética y política, reflejada poderosamente en la idea de una mujer indígena dirigiendo. Ángeles Cruz habla, en este sentido, de autodeterminación: «decir yo soy de esta comunidad, yo quiero hablar de mi realidad, y yo quiero hablar desde donde soy, donde me construyo y me reconstruyo».[1]

Las realizadoras indígenas, en especial, añaden cierta profundidad y complejidad a los cines indígenas al señalar fracturas machistas, homofóbicas y clasistas al interior de las comunidades y organizaciones a las que pertenecen, formulando entonces una idea de autodeterminación que si bien es afín a las demandas de los movimientos indígenas, excede con creces la mera interpelación al Estado. Esto, muchas veces, les ha valido acusaciones de fomentar divisiones internas, pero las pensadoras y realizadoras indígenas han sido también enfáticas en responder que son el machismo, la homofobia y las diferencias de clase las que han creado, en primer lugar, esas divisiones.[2]

Por estas razones es además común que las realizadoras describan sus trayectorias artísticas en términos de una serie de impedimentos en todos los ámbitos de su vida, que incluyen la superación de estereotipos acérrimos que han internalizado o que determinan su relación con los demás, las presiones de sus familias por casarse y tener hijos, la migración forzada a las ciudades con el fin de formarse, la falta de recursos y un largo etcétera. Sus derroteros hacia el cine son, por lo mismo, muy diversos. Algunas de ellas, como Jeanette Paillán (mapuche), Yolanda Cruz (chatino) y María Sojob (tzotzil) –recién galardonada en el Festival de Morelia por su película Tote-Abuelo (2019)–, tienen trasfondos migratorios y han accedido a una educación formal en universidades e institutos, sin por ello perder el vínculo y el compromiso con sus lugares de origen. Otro camino posible es el de las organizaciones que llevan las capacitaciones a las comunidades. Por ejemplo, el Instituto Catitu, que realiza talleres de formación y producción para mujeres indígenas en el Parque Xingú del Mato Grosso brasileño desde el año 2009.

Muchas realizadoras indígenas han sido dirigentes y militantes antes de tomar una cámara. Es el caso de la comunicadora quechua Marcelina Cárdenas y la dirigente aymara María Morales en Bolivia, así como de Patricia Yallico, realizadora waranca y militante de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador. Usualmente abordan sus filmes las tensiones internas de las comunidades a través de relatos que tienen a mujeres indígenas de protagonistas. Quererse en las sombras (Cárdenas, 2001), por ejemplo, cuenta la historia de Rosita, una joven de buena familia que escapa con un muchacho pobre, Juancito, desafiando la voluntad de sus padres. En Venciendo el miedo (2004), María Morales cuenta la historia de Manuela, una mujer campesina que es abandonada por su esposo. A pesar de que Manuela siembra la tierra y cría a los hijos, las normas tradicionales dictan que su esposo es el dueño del terreno, así que Manuela organiza a las mujeres de la comunidad para cambiar la tradición injusta. En Jaylli (2013), un documental autobiográfico, Patricia Yallico narra los problemas que enfrentan las mujeres cuando tienen hijos y militan en una organización. En todos los casos, el trabajo audiovisual de las realizadoras se solapa con sus efectivos roles de dirigencia y militancia, pues resultan de un esfuerzo por organizar a la comunidad en torno a la creación del guion, el rodaje y la actuación. Las películas se distancian además, notablemente, de la muy difundida imagen de la mujer indígena como “guardiana de la tradición”, para en cambio dar cuenta del lado de la tradición que niega autonomía a las mujeres, ya sea para amar libremente, para organizarse políticamente o para ser las dueñas legítimas de la tierra y de su trabajo.

A las críticas dirigidas al propio mundo indígena, se suma además una muy relevante crítica a los feminismos hegemónicos que muchas veces eluden las especificidades de sus experiencias como mujeres indígenas. Las perspectivas interseccionales han señalado, por ejemplo, que la clásica diferenciación feminista entre lo “público” como espacio asegurado al varón y lo “privado” como lugar naturalizado de la mujer, es insostenible para las mujeres racializadas y empobrecidas, porque el trabajo subvalorado de las mismas no se limita a las tareas del hogar, sino que se extiende también a las maquilas, plantaciones y calles. Existe esta preocupación por las mujeres trabajadoras en películas como Siempre andamos caminando (2017), de la realizadora chatino Dinazar Urbina, que sigue a tres mujeres de su comunidad en su viaje a la costa de Oaxaca, donde trabajan como jornaleras. Aquí, las mujeres no conquistan el espacio público como lo hacen los personajes de María Morales y Patricia Yallico, es decir, en el sentido de una efectiva participación política, sino que se ven obligadas a salir, haciéndose especialmente vulnerables a todo tipo de violencias.

Por otro lado, observan las realizadoras indígenas que también es bastante limitada la representación del ámbito privado de las mujeres indígenas. Ángeles Cruz comenta, por ejemplo, que los cuerpos de las mujeres indígenas en el cine apenas son objeto de violencia sexual o de maternidad, pero pocas veces el lugar del gozo erótico. Ñukanchipka-De nosotras (2016) de Patricia Yallico y Nudo mixteco (aún en producción) de Ángeles Cruz, exploran el tema buscando poner a las mujeres en el lugar de agentes (en vez de “recipientes”). Del amor lésbico, que según Ángeles Cruz es aún inconcebible en muchas comunidades, habla también el cortometraje La carta (Cruz, 2014).

He querido cerrar esta serie sobre los cines indígenas de América Latina con esta breve reflexión sobre la obra de estas directoras, porque me parece que refleja con tremenda claridad la vastedad de propuestas que hoy se articulan desde un lugar de enunciación expresamente indígena. Se trata de cines que, sin duda, deben ser comprendidos en el contexto de las recientes luchas por autonomía cultural, política y territorial. Sin embargo, me parece también que no conviene interpretar estas obras como meras ilustraciones de las demandas políticas y culturales de los movimientos indígenas, lo cual equivaldría prácticamente a reducirlas a medidas de una campaña comunicacional. Al contrario, me parece que los cines indígenas inauguran nuevas y heterogéneas formas de mirar y sentir las realidades de los pueblos, tornándolas complejas y multidimensionales. El rol de las directoras indígenas ha sido, en este sentido, protagónico.


Natalia Möller González es investigadora y docente. Hace unos meses obtuvo el título de doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Chile.


[1] Me remito en este artículo mayormente a declaraciones hechas por las realizadoras en el marco del Foro de Pueblos Indígenas del XVII Festival Internacional de Morelia, dedicado este año exclusivamente a las realizadoras indígenas mexicanas bajo el título de “Cineastas indígenas mexicanas: Identidad y nuevas narrativas”, Teatro Universitario José Rubén Romero Flores, Morelia, 22 y 23 de octubre de 2019.
[2] Claudia Zapata Silva, Crisis del multiculturalismo en América Latina: Conflictividad social y respuestas críticas desde el pensamiento político indígena, Bielefeld University Press, 2019, pp. 101-102.