Cines postsoviéticos: 1993-2010

Cines postsoviéticos: 1993-2010

Por | 25 de agosto de 2017

Mi felicidad (Schastie moioSerguéi Loznitsa, 2010)

No sólo Rusia siguió a la Unión Soviética, la siguieron otros 13 países. De hecho, en gran medida, tres pequeños países, Lituania, Letonia y Estonia, iniciaron el periodo al encarar al gigante. Si bien Ucrania, Armenia y Georgia ya aparecieron en nuestro recuento del cine soviético, ahora, aparecen por primera ver Kazajstán y Lituania. Los países del norte de Europa y del Asia Central tienen muy poco en común fuera de haber pertenecido a una federación. Y así es en los cines que se empiezan a vislumbrar aquí: hay muy poco en común entre los cineastas y las películas que elegimos, excepto por la influencia de la cultura de Lenin y Dostoievski.

Andréi Tarkovski y Aleksándr Dovzhenko son las figuras que más influyen en los dos primeros cineastas de la lista, coincidentemente se trata de los que tienen voces más originales. Los demás, si bien influidos por la más potente de las culturas eslavas, en general encontraron en su propio contexto materia para personalizar su cine. Destaca en este conteo el tayiko Bajtiar Judoinázarov, quien realizó toda su obra en ruso y con una clara nostalgia por las hoces y los martillos. En su caso dejamos la versión rusa de su nombre. También en el de Serguéi Loznitsa, que ha preferido escribir su nombre a la rusa y no a la ucraniana. En los demás optamos por acentuar sus diferencias. Llamamos Därejan Ömirbaev, en kazajo, a Darezhán Omirbáiev y Aqtan Abdıqalıkov, en kirguís, a Aktan Abdykálykov.

Al igual que en la lista del primer cine ruso posterior a la URSS optamos por películas y directores muy conocidos y pensamos que, por contigüidad histórica, la lista tendrá que ser revisada y corregida en unos años.

 

I. Grandes directores

Šarūnas Bartas

La casa (Namai, 1997)

Šarūnas Bartas es, posiblemente, el nombre más conocido del cine lituano –porque Jonas Mekas, aunque sea un poeta lituano, es un cineasta estadounidense. Su obra, cuyas inquietudes comenzaron a vislumbrarse en sus primeros trabajos, realmente se consolidó con su segundo largometraje de ficción, El corredor (Koridorius, 1994), una cinta hecha justo después de la independencia de Lituania de la Unión Soviética y de la disolución de esta última. La búsqueda de identidad en épocas de incertidumbre se volvió, a partir de este momento, uno de los temas recurrentes en la obra del cineasta. Esta cinta, con un tono pesimista y un manejo abstracto de los tiempos y las situaciones, plantea una atmósfera claustrofóbica y confusa desde el punto de vista de un hombre –interpretado por el mismo Bartas– que no comprende su nueva libertad. Es una cinta que metaforiza el pasado y el presente de Lituania a través de un espacio cerrado, pasillos y puertas. Las tomas largas, la ausencia de diálogos, el sonido ambiental y los personajes que funcionan como metáforas de una nación en transición se convirtieron en elementos muy importantes y presentes en sus siguientes cintas: Pocos de nosotros (Mūsų nedaug, 1996), que sucede en Siberia, explota el contraste entre personas y su entorno para representar la desconexión cultural de los individuos durante los cambios políticos; La casa (Namai, 1997) usa la falta de comunicación entre un hijo y su madre para hablar de la misma falta de pertenencia; La libertad (Laisvė, 2000), Siete hombres invisibles (Septyni nematomi žmonės, 2005) y Aborigen euroasiático (Eurazijos aborigenas, 2010) muestran personajes vulnerables que intentan escapar de un pasado que no les permite vivir plenamente el presente convertido en una larga espera, el eje de su obra. Cuando las cosas cambian justamente hay que aguardar la incertidumbre, como se pueda, y en ese intersticio se coloca la mirada de Bartas.

 

Serguéi Loznitsa

Paisaje (Peizazh, 2003)

Si Serguéi Loznitsa, ucraniano nacido en Bielorrusia, fuera veinte años más viejo probablemente tendría una añoranza de y una reticencia a la Unión Soviética tan grandes como las de Svetlana Aleksiévich, bielorrusa nacida en Ucrania. Pero no. Loznitsa tiene algo claramente soviético en su cine, formal y temáticamente, pero a su vez, tanto en su ficción como en sus documentales está anclado en un presente europeo al que su propio país quiere acceder conflictivamente, proceso del que él mismo, migrante en Alemania, es una muestra. Para entender la doble tendencia de su cine detengámonos en dos de sus trabajos: Paisaje (Peizazh, 2003) y Mi felicidad (Schastie moie, 2010). Paisaje es un retrato documental muy directo sobre la vida en una aldea rusa filmado en una estación de autobuses. Al mismo tiempo es fragmentario. La cámara está en constante movimiento y si nos podemos acercar a algunos de los habitantes del pueblo es de manera seccionada, gracias a lo que alcanzamos a escuchar de su relato. Esa misma fragmentación y esa misma movilidad fotográfica son la base de Mi felicidad, que si bien, tiene algo de ficción es más bien un largo poema sobre el cambio, el desmembramiento y el sinsentido en un mundo que sigue, impasible. Con esta última película Loznitsa adquirió notoriedad internacional y posteriormente ha dado pruebas de su mirada excepcional, heredera del mejor cine soviético y totalmente nueva a la vez.

 

II. Algunas películas

Asesino (Killer, Därejan Ömirbaev, 1998)

Un chofer de Almatý –justo antes de que la ciudad dejara de ser la capital de Kazajstán– sufre un accidente automovilístico cuando recoge, en el auto de su jefe, a su esposa y su hijo recién nacido. Como él tiene la culpa, se endeuda y, tras intentar encontrar soluciones por todos lados, termina pidiéndole dinero prestado a un mafioso. Los intereses lo rebasan hasta que le ofrecen asesinar a un periodista para saldar su deuda, enfrentando su moral con su desesperación por sobrevivir. En esta película vemos una ciudad cuyo desamparo encarna este individuo. Su dilema existencial y su búsqueda desesperada por no caer en la miseria refieren a la crisis espiritual y moral que atravesó su país desde la disolución de la Unión Soviética. Es una cinta que recupera elementos del cine negro para retratar la incertidumbre y la vulnerabilidad de un hombre víctima de sus circunstancias, como si se tratara de un punto de encuentro entre la tragedia dostoievskiana y la cultura kazaja, paradoja que es un rasgo clave en el cine de Ömirbaev. Asesino es su película más conocida, aunque quizá su obra más importante sea Cardiograma (Kardiogramma, 1994), donde un púber de las estepas conoce la ciudad y el amor desgraciado cuando es hospitalizado.

 

El hijo adoptivo (Beşqempir, Aqtan Abdıqalıkov, 1998)

Beşqempir trabaja en las ladrilleras de su aldea mientras experimenta los cambios de la pubertad y las inquietudes de la sexualidad. Sin embargo, tras enterarse de forma traumática de su condición como huérfano, empieza una historia de enojo y rebeldía debido a la verdad que le fue ocultada. Por medio de una secuencia pausada de imágenes en blanco y negro, aunque en ocasiones intercale el color, el protagonista se pregunta cómo debe actuar y quién es en realidad si todo ese tiempo no convivió con sus auténticos padres. El hijo adoptivo fue la primera película del Kirguistán independiente y quizá pueda leerse en términos políticos pensando en su coincidencia con los retratos de la figura del padre en el cine ruso de la misma época: los kirguises se convirtieron en un pueblo, de algún modo, huérfano. El director Aqtan Abdıqalıkov, unos años después de esta película cambió su nombre por uno que ya no denota la influencia rusa: Aqtan Arım Qubat.

 

Luna papá (Bajtiar Judoinazárov, 1999)

Un niño en el vientre cuenta la historia de su madre, Mamlakat, una joven de diecisiete años que con el sueño de convertirse en una gran actriz desea ofrecerse como aprendiz en una compañía de teatro que visita Uzbekistán. Sin embargo sus planes se ven frustrados tras haber llegado tarde a la compañía, perdiendo así su oportunidad. Aquella misma noche es seducida por un actor, que dice ser amigo de Tom Cruise y se convierte en el padre del narrador, un padre sin rostro. Safar, al saber la noticia del embarazo de su hija, decide buscar al hombre que ha cometido tal deshonra en contra de su familia y así emprende junto a sus hijos, Nasreddín y Mamlakat, un surrealista y cómico viaje en busca de un orden, de un padre. Judoinazárov, tayiko, logró su mejor trabajo con una historia que retoma relatos orales uzbekos para hacer una película en ruso. De hecho todo su cine fue filmado en esa lengua eslava y, de algún modo, tras la disolución de la URSS se nota su añoranza por una estructuración anterior, similar a la que Emir Kusturica sentía por Yugoslavia. No debe ser tan azaroso que el tono de Luna papá recuerde el de Underground (Podzemlje, 1995).

 

El ángel a mi derecha (Farishtai kitfi rost, Jamshed Usmonov, 2002)

Hamro (Maruf Pulodzoda), vuelve a Asht, su pueblo natal al norte de Tayikistán, después de pasar una década como delincuente en Moscú. El regreso se debe a que su madre, Halima (Uktamoi Miyasarova), está muriendo. Para pagar sus deudas y poder darle un funeral digno, Hamro comienza a reparar la casa familiar de modo que la pueda vender más cara, hasta que se le revela que todo es una artimaña para que conozca y se ocupe de su hijo de nueve años. El título de la película viene de la noción, compartida por todas las religiones abrahámicas, de que todos tenemos un ángel a la derecha y un diablo a la izquierda que nos susurran. El director Jamshed Usmonov cotrasta el retrato de la vida cotidiana y detenida en el tiempo en su pueblo natal (su madre y su hermano hacen los papeles principales) con la situación política de Tayikistán después de su separación del bloque soviético. Quizá es posible entender al protagonista como una representación de la crisis social que experimentó la nueva nación tras periodo de guerra civil y transformación económica.

 

Calle Tzameti 13: El club del suicidio (13 Tzameti, Géla Babluani, 2005)

La opera prima de Géla Babluani parecía ser el preludio de una gran carrera cinematográfica, con una dosificación adecuada de la tensión, que mediante el uso de recursos cinematográficos viejos, como la fotografía a blanco y negro, crea una atmósfera de suspenso clásico. Este thriller social cuenta la historia de Sébastien, un joven obrero que emprende un viaje hacia lo desconocido, siguiendo las indicaciones de la carta que una robado donde se promete una gran suma de dinero al destinatario. Movido por la necesidad y la curiosidad suplanta la identidad del verdadero destinatario, un hombre que lo contrató para arreglar el techo de su casa y que muere de una sobredosis tras recibir la misteriosa invitación. La pesadilla de Sébastien inicia cuando las indicaciones le llevan a un lugar clandestino y escabroso donde hombres poderosos apuestan la vida ajena. Hablada en francés y en georgiano Calle Tzameti 13 enfatiza la fantasía y la nostalgia que forman parte de la migración: hay una calle de nombre georgiano en medio de una ciudad francesa.

 

Redacción: Mariana I. Miranda, Abel Muñoz Hénonin, Ana Laura Pérez Flores y Juanita Porras.