El gran cine soviético: 1954-1991 (1/3)

El gran cine soviético: 1954-1991 (1/3)

Por | 5 de junio de 2017

El espejo (Zérkalo, 1974)

La muerte de Iósif Stalin redefinió la vida en la Unión Soviética. Terminó el Gran Terror –aunque no del todo el estado policial y de delación del vecino– y terminó el realismo socialista –sin embargo, se mantuvo la censura. En el cine, esto se manifestó en una libertad creativa inédita. Tanto cineastas hechos y derechos que frenaron sus búsquedas formales y por fin podían perseguir carreras, si no truncadas, hiperlimitadas, como nuevos talentos, generaron una época de oro del cine mundial.

Es de notar que, si bien se permitía y se fomentaba explorar las formas y los temas, prácticamente todos los cineastas reconocidos en el «mundo libre» fueron censurados en algún momento. La mayor parte de los proyectos almacenados o truncados fue exhumada de bóvedas imprecisas o financiada para su conclusión cuando Mijaíl Gorbachov nombró a Elem Klímov primer secretario del Sindicato de Cineastas, durante la Perestroika.

Esta lista en tres partes se ocupa de la larga edad de oro del cine soviético, ocurrida entre 1954 y 1991. Ordenamos a los cineastas y películas que seleccionamos en el momento en que comenzaron a ser relevantes, aunque hagamos rizos en el tiempo para volver a ese momento y seguir adelante. Ojalá disfruten tanto como nosotros este repaso por uno de los momentos más grandes de la historia del cine.

 

Tengiz Abuladze

Arrepentimiento (Monanieba, 1984)

Los primeros trabajos de Tengiz Abuladze fueron documentales que exploraron el folklor georgiano, pero obtuvo notoriedad, en colaboración con Rezo Chkheidze, por el El asno de Magdana (Magdanas lurja, 1955), un relato lineal más o menos ajustado al realismo socialista de la época, donde una familia pobre y sin padre que vive de la venta de yogurt rescata a un burro enfermo y ve su suerte mejorar. A partir de aquí se convirtió en el máximo referente del cine de la República Soviética Socialista de Georgia con su cine tragicómico. Alcanzó su máxima notoriedad con Arrepentimiento (Monanieba, 1984), la última entrega de lo que hoy se considera una trilogía cuyas otras dos piezas son La súplica (Vedreba, 1967) y El árbol de los deseos (Natvris khe, 1977). Arrepentimiento, la historia del alcalde de un pueblito que muere, es enterrado y al día siguiente aparece desenterrado en el jardín de su hijo, quien lo vuelve a enterrar sólo para encontrarlo nuevamente en su jardín al día siguiente, permaneció tres años bajo censura hasta que, con la Perestroika, se exhibió en toda la Unión Soviética. Se convirtió en un éxito comercial por su denuncia del sufrimiento del pueblo soviético por los desaparecidos en los campos de concentración durante la dictadura estalinista. Si bien fue pensada como una alegoría permeada de surrealismo, esta película, igual que la trilogía a la que pertenece, destaca la crudeza de la tiranía y la violencia en ámbitos marcadamente georgianos.

 

Grigori Chujrái

La balada del soldado (Ballada o soldate, 1959)

Las obras más destacadas de Grigori Chujrái parten de un encuentro de su experiencia como paracaidista en la Segunda Guerra Mundial con el descubrimiento del neorrealismo italiano como estudiante del Instituto Pansoviético de Cinematografía (VGIK, por sus siglas en ruso). En El cuarenta y uno (Sórok pervyi, 1956) narra la historia de amor entre una joven francotiradora y un oficial zarista que cae prisionero después del levantamiento armado de 1917. Más adelante, en colaboración con el guionista Valentín Yezhov, realizó su filme más aclamado: La balada del soldado (Ballada o soldate, 1959), una película que vuelve a retratar un romance entre dos jóvenes en medio de la desolación ocasionada por la guerra. En ambas obras, sobre todo en la segunda, se pueden observar las constantes en la obra de Chujrái: por un lado, un ideal romántico con el que logra que el amor le dé sentido a la vida y sirva como un puente para entender la guerra y generar el deseo por la paz; y por el otro, un uso crítico de la figura del héroe soviético, una imagen con la que no comulgaba por considerar que impedía mostrar sus verdaderos sueños y fracasos para abrir paso a las cualidades épicas promovidas por el régimen de Stalin.   

 

Mijaíl Kalatózov y Serguéi Urusevski

Soy Cuba (1964)

En plena madurez, Mijaíl Kalatózov realizó una asociación genial con el virtuosísimo camarógrafo Serguéi Urusevski. Juntos filmaron cuatro películas de las cuales tres son obras maestras donde hay un encuentro notable entre dirección de actores y profundidad argumental y conceptual, y un riesgo formal inaudito en los movimientos de cámara. Las tres obras a las que nos referimos son Cuando pasan las cigüeñas (Letiat zhuravlí, 1957), sobre una chica que tras ser violada mientras espera que su novio vuelva de la guerra se dedica a atender heridos en combate y se enfrenta constantemente al horror y a la solidaridad de la situaciones extremas; La carta que no se envió (Neotprávlennoie pismó, 1959), sobre cuatro geólogos atrapados en el invierno siberiano durante una expedición para localizar un yacimiento de diamantes y enfocada en Konstantín Sabinin (Innokenti Smoktunivski), quien va escribiendo una larga carta a su esposa; y Soy Cuba (1964), retablo de la historia de Cuba en tiempos de Fulgencio Bastista y de cómo dio pie a la llegada del comunismo, una película que desapareció tras su estreno, como se explora en el documental Soy Cuba: El mamut siberiano (Soy Cuba: O Mamute Siberiano, Vicente Ferraz, 2005). La colaboración entre Kalatózov y Urusevski aún tiene que ser explorada. ¿En qué medida cada artista consiguió tener voz en esta mancuerna genial? ¿Cuándo una cámara que sale volando se convierte en un hecho metafísico, cuándo es un hecho político? Lo notable es que en ningún caso el riesgo formal se regodea en sí mismo, y que tampoco, en ningún caso, la cámara deja de estar al servicio del proyecto central, ni siquiera en los momentos es que se mueve más libremente, poniendo en entredicho todas las reglas del lenguaje cinematográfico.

 

Grigori Kózintsev

Hamlet (Gámlet, 1964)

Después de hacer comedias teatrales y varias cintas con tintes políticos, es decir, propagandísticos, en 1957 Grigori Kózintsev rodó un largometraje a color, Don Quijote (Don Kijot), donde aprovechó la novela de Cervantes para aludir a la lucha de clases, gracias a la adaptación teatral rusa de Yevgueni Schwarz. En esta cinta, comenzaron a notarse rasgos estilísticos que se volverían importantes en sus adaptaciones posteriores de Shakespeare, como por ejemplo, su dedicación a la recreación de escenarios de época, a la musicalización y lo que ahora llamamos diseño sonoro. Poco después, Hamlet (Gámlet, 1964), codirigida por Iósif Shapiro, con música a cargo de Dmitri Shostakóvich y fotografía de Jonas Gricius, lo convirtió en un favorito del público. La película construye un relato muy potente tanto visual como emocionalmente, con una profunda comprensión del espacio como eje para la traducción de los elementos de la obra a la imagen en movimiento. Su segunda adaptación de Shakespeare, El rey Lear (Korol Lir, 1970) logra capturar el caos y, a su vez, retratar un equilibrio entre lo épico y lo íntimo, todo matizado nuevamente por la musicalización de Shostakóvich y la fotografía de Gricius. Kózintsev. En su último periodo, fue uno de esos raros directores capaces de comprender distintos lenguajes y traducirlos en imágenes en movimiento sin que dejen de remitir a sus fuentes originarias pero a la vez, sin que parezcan teatro o novela filmada.

 

Serguéi Bondarchuk

La guerra y la paz (Voiná i mir, 1965-67)

A pesar de tener una obra inconstante, Serguéi Bondarchuk probablemente haya sido el más grande de los directores alineados al partido soviético, una especie de anti Tarkovski. Después de haber actuado en algunas cintas, Bondarchuk dirigió y actuó El destino de un hombre (Sudbá cheloveka, 1959), basada en una novela de Mijaíl Shólojov, la historia de un chofer que pierde todo durante la Gran Guerra Patriótica –es decir, la Segunda Guerra Mundial– y que a pesar de todo vuelve a construir al Comunismo y adopta a un niño que también perdió todo. Su segundo trabajo como director fue la extraordinaria épica La guerra y la paz (Voiná i mir, 1965-67), adaptación de la novela fundamental de Lev Tolstói, dividida en cuatro partes y con una duración total de siete horas, donde él mismo interpretó a Pierre Bezújov. La guerra y la paz es una de las grandes superproducciones en la historia. Con un presupuesto enorme (8 millones de rublos, equivalentes a 9 millones de dólares de su tiempo), muchas facilidades tecnológicas y unos 120,000 extras, resulta una precursora innegable de las sagas épicas que abundan en el cine actual. Con esta producción, obtuvo el Óscar a la mejor película extranjera, pero su mayor logro quizá es el tratamiento del noble Bezújov. La obra tiene una narrativa fragmentaria y en las batallas, de modo muy acorde, con las ideas de igualdad leninistas el héroe se confunde entre la masa sublevaba reforzando que se trata de uno más entre ellos. En 1970 se unió al partido Comunista y en 1971 fue nombrado presidente del Sindicato de Cineastas. Su carrera se volvió cada vez más épica e irregular, un ejemplo de ello es el díptico mexicosoviético Campanas rojas (Krásnyie kolokolá, 1982-83). Su última gran cinta soviética fue Borís Godunov (1984), adaptación del texto de Aleksándr Pushkin donde él mismo interpreta al zar de ascendencia tártara que se coronó con intrigas tras la muerte de Iván el Terrible, descendiente de Rurik, y que fue confrontado por Dmitri I, un Rúrikovich, que se pensaba muerto y que podría ser un impostor.

 

Mijaíl Romm

El fascismo cotidiano (Obyknovennyi fashizm, 1965)

Otro director veterano que alcanzó sus logros más importantes tras la muerte de Stalin. Su primer largometraje de esta época fue Nueve días en un año (Déviat dnei odnogó goda, 1961), drama donde tras el triángulo amoroso de dos científicos que quieren a la misma mujer, se esconde una fábula sobre el sentido del ser a través del trabajo y de la entrega a una causa común a través del personaje de Dmitri Gúsev, quien a pesar de haber recibido dosis graves de radiación, persiste en sus investigaciones en los que parecen sus últimos días de vida. Posteriormente, exploró el terreno documental con la que podría considerarse su obra más importante: El fascismo cotidiano (Obyknovennyi fashizm, 1965), donde siguiendo el ejemplo de Esfir Schub, Romm construye una narrativa a base de pietaje de archivo, para preguntarse los porqués del nazismo en Alemania, su crecimiento, su explosión y su impacto después de la guerra. La película está narrada por el mismo Romm, quien usa recursos entonces muy novedosos como cuadros congelados y acciones en reversa para confrontar al espectador y denunciar los vínculos del Partido Nacional Socialista alemán con el capitalismo.

 

Andréi Tarkovski  

Stalker (Andréi Tarkovski, 1979)

Tarkovski es uno de los nombres más grandes del cine soviético –equiparable, tal vez, sólo con Serguéi Eisenstein. Desde su primer largometraje, La infancia de Iván (Ivánovo dietstvo, 1962), comienzan a manifestarse las características que definirían el resto de su obra: el uso de los elementos naturales, el carácter poético –tanto visual como verbal–, su fijación con la memoria, las traducciones oníricas de los pasajes de las vidas de sus personajes –en especial los episodios de la infancia–, la dimensión espiritual y su manera de retratar los rostros –con acercamientos distintos a lo masculino y a lo femenino. En su cine, el tiempo se dilata y el desarrollo del relato responde más al mundo interno de sus personajes que a una estructura lineal convencional. El cine de Tarkovski, una de las propuestas más sólidas de la época que despertó tanto la fascinación del público como la hostilidad de algunas autoridades, recae en la mirada personal de sus personajes y pone el lenguaje cinematográfico al servicio sus viajes de introspección, lo que ha orillado a muchos teóricos a detenerse en los múltiples niveles que construyen su obra. Desde sus cintas de ciencia ficción (Solaris [Soliaris, 1972] y Stalker [1979]), hasta aquellas con tintes más íntimos y hasta autobiográficos (como El espejo [Zérkalo, 1974]), el cine de Tarkovski gira alrededor de la idea de la captura del tiempo. Para profundizar en su mirada y su concepción del cine, vale la pena revisar su obra escrita, ya que no sólo se trata de uno de los cineastas más relevantes de la historia, sino también uno de los mayores pensadores de la disciplina. ¿Cómo decir algo de Tarkovski que no suene banal y reiterativo?

 

Serguéi Paradzhánov

Ashik Kerib  (Ashuk’ Karibi, 1988)

Serguéi Paradzhánov es una figura excéntrica en todos los sentidos: un armenio de Tbilisi que desarrolló la primera parte de su carrera en Kiev antes de asentarse en Yereván para desarrollar una obra que, más que armenia, es transcaucasiana. También fue excéntrico en lo más destacado de su trabajo fílmico y en su obra plástica, conformada mayormente por collages. Después de realizar musicales irrelevantes, recuperó una novela costumbrista del escritor ucraniano Mykhailo Kotsiubynskyi, centrada en una aldea hutsul fuera del tiempo. Sombras del pasado o Los caballos de fuego (Tini zabutykh predkiv, 1964) narra la historia de un herrero enamorado de la niña rica de la aldea, una tragedia folklórica, iluminada por la religión y un tratamiento poético radical de lo sobrehumano. Los elementos étnicos y ortodoxos de la película no fueron del agrado de las autoridades , que suspendieron la filmación de su siguiente proyecto, Frescos de Kiev (Kyivski freski, 1965), del que quedan sólo algunos fragmentos.  Migró a Armenia y ahí dio forma al estilo que caracterizaría su obra final, una suerte de recuperación juguetona del primer cine (cámara generalmente fija, intertítulos…) que dialoga en términos compositivos con la tradición pictórica tradicional compartida por los tres países de Transcaucasia –un punto en común con su obra plástica– y de tono poético, casi anarrativo. La tres películas de este periodo son, Sayat Nová (1968), reeditada por las autoridades soviéticas como El color de las granadas (Nṙan guynë,  1969), dedicada a la vida y poesía del máximo bardo medieval armenio; La leyenda de la fortaleza de Suram (Ambavi Suramis tsikhitsa, 1984), que cuenta la leyenda de la familia de Zurab, quien se sacrificó para que sobre su cuerpo se hiciera una fortaleza que protegiera a Georgia de invasores musulmanes; y Ashik Kerib (Ashik’ Karibi, 1988), sobre un músico que decide hacerse rico para casarse con la mujer de la que está enamorado, y consigue lo primero pero no lo segundo. En el largo tiempo en que Parazhánov no pudo filmar estuvo preso dos veces, bajo cargos nunca comprobados de homosexualidad y robo de iconos.

 

Elem Klímov

Ven y mira (Idí i smotrí en ruso e Idzi i hlyadzi en bielorruso, 1985)

Como apuntamos en la introducción, a la luz reformista de la Perestroika de Mijaíl Gorbachov, Klímov se convirtió en primer secretario del Sindicato de Cineastas Soviéticos, cuando se sustituyó a la vieja guardia que resguardó materiales fílmicos durante décadas. A pesar de las convicciones idealistas por liberar las películas controladas por el Estado, Klímov se vio obstaculizado en su intento por fomentar un cine vibrante y libre. Sin embargo, Klímov no merecería un lugar en esta lista si no tuviera un legado fílmico contundente. Si bien tuvo cierta notoriedad por burlarse de Nikita Jruschov en el largometraje con el que se tituló como cineasta en 1964, su primera obra destacada fue Agonía (Agonia, 1973-75), dada a conocer en Europa en 1981 y en la Unión Soviética en 1985, donde retrata a la vez los últimos meses vida del polémico curandero místico Grigori Rasputin y del Imperio Ruso. La película es fragmentaria, tiene intercaladas vistas fílmicas de época, y no hace abiertamente ningún juicio hacia el zarismo, lo que causó su censura. Años más tarde, Klímov realizó una de las obras maestras de la historia del cine mundial, Ven y mira (Idí i smotrí en ruso e Idzi i hłjadzi en bielorruso, 1985), basada en una novela y varios relatos del escritor bielorruso Aleś Adamovič, una obra sobre un niño de una aldea bielorrusa durante la Segunda Guerra Mundial. La película se caracteriza por el contraste entre una fotografía formalmente notable y una narración sórdida, desgarradora y profunda sobre los afectados por la violencia, ya sea bajo nazi o soviética. Floria, el personaje principal interpretado magistralmente por Alekséi Krávchenko a sus 14 años, va envejeciendo sin nunca dejar de ser un niño, mientras que Glasha (Olga Mirónova), pasa de ser una chica alegre a una especie de autómata que sobrevive entregándose a cambio de la protección del ejército soviético.

 

Redacción: Mariana I. Miranda, Abel Muñoz Hénonin y Ana Laura Pérez Flores.