Eldorado XXI

Eldorado XXI

Por | 6 de febrero de 2018

Bienvenidos a La Rinconada; paraíso minero del Perú a unos 5 mil metros de altura sobre el nivel del mar. Bienvenidos a la montaña poblada de basureros y de gente que va y viene, Sísifo colectivo todo el tiempo, en ascenso y descenso para picotear la piedra en busca de oro. Bienvenidos al mundo de los no-lugareños que debieron quedarse allí, al pie del cerro congelado, para laborar de día en la tierra y para subir al cielo de noche a seguir trabajando con el firme propósito de ejercer, como muchos (casi como todos), una suerte de minería aficionada.

Además de paisajes invernales, la primera mitad de Eldorado XXI (2016) nos muestra un mismo plano: cientos de hombres y mujeres caminan a través de un basurero para ascender o descender de la montaña donde esperan encontrar oro. La secuencia de casi una hora es fija. La cámara mira con una inclinación muy marcada. El fondo de la imagen es profundo y nítido. De la penumbra que alcanza a revelar la lente vemos salir a los cientos de uniformados que portan cascos y lámparas, y que son apenas visibles por las luces de sus indumentarias y de los otros. Salen de allá o de acá silenciosos porque nada más resuena la boca de piedras y lodo y mugre que hay en el suelo.

En el fuera de campo se despliega una proyección que cada espectador puede imaginar de maneras diferentes: el mundo no visible, hasta entonces, de La Rinconada. Mundo no visible, pero absolutamente tangible. Región puesta allí por medio de la polifonía de una colección de voces en off con testimonios de lugareños, informaciones y comentarios de locutores o cápsulas de propaganda política. El sonido del documental dirigido por Salomé Lamas (Lisboa, 1987) construye una atmósfera virtual de ese lugar: el aprendizaje de la minería, las migraciones no deseadas, la prostituta que revela la soltería generalizada de la vida nocturna, el machismo, la polución decadente, la multiculturalidad y la violencia; siempre la violencia y, más aún, la justificación de la violencia autoritaria de las clases gobernantes: a veces hace falta “mano dura”, dice un comentarista en la radio.

El acto preparatorio fundamenta el ambiente con otra clase de sonidos. El campo visual del ascenso casi de hormiga de la tanta gente que se parte el lomo, y la esperanza, martillando la piedra es invadido de vez en vez por música, voces dispersas, campanarios y fenómenos ambientales. Es como si toda la primera hora del largometraje fuera pensada como el advenimiento de un pueblo entero; como si la gente que sube y baja ante nuestros ojos fuera apenas la vanguardia de una marcha gigantesca con la que viene toda La Rinconada. Allá viene el pueblo en un camión o a pie; viene entero ese horizonte humano marginado, mirado tan de cerca por una hora, que parece que las caras de toda esa gente son como una sola fisonomía; como el rictus que tienen las máscaras de los residentes en las danzas rituales.

Y La Rinconada llegará de la segunda mitad del filme con un ritmo de montaje completamente diferente. Un corte vuelve a la montaña recubierta de nieve; otro corte vuelve al caserío abstracto de la pendiente; luego un camión que desciende con la gente cantando y  bailando música del momento; luego las mujeres que hacen artesanías; y después las calles; las casas y las calles; La Rinconada ya completa en su dimensión humana. La Rinconada que aparece poco a poco, atroz y huamana al mismo tiempo, en un ejercicio que nunca es de pornomiseria.

A partir de allí el documental arrojará una serie de descubrimientos visibles que mezclan lo atroz, lo festivo, lo mundano, lo espiritual, entre otras instancias, para que la fisonomía unánime del pueblo adquiera formas concretas de calle, casa, capilla, trabajo artesanal, borrachera, máscara, baile, música, bebida: gente. Todo ello visto como un contrapunto entre la inmensidad paisajística de ese lugar tan arriba en la tierra y las condiciones de vida de los residentes (lugareños y/o desplazados) en ese mundo humano y semihumano al mismo tiempo. No es necesario mostrar en un documental que hace etnografía para decirnos que el humano puede llegar a lugares impensados, y con toda clase de sacrificios, como ya lo había mostrado Sebastião Salgado con un arte diferente.

Y viene La Rinconada.


Rodrigo Martínez es profesor de Géneros Periodísticos, así como de Sociología y Cultura del Cine en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Publica la columna Atalante en la revista Punto en línea.