Zama
Por Eduardo Cruz | 30 de noviembre de 2017
La adaptación de una gran novela implica siempre riesgos de diferentes órdenes. El más importante de todos, tal vez sea, no perder de vista que el ejercicio de adaptar no pasa por ponerle una cara y voz específica a una narrativa ya construida, sino en hacer surgir, a partir de las especificidades de una nueva disciplina, en este caso el cine, la intención primigenia de la obra, la que subyace bajo el relato. Se trata, más que de ponerle una imagen a la historia contada, de encontrar las imágenes y sonidos que sustituyan a las palabras. El cine, desde sus albores, ha arrancado de la literatura sus historias, sin detenerse a reflexionar, en la mayoría de los casos, sobre las diferencias y especificidades que les unen o separan. Entre la literatura y el cine hay un conflicto irreconciliable: mientras la fuerza de la primera recae en la sugestión a partir de la descripción, la debilidad del segundo está en lo que se muestra de más. En el caso de Zama (2017), adaptación de la obra homónima del argentino Antonio Di Benedetto, que narra el calvario de un funcionario criollo atrapado en Asunción ante la eterna espera por la resolución de su traslado a un mejor puesto, la forma literaria exigía, desde el principio, distanciarse del material de origen. La novela podría describirse como un soliloquio profundo, una inquietante reflexión que deriva en un viaje introspectivo y nihilista sobre la condición de la espera y de la identidad. Trasladar dicho material al audiovisual requería por fuerza de un realizador avisado.
Pero Lucrecia Martel no es una cineasta cualquiera. La representante mejor calificada del llamado nuevo cine argentino comprende como pocos realizadores en la actualidad las posibilidades del dispositivo cinematográfico. Ya con su opera prima La Ciénaga (2001) había deslumbrado por su manejo hiperconsciente de las superficies de la imagen cinematográfica (lo visual y lo sonoro), consagrándose como una autora, prácticamente desde aquel momento. Sus films posteriores, La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008), sólo confirmarían sus habilidades formales. Una tarea tan grande como la adaptación de una novela representativa de Argentina, no podía recaer en alguien de menor rango. Pero Zama representa un quiebre en la filmografía de Martel (Salta, 1966). Han pasado casi diez años desde su última película y no sólo su cinematografía ha madurado desde entonces sino que también pareciera que sus intereses apuntan en nuevas direcciones. Para bien y para mal Zama resulta ser, al mismo tiempo, la más ambiciosa y –de alguna forma– la más accesible de sus películas. Por vez primera su cinta no se desarrolla en Salta, entorno del que se nutrían sus primeros films y elemento que dotaba su trabajo de una localidad particular. Tampoco juega con los códigos sociales del presente. La historia del corregidor don Diego de Zama, ubicada en el Paraguay de la década de 1790, retrata los estertores de la decadente vida colonial latinoamericana previa a los movimientos independentistas de principios del siglo XIX. Pero más importante aun, aunque sea sólo un matiz, en esta ocasión su protagonista no es una mujer. En sus tres cintas anteriores, «se enuncia desde el título la apariencia de lo femenino y de lo fantástico, pero el género no se condensa nunca (ni en lo femenino ni en el terror)».[1]
Con Zama, Martel encuentra la posibilidad para desencadenar toda su capacidad de enrarecer el mundo. O la percepción de él. El juego de lo histórico le permite además introducir nuevos elementos, y explotar otros, como no había hecho antes.
El primer gran acierto de la cinta es que prescinde de la voz en off como recurso inevitable para el retrato de una individualidad. La película se cuenta desde la voz de todos sus personajes, pero no por ello nos aleja de la percepción particular de su protagonista. La construcción de dicha percepción se da a través de una perfeccionista planeación de encuadres que evidencian la capas en el espacio (filma casi siempre detrás de ventanas, puertas, rejillas y otros marcos, o cortando los cuerpos indiscriminadamente, como si la cámara no pudiera contenerlos) y un inquietante manejo de la dimensión sonora. Hay tres momentos en Zama que nos sirven para poner en discusión la genialidad de su propuesta formal en función de su contenido:
1.- Casi al principio, mientras conocemos las labores habituales de don Diego, él acude a la recepción de un mercader oriental recién llegado a la región. Después de la presentación oficial conocemos al supuesto hijo del oriental, quien será, inesperadamente, quien nos presente a don Diego. El niño, que habla susurrando como si su voz naciera desde otro lugar, aparece frente al personaje para recitarle sus inseguridades, sin que quede claro si existe o no. A partir de entonces, cada vez que aparezca un niño en escena, el ambiente se verá enrarecido, confundiendo lo real y lo imaginario: «Ojalá fuera lo inaudito, pero hay un niño dentro».
2.- En cierto momento, mientras Zama suplica al intendente de Paraguay la obtención de la carta que autorice su traslado, al tiempo que recibe una noticia absurda por la naturaleza de su petición, una llama al fondo de la oficina, como tomando conciencia propia, se aproxima a él, generando una de las tensiones más interesantes en el film, como una suspensión temporal. Abusando de la interpretación (conscientemente en este caso) diría que los animales en la cinta operan como testigos. Miradas que reprochan a Zama su cobardía ante el desarrollo de los acontecimientos, y su aparente falta de carácter. Poco antes del dramático acto final el recurso se repite, cuando un caballo resulta el encargado de obligar a don Diego a confesarse consigo mismo y a revelar su condición derrotada ante sus verdugos.
3.-Por último, en diferentes secuencias, Martel hace uso de la repetición del diálogo como recurso para alterar el punto de vista del film. Como si por instantes, toda la percepción sonora de la cinta se viera abstraída al estado mental de su protagonista. Las voces de los personajes a su alrededor entran en una suerte de sincronización con los sonidos del ambiente, —como en la escena del té con Luciana Piñares de Luenga, por ejemplo, o en la conversación con su casero mientras las hijas danzan alrededor— produciendo una mezcla entre el punto de vista externo y el interno en el film.
Todo esto forma parte que una política de la percepción que Martel ha venido trabajando desde el principio de su carrera. La cineasta argentina utiliza cada elemento en el plano, para poner en duda nuestro aparato visual. Su cine no es uno de certezas sino de incertidumbres, que nos obliga a cuestionar nuestras relaciones con el mundo.
[1] Nicolás Prividera, El país del cine: Para una historia política del nuevo cine argentino, Los Ríos Editorial, Villa Allende, 2014.
Eduardo Cruz es ilustrador independiente y coeditor de la revista Correspondencias: Cine y pensamiento. Ha colaborado con el Festival Internacional de Cine UNAM (FICUNAM), la gira de documentales Ambulante y la revista Crash.mx.
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