Historia de fantasmas
Por Ana Laura Pérez Flores | 18 de enero de 2018
Un fantasma delimitado por una sábana con dos hoyitos, deambulando silenciosamente en la casa que compartió con su pareja, sin causar nada más que algunas intermitencias en las luces: una tela que vuelve visible la invisibilidad. En Historia de fantasmas la representación se despoja de las visiones metafísicas de la vida después de la muerte –esa tan manoseada alma en búsqueda de redención o salvación de un otro– para entregarnos un fantasma caricaturesco, banal –e incluso terrenal–: este fantasma cristaliza la intrascendencia de un humano que se inserta en una historia mayor y que, a la vez, es atravesado por esa historia, ese tiempo. El mundo existió antes y existirá después. Los espacios, las personas, todo lo que coincide con una existencia se empalma con ella de alguna manera. Pero, eventualmente, se vuelve ineludible aceptar que todos terminaremos esfumándonos sin pena ni gloria.
C (Casey Affleck) vivía con su pareja, M (Rooney Mara). Después de mostrarnos breves instantes de su vida juntos, lo vemos morir abruptamente en un accidente. Pero C no se va como suelen irse los muertos, se levanta de la camilla con una sábana encima y regresa a su casa. Ya no existe, pero sigue al lado de M mientras ella continúa con su vida, ahora en duelo. No conocemos muchos detalles de lo que había sido su dinámica de pareja, sólo algunos fragmentos de la que parece haber sido su última discusión: ella quería irse de esa casa y él insistía en quedarse porque ahí había «mucha historia». Su defensa del hogar como espacio que encapsula un tiempo, donde se albergan recuerdos, fue una manera de dejar de existir desde antes: C era un hombre cuyo presente se sostenía permanentemente por aquel pasado, una cáscara del ayer. Aun antes de haber muerto, C ya era un fantasma.
La figura del fantasma materializa (o vuelve visible, al menos en la representación) la idea de una vida después de la muerte, un anhelo humano de trascendencia que sólo prolonga nuestros esfuerzos en vida. Siempre hay que dejar algo, una obra, recuerdos, una huella en un lugar o en otra existencia: la creación es también un anhelo de supervivencia simbólica, de permanencia. Así, los fantasmas que hemos visto una y otra vez en el cine son representaciones de un alma que aun después de la muerte sigue existiendo y teniendo algún tipo de injerencia en el mundo terrenal. En Historia de fantasmas (A Ghost Story, David Lowery, 2017) sucede todo lo contrario: la vida de la viuda continúa, y sí, permanecen los recuerdos, pero finalmente se encamina hacia un futuro en un lugar donde él ya no está –un lugar al que ella planeaba ir a pesar de las objeciones de él en vida.
Dice David Le Breton: «Ciertas personas que mueren ya habían desaparecido mucho tiempo atrás. La muerte no era más que una formalidad».[1] La muerte es la desaparición definitiva, aunque uno haya estado desvaneciéndose desde mucho antes. Historia de fantasmas no se detiene demasiado tiempo en el duelo de la mujer que sobrevive ni en una relación fracturada, estos eventos no son más que momentos en un tiempo que sigue avanzando de forma implacable. El carácter cíclico del relato, con un desarrollo totalmente anticlimático, se aleja de sentimentalismos para enfocarse en lo absurdo de la ilusión de trascendencia: a pesar de nuestros intentos por fijarnos en espacios, en memorias, en un tiempo, al final habrá un momento en que no quede nadie que nos recuerde. Nuestro destino es volvernos invisibles.
[1] David Le Breton, Desaparecer de sí: Una tentación contemporánea, Ediciones Siruela, Madrid, 2016, p. 21.
Ana Laura Pérez Flores es la coordinadora editorial de Icónica. @ay_ana_laura
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