Vuelven
Por Andrés Téllez Parra | 16 de noviembre de 2017
Se suele acusar a las narrativas fantásticas de “escapismo” porque, se arguye, presentan formas de evasión de la realidad, escenarios en los que los lectores o los espectadores pueden dejar de lado por un momento el tedio (o el horror) cotidiano para sumergirse en un mundo paralelo al nuestro que tiene sus propias reglas y su propio orden, que aunque puede parecerse al nuestro, es más reconfortante entre más distante y lejano se muestre.
En Fantasy: The Literature of Subversion[1], Rosemary Jackson sostiene que el atractivo de los textos fantásticos no reside en su capacidad para evocar el escapismo o el placer de los lectores (o espectadores), sino en que «perfilan lo que no se dice y lo que no se ve de la cultura», en otras palabras, en que subvierten nuestro mundo cotidiano, lo que entendemos por realidad.
«Había una vez un príncipe que quería ser tigre…» Así iniciaba el cuento fantástico de Estrella (Paola Lara) que se ve brutalmente interrumpido por una balacera al inicio de Vuelven (Issa López, 2017). Para amortiguar el horror de una escena que desde hace más de una década se ha vuelto cotidiana en muchas ciudades del país, mientras los niños se encuentran bocabajo tratando de protegerse de las balas, la maestra, cual hada madrina, entrega a Estrella tres pedazos de gis, con los que podrá pedir tres deseos, como si en realidad, la irrupción violenta de lo real en el incipiente inicio de un relato fantástico fuera sólo una continuación de este, como si el relato fantástico se hubiera visto obligado a incorporar la realidad misma para no verse interrumpido. Pero esta interrupción, si bien no detiene el proceso de fabulación, que a partir de este momento parece haber cobrado vida propia, sí se ve desbordado por lo real. Terminada la balacera, Estrella abandona la escuela para encontrarse con el cuerpo de un hombre asesinado, cuya sangre comenzará a seguir, o acosar, a la protagonista por el resto del filme.
Con esta secuencia inicial se problematiza la representación de lo real y de lo fantástico en una película que será narrada desde el punto de vista de niños que han quedado huérfanos por la violencia del narco. Esta elección permite hacer varios planteamientos. El primero, desde luego, tiene que ver con la manera en que los niños y las niñas tratan de dar sentido a actos de violencia que han trastocado prácticamente toda forma de vida cotidiana. En este caso, recurren a la fabulación, a la generación de narrativas fantásticas, pero que no buscan una vía de escape de la realidad o reconfortar a quien las escucha, a quien las genera, sino de dar sentido a una realidad tan violenta que no se comprende, que ha devenido absurda. «Había una vez un tigre que se escapó de su jaula y que se comía a todos los niños huérfanos», ensaya El Shine (Juan Ramón López) ante sus pares, otros huérfanos, cuyos padres y cuyas madres han sido asesinados o desaparecidos por un grupo de narcotraficantes.
La mayoría de los teóricos del género fantástico concuerdan en que para que este tenga lugar es necesario, primero, dejar bien asentado aquello sobre lo cual la otredad, lo desconocido, irrumpirá, es decir, la realidad que se verá acosada o amenazada por esas fuerzas provenientes de otro plano, de otra realidad. Lo que la película de Issa López (ciudad de México, 1971) muestra es sumamente desconcertante y quizá en ello resida la radicalidad de su propuesta: la imposibilidad de delimitar claramente los dominios de la realidad y los dominios de lo fantástico (o acaso la imbricación de ambos) para representar la violencia en un país como el nuestro. Y esto se observa de manera clara en la construcción de las narrativas de los niños.
Contrario a lo que se podría pensar en un primer momento, el filme no nada más muestra una forma en que los huérfanos de la llamada guerra contra el narco tratarían de dar sentido a esta realidad que los desborda; lo que muestra es que, de facto, la forma en que cotidianamente nos relacionamos –todos, no nada más estos niños– con esa violencia omnipresente comparte las características estructurales de un relato fantástico, en que lo Otro que nos acosa, es real, demasiado real: la violencia producto, entre otras cosas, de la guerra contra el narco, y en el que las narrativas que tratan de darle sentido son muy similares a la que esos niños se cuentan en la noche para tratar de dormir: «Había una vez un país en donde las mujeres que salían a trabajar muy temprano por la mañana rumbo a las maquiladoras desaparecían misteriosamente, eran raptadas por seres no identificables»; «Había una vez un país en donde las personas podían escarbar en la tierra y encontraban huesos de personas desconocidas»; «Había una vez un país en donde un grupo de estudiantes normalistas desaparecidos por policías y militares fueron calcinados en una gran fogata en un basurero remoto».
En La estética geopolítica: Cine y espacio en el sistema mundial[2], Fredric Jameson aborda el problema de la representación de los mecanismos del capitalismo tardío en el cine de conspiración, cuyas películas dan cuenta de la imposibilidad de acceder a una representación visual de las dinámicas del nuevo sistema mundial. En su libro Jameson propone regresar a la alegoría como una forma de analizar aquello que ya no puede representarse visualmente.
En el caso de México, cabe preguntarse por las posibilidades de representar no solo la violencia sino todos los mecanismos que la posibilitan, que la desencadenan, como por ejemplo, la innegable relación entre narcotráfico y política, la colusión entre delincuentes y policías y encargados de impartir justicia.
En Vuelven, desmarcándose de la larga lista de cineastas que han decidido abordar este problema desde una perspectiva realista, Issa López opta por crear una alegoría, en la que la irrupción de lo ominoso freudiano que caracteriza a lo fantástico moderno no puede ser sino el retorno, la vuelta de lo reprimido de los discursos y las narrativas oficiales (las “verdades históricas”), del conteo abstracto del número de personas fallecidas, de “daños colaterales”, que se siguen sumando en el país: los cuerpos violentados, asfixiados, ahogados, mutilados, de nuestros muertos, nuestras desaparecidas, que en su materialidad y su negativa a desaparecer del todo solo nos exigen una cosa: recordar.
[1] Rosemary Jackson, Fantasy: the Literature of Subversion, Methuen, Londres, 1981.
[2] Fredric Jameson, La estética geopolítica: Cine y espacio en el sistema mundial, Paidós, Barcelona, 1995.
Andrés Téllez Parra es escritor y profesor de Sociología del Cine en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
Entradas relacionadas
Cinco postales móviles de una ciudad (¡Ya México no existirá más!)
Joker: Folie à Deux: Tiempo de diagnósticos
Por Mariano Carreras
16 de octubre de 2024Longlegs, el terror que no fue
Por Israel Ruiz ArreolaWachito
17 de septiembre de 2024Mudos testigos: Levemente real, levemente espectral
—¡Ah, una nueva emoción! —Hola, soy ganas de criticar IntensaMente 2
Por Israel Ruiz ArreolaWachito
9 de julio de 2024Río de Sapos, cine de lo desconocido
Por Gustavo E. Ramírez Carrasco
5 de julio de 2024