Andrés Téllez Parra es escritor y profesor de Sociología del Cine en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
Black Mirror
Por Andrés Téllez Parra | 5 de abril de 2016
Sección: Crítica
Directores: Charlie Brooker
Temas: Black MirrorCharlie BrookerSeries de televisiónTecnología
En buena parte de los relatos de ciencia ficción se han articulado y representado los miedos de una sociedad en un momento histórico determinado. Así, por ejemplo, la amenaza nuclear fue una sombra ominosa que se cernió sobre el destino de la humanidad durante la Guerra Fría, la cual dejó su impronta en la producción narrativa y audiovisual desde finales de los años cincuenta, como se puede ver en la primera época de La dimensión desconocida (The Twilight Zone, Rod Serling, 1959-64): personajes que súbitamente se encuentran en ciudades en ruinas que forman parte de un paisaje posnuclear, astronautas, agentes del gobierno que tratan de escapar de la Tierra en busca de otro planeta antes del desastre nuclear, o gente que aparece ya en ese otro planeta en donde, como un espejo de lo que el futuro nos depara, hay escasez de agua y recursos mínimos para la supervivencia. Por esa primera época desfilan militares, hombres ordinarios, astronautas y científicos en escenarios en donde el conflicto bélico y la amenaza nuclear se metamorfosean una y otra vez para representar los temores y ansiedades de una época.
Dos de los temas que han marcado el mundo contemporáneo son la inteligencia artificial y la transformación y modulación de las subjetividades por la tecnología digital: el inexorable arribo del reino posthumano cuya ventana al mundo digitalizado son las infinitas pantallas. En la serie británica Black Mirror (2011 a la fecha), creada por Charlie Brooker, se articulan escenarios en donde lo “humano” ya no puede ser entendido sin la imbricación de la tecnología, las pantallas y el espectáculo: la memoria, la política, la impartición de justicia, la vida, la muerte:
El rapto de la princesa inglesa por un grupo terrorista cuya única petición para liberarla es que el Primer Ministro (Rory Kinnear, actor que tiene un asombroso parecido con Tony Blair) tenga sexo en vivo con un puerco en cadena nacional: las decisiones del gobierno en torno a aceptar o no el chantaje están influidas por la fluctuación de las opiniones de los votantes en redes sociales –quienes miran sin pudor el acto sexual como mirarían un partido de futbol–, y el acto mismo es planeado por un artista como un performance póstumo; individuos como hardware viviente, cuya memoria orgánica ha sido completamente sustituida por un dispositivo encarnado, el cual almacena todo lo visto, y puede ser reproducido una y otra vez para el deleite propio y la exhibición ante los demás: ya no es necesaria la industria del entretenimiento, cuando nuestra propia vida ha devenido el espectáculo; una sociedad que vive bajo un nuevo tipo de totalitarismo, cuyo control sobre la vida de los individuos se ejerce mediante el monopolio de lo que se representa en las múltiples pantallas y que la gente está obligada a ver: un mundo en el que es imposible pensar en un afuera de las imágenes, en un más allá de la manufacturación de la vida mediante las formas de representación mediática; el logro de la inmortalidad: una empresa que puede virtualmente reconstruir al fallecido y su “subjetividad” mediante todo el material –las fotos, los videos, las frases, los chistes, los giros del lenguaje, pero también los “likes” y “dislikes”– que dejó mientras vivió pero que le sobreviven en las redes sociales, nuestra intimidad exhibida –o extimidad, como prefieren algunos– por siempre atrapada en el mundo virtual, lista para ser decodificada por un algoritmo; una criminal cuyo castigo es revivir una y otra vez, en una suerte de puesta teatral-reality show, la indiferencia de personas que únicamente miran y graban con las cámaras de sus celulares cómo un grupo de psicópatas se dedican a cazar humanos: la justicia como un espectáculo infinito en el que participan activamente los miembros de la sociedad como actores de ese gran montaje en el que se ha convertido la propia impartición de justicia.
La psicología conductista ha utilizado la metáfora de la caja negra para referirse a todos los procesos cognitivos de procesamiento mental interno que no pueden observarse. Acaso la mejor metáfora que define nuestra época es la de las pantallas como ese espejo negro en donde, una vez que cesa la proyección de imágenes, lo único que queda es un individuo mirando su imagen especular atrapada en un negro vacío.
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