Big Little Lies

Big Little Lies

Por | 4 de abril de 2017

Todo comienza con un asesinato, pero la violencia de la que se ocupa Big Little Lies va mucho más allá de aquel instante. Tomando una pequeña ciudad como escenario para la disrupción, un grupo de hombres y mujeres –padres y madres– encarna la violencia en tres tiempos simultáneos: las cicatrices que permanecen en quien ha sido violentado, la violencia perpetuada por los silencios del presente y la violencia latente, esperando suceder y crecer.

Lo único que sabemos en un principio es que alguien murió, lo que abre paso a un montaje que empalma la investigación, un testimonio coral a cargo de la comunidad y las historias de los personajes durante las semanas previas al asesinato. Sabemos hacia dónde se están dirigiendo las tensiones acumuladas, y de este lado de la pantalla todos pueden ser tanto posibles víctimas como sospechosos. Jane (Shailene Woodley) es una madre soltera joven que llega a Monterey con su hijo Ziggy (Ian Armitage). Ahí conoce a Madeline (Reese Witherspoon) y Celeste (Nicole Kidman), dos mujeres cuyos hijos van en la misma escuela que el suyo. Pronto se convierten en amigas y desarrollan complicidades que poco a poco se van complejizando. Lo que podría haber parecido un sencillo drama, adquiere un toque siniestro cuando Ziggy es acusado por la hija de Renata (Laura Dern) de haber intentado ahorcarla durante el primer día de clases. A partir de esto se desata una cacería en donde los adultos vierten frustraciones y expectativas en los niños: se llevan a cabo juegos de poder, indagaciones, interrogatorios e incluso enfrentamientos físicos en nombre de la protección de los hijos. Se nos muestran así las historias particulares de estas cuatro mujeres y los secretos asfixiantes que cada una de ellas guarda. Se forman alianzas y antagonismos que con el paso de los episodios se consolidan cada vez más.

Regresemos al tema de la violencia: si bien todo comienza con un evento irrefutablemente violento como es un asesinato, Big Little Lies (David E. Kelley y Jean-Marc Vallée, 2017) se extiende sobre zonas menos inmediatas y, en cuanto a su inasibilidad, más inquietantes. Las vidas de las familias que podrían parecer perfectas en un primer acercamiento pronto comienzan a adquirir matices perturbadores: se trata de un círculo, en su mayoría, privilegiado, gente bonita con casas bonitas e hijos bonitos –cuando Jane llega, admite sentirse como un agente extraño en un mundo tan perfecto–, tanto el entorno como sus personajes proyectan hacia el exterior una paz y estabilidad que funcionan sólo como máscaras para un trasfondo colosalmente conflictivo. La típica postal de la familia estadounidense feliz e impoluta se replica en cada uno de estos hogares, y cada uno oculta cosas que terminarán destruyendo la postal. La perfección es sólo un espejismo.

La violencia no siempre se materializa en agentes o situaciones clásicamente amenazadores: Celeste y su esposo Perry (Alexander Skarsgård) aparentan ser la pareja ideal –y se esfuerzan por mantener esa imagen–, los dos son tremendamente atractivos, tienen unos pequeños gemelos igualmente hermosos, una casa increíble, una vida sexual que todos encuentran envidiable. La ilusión de perfección está envuelta por una tensión que se torna insoportable, en cuanto se quedan solos, todo se quiebra para abrir paso a un ciclo de abusos, violencia, culpa y redención. Celeste lo describe en una sesión de terapia como un vaivén del poder en la relación: cuando los moretones desaparecen, él se permite volver a ser violento. Ella no le cuenta a nadie –y lo reconoce– porque gran parte de su identidad proviene de la percepción que los otros tengan de ella y de Perry, siempre descrito en público como un marido y padre ejemplar. Ella no se acepta como víctima, prefiere asumir parte de la culpa que colocarse en esa posición tan desprestigiada y vulnerable, que dejar de ser perfecta y de formar parte de la pareja perfecta. La vergüenza y el silencio enmarcan un presente violento y permiten que persista.

Su experiencia se contrapone a la de Jane, una superviviente que decidió tener al hijo producto de una violación. Hasta su encuentro con Celeste y Madeline, no se había atrevido a hablar sobre su trauma, así la amistad entre mujeres se convierte en una red de seguridad que le da la fuerza para lidiar con el hecho e incluso intentar ir a confrontar a su agresor. Además de luchar con el trauma propio, Jane mantiene una postura protectora de su hijo y, a la vez, no puede dejar de preguntarse si hay algo de lo violento del padre en él. Esta mujer representa las secuelas de la violencia: aquello que sucedió en un pasado permanece –de ahí las metafóricas huellas que aparecen una y otra vez en sus fantasías vengativas, o las recurrentes olas del mar que rompen en las piedras de la costa– y, aunque las heridas cierren, quedan cicatrices desde donde la víctima se enfrentará a su presente y su futuro.

Finalmente, la violencia alcanza el microuniverso de los niños. Todo se detona en la escuela cuando Ziggy es acusado de haber lastimado a una niña. La reacción horrorizada de los padres ante estos brotes de violencia no es extraña, todos ellos conocen el infierno al que pueden evolucionar estas conductas. Y de esta manera, cuando descubrimos quién es el verdadero agresor todo adquiere sentido: la violencia no se genera manera espontánea, es consecuencia de otras fuerzas impulsoras. Los niños observan, aprenden y reproducen, y también son ellos quienes pueden despertar la consciencia de un mundo de adultos que ha internalizado la crueldad. No es lo mismo lidiar con estas adversidades que, se cree, forman parte naturalmente de la vida adulta, que verlas recreadas en un salón de clases. La violencia latente es una amenaza que en ocasiones pesa más que un pasado que ya no se puede cambiar y un presente normalizado.

Estas y las otras historias circundantes manifiestan una violencia diaria y prácticamente omnipresente, una violencia que se acumula hasta desembocar en el asesinato con el que nos es presentado el relato. Al final, no importa de cuál de todas las mujeres presentes fue la mano asesina. El asesinato alrededor del que Big Little Lies se desarrolla termina siendo simbólico: matar a Perry no es matar a un solo hombre-villano, sino retomar el poder que todas ellas habían perdido a través de estas y otras experiencias. Quien lo asesina no es una mujer, son todas. Al descubrir los dolores comunes –tanto de ellas como de los hijos–, encuentran lazos mucho más fuertes que aquellas rivalidades frívolas y someras. Todas saben quién fue pero ninguna lo dirá, y así el silencio que alguna vez permitió perpetuar la violencia es reapropiado para sostener un frente común y solidario. Para estas mujeres, voltear y reconocerse en el infierno de las otras les ofrece una vía de salida de sus propios infiernos: contra la alienación violenta, la consciencia de que una no está sola.


Ana Laura Pérez Flores es licenciada en Comunicación Social por la UAM-X y coordinadora editorial de Icónica.  @ay_ana_laura