César debe morir

César debe morir

Por | 1 de abril de 2013

Entre las sorpresas que depara César debe morir, la nueva experiencia fílmica de los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, figura la reivindicación del habla popular como modo de conferir mayor vitalidad e impacto dramático a la tragedia Julio César, de William Shakespeare, interpretada por un grupo de presidiarios en un penal italiano de alta seguridad. Luego de asistir a una adaptación teatral carcelaria de la Divina Comedia, de Dante Alighieri, y ver la manera en que la obra clásica adquiría acentos de actualidad política a través del juego escénico de presos que improvisaban situaciones y diálogos en sus diversos dialectos nativos, los también realizadores de Padre padrone (1977) decidieron acudir a Shakespeare y elaborar, desde el interior de La Rebibbia, una cárcel en los suburbios de Roma, una reflexión sobre la traición y el crimen político.

La idea no es nueva. Hace cincuenta años, el dramaturgo alemán Peter Weiss propuso en Marat/Sade (1963), una alegoría de las relaciones de poder y los excesos autoritarios en la revolución francesa, oponiendo a dos personajes emblemáticos, el revolucionario Jean-Paul Marat y el sulfuroso escritor cautivo en la Bastilla, Donatien Alphonse François de Sade. El subtítulo de la obra era: “La persecución y asesinato de Jean-Paul Marat interpretada por los internos del asilo de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade”. La escenificación se daba en el interior de un manicomio, donde los locos interpretaban a los personajes centrales y de paso la delirante expresión del fervor popular y los impulsos regicidas. Un año después, el director Peter Brooks llevó esa obra a la pantalla como una prolongación fílmica de la puesta en abismo original.

De modo similar los hermanos Taviani (San Miniato, 1929 y 1931) eligen hoy el ámbito carcelario para mostrar el trabajo de un grupo de presidiarios transformados en actores e involucrados de lleno en un asunto dramático, el crimen, del que poseen información y vivencias de primerísima mano. No hay aquí la estilización y el barroquismo de Peter Brooks, sino por el contrario un estilo documental y realista, depurado al extremo, que se desentiende de una vieja tentación naturalista y lírica de los cineastas. César debe morir (Cesare deve morire, 2012) es una película muy lúcida y de claras resonancias políticas, y el juego expresivo y formal de los realizadores con sus intérpretes encarcelados posee una vitalidad sorprendente.

La película da inicio con el final de una representación teatral filmada en colores muy intensos. Hay regocijo y sorpresa de parte de los presos actores, y pasmo también de los demás asistentes presidiarios y del público invitado que aplaude con entusiasmo. Poco después la cinta sitúa la acción seis meses antes y vira al contrastado blanco y negro con que registra las sesiones de casting y la asignación de los papeles centrales. Los nuevos intérpretes se plantan frente a una cámara inquisidora, como ante un interrogatorio judicial o una demanda de trabajo, y se presentan primero con timidez y reserva, luego con ánimo pendenciero o con rabia. Ellos serán, según el carácter y temperamento revelados, Julio César (Giovanni Arcuri), Casio (Cosimo Rega), Marco Antonio (Antonio Frasca) o Marco Bruto (Salvatore Striano), y la conspiración urdida contra el primero tendrá como escenario, en los ensayos de la obra, el patio y los pasillos de la cárcel, y como testigos mudos o cómplices vociferantes a un supuesto pueblo de Roma lanzando vivas e imprecaciones a través de los barrotes de las celdas. Los reos, antiguos criminales, encarnan esta vez a las multitudes que a su vez condenan o celebran, según la voluntad y capricho de sus dirigentes manipuladores, a otros criminales o traidores.

Los actores verifican y calibran las posibilidades del juego escénico; reconocen en Shakespeare al improbable pero convincente cronista de su propio pueblo, el de Catania, Nápoles o Siracusa, o el de las barriadas de Roma; eligen utilizar sin reservas sus diversos dialectos rurales, decisión que respeta y aprovecha el director de la obra, Fabio Cavalli, para tonificar todavía más su propuesta escénica. A su vez, los Taviani evitan contracampos innecesarios, muestran mínimamente al director dirigiendo a sus actores, y dejan a los intérpretes dueños absolutos de ese reclusorio de alta seguridad, tan siniestramente familiar para ellos, vuelto de pronto gran escenario de los ensayos teatrales. Hay alguna nota humorística: el director Cavalli pide a los actores mayor celeridad y no desperdiciar las horas, y uno de ellos, Cosimo Rega, intérprete de Casio, reflexiona con ironía: «He pasado aquí veinte años y se me pide no perder el tiempo». En otra escena, uno de los presos improvisa parlamentos, imagina soluciones diferentes al conflicto presentado, y concluye que de haber vivido Shakespeare en su barrio proletario, habría pensado las cosas de modo muy distinto, aunque tal vez las habría dicho de igual manera. El entusiasmo se apodera de los presidiarios actores, quienes en sus celdas ensayan una vez más las réplicas y discuten las implicaciones de la trama. De lejos, los guardianes del penal asisten respetuosos a los ensayos en el patio y a las pequeñas riñas entre los reos, que en apariencia son reales y en apariencia son también preparativos para las grandes disputas en la obra.

Esas disputas y desencuentros que pronto culminarán en un acto de traición y en un crimen, tienen que ver con algunos de los códigos de honor, cuya violación posiblemente condujo a más de uno de los reos a purgar largas condenas, algunas de por vida. Condenas referidas al pie de imagen en sus presentaciones ante la cámara, condenas por tráfico de drogas, por un crimen pasional o por catorce años delictivos en las filas de la Camorra napolitana. Cuando Marco Antonio (Antonio Frasca) alude con sorna apenas disimulada a la honorabilidad de los asesinos de su amigo Julio César (Giovanni Arcuri), cada reo conoce el peso de una honorabilidad tan engañosa y sus saldos a menudo desastrosos. Es el mundo violento de la corrupción política y de la criminalidad urbana, mundo del exterior harto conocido y que ahora los presidiarios recrean con intensidad en el interior de la mazmorra. Y lo hacen aportando al texto del poeta inglés los añadidos de su propio lenguaje callejero, los dialectos jamás del todo abandonados, el ímpetu y la desfachatez que los largos años de encierro tampoco han derribado. «Eso no está en el guión. César no dice eso», señala el reo Juan Dario Bonetti (intérprete de Decio) a su compañero de teatro, y Giovanni Arcuri (Julio César) le responde: «Lo diría, si te conociera».

César debe morir vuelve la representación teatral carcelaria un laboratorio de aproximaciones y entrecruces formales que van de un Bertolt Brecht revigorizado a la reapropiación del realismo lacónico de Robert Bresson en Un condenado a muerte se escapa (Un condamné à mort s’est échappé, 1956). Los actores, presidiarios perplejos, viven en el escenario un regusto de libertad de muy corto alcance. Al término de la representación, la realidad del encierro se impone con un dramatismo todavía mayor al de la obra representada. Un actor, Cosimo Rega (Casio), valora el impacto de lo sucedido, el carácter ambiguo de su breve contacto con la experiencia artística, la distancia insalvable con el mundo exterior que prodiga aplausos y reconocimientos, y confiesa: «Desde que conocí el arte, esta celda se volvió una prisión».

Además de ser una lectura y una representación audaz e inteligente de la tragedia de Julio César, la cinta de los Taviani es también una reflexión sobre la creación artística y su poder liberador. En ella se confunden con enorme malicia la realidad y la ficción, el realismo fílmico y la ilusión teatral, y se extiende también el escenario shakespeariano hasta los terrenos de la crónica periodística actual, donde, es bien sabido, muchos crímenes suelen acompañar a las traiciones políticas.

 

Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 4, primavera 2013, pp. 42-43) y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.


Carlos Bonfil dese hace veinte años es crítico de cine para el diario La Jornada. Colabora en Cine PremiereLa TempestadLetras Libres y la International Film Guide. Recientemente coordinó la publicación del libro ¡Hoy grandioso estreno!: El cartel cinematográfico en México (2011).