Austerlitz
Por Carolina Reyes | 24 de agosto de 2017
Decenas de personas deambulan frente a la cámara con bermudas y lentes de sol, el atuendo típico de turista. Pronto habrá centenares. Después, con toda probabilidad, millares. No se sabe a dónde se dirigen hasta que Serguéi Loznitsa aparca el lente en plano general, de frente a la multitud, y se alcanza a leer «Arbeit macht frei» [«El trabajo nos hace libres»]. Lo que sigue resulta apabullantemente normal para la época en que vivimos, mas también incomoda y calibra lo que habrá de atestiguarse durante 94 minutos: una caterva de hombres y mujeres posan cómodamente frente a ese letrero, umbral de uno de los sitios más vergonzosos y crueles de la historia de la humanidad. No hiperbolizo al hablar de incomodidad. Ese encuadre, que habrá de repetirse varias veces a lo largo del documental, subvierte el poder del espectador, quien pasa de observante a observado. Inevitable sentir que las imágenes que capturan los otros son las nuestras; un recurso brillante para transmitir, quizá, lo ominosa de la mirada necroturística.
Hemos de contemplar el recorrido de los visitantes, mirarlos transitar con pies y ojos las cámaras de gas, los sitios de tortura y hacinamiento. La cámara, en contraposición, se hallará estática, invariable como el espacio que filma. Hemos de escuchar cómo las babélicas voces de los guías, oscilantes entre un idioma y otro, convierten la historia de los campos de concentración en barullo impersonal, casi ininteligible. De vez en cuando, algún turista aprehenderá esta narrativa recreándola –algo casi tétrico, dado el contexto. No bien termina de escuchar el relato de los prisioneros supliciados cuando se apresta a posar como si él fuera uno de ellos: una postal del pasado agónico reconocido impasiblemente desde el presente. Y ahí surge la pregunta en que radica la potencia del ejercicio de Loznitsa (Baránavichi, 1964): ¿qué tanto contribuyen estos tours a la construcción de la memoria histórica, acto cuya legitimidad e importancia no se pone en duda?
Difícil articular una respuesta en una película que carece, casi por completo, de diálogos. No hay entrevistas, de manera que las opiniones de los otros se escapan. Hay, eso sí, indicios: un primer plano de un rostro con expresión atribulada, recurso que podría apuntar a una afectación emocional; pero, también, la ignorada sugerencia de una guía a sus viajeros, conminados a postergar su refrigerio (momento que casi se empalma con las historias sobre la hambruna de los prisioneros). Así, entre devaneos antitéticos, arribará el cierre y se verá a los turistas abandonar el campo con una sonrisa en los labios que resulta inquietante. ¿Se puede salir de la crueldad apaciblemente normal, sin sentir una fisura?
De interrogante en interrogante, se llega a una paradójica certeza: en el documental no hay respuestas, sólo interpelaciones –algo que el mismo Loznitsa confirmó en una entrevista otorgada al equipo del Festival Internacional de Documental de Ámsterdam en 2016. Queda, entonces, aventurar soluciones. Y aquí respondo, a título personal, la pregunta planteada unos párrafos arriba: estos tours, hoy por hoy, parecieran fungir como terapia de choque antichoqueante que nos aclimata a la muerte. Bergson escribió en Materia y memoria que el presente era «el imperceptible progreso del pasado carcomiendo el porvenir».[1] Quizá Austerlitz (2016) prevalezca como prueba de lo opuesto.
[1] Henri Bergson, Materia y memoria: Ensayo sobre la relación del cuerpo con el espíritu, Cactus, Buenos Aires, 2006, p. 172.
Carolina Reyes estudió Letras Hispánicas en la UAM-I. Es editora y ha colaborado con La Peste y Tierra Adentro.