Registro y legalidad: Sobre el juicio do

Registro y legalidad: Sobre el juicio documental (2/2)

Por | 3 de mayo de 2017

Tempestad (Tatiana Huezo, 2016)

Aquí puedes leer la primera parte de este ensayo.

Si bien se ha diluido el mito de la objetividad y la “verdad” que ha marcado al cine documental desde antes de creadores como Jean Rouch (cinema vérité, cine verdad en la Francia de los 60) o antes del mismo Dziga Vértov con su Kinó-Pravda (cine-verdad de la Unión Soviética postrrevolucionaria), esta tendencia de fidelidad documental con aquello que comúnmente llamamos “la realidad”, así como los tonos de denuncia en los discursos documentales, parecen resurgir en la reciente explosión del género documental, cuya diversidad además nos habla de un replanteamiento de los métodos de concertar lo que dentro del horizonte compartido se entiende por “experiencia verdadera”. Y es que justamente las nociones de “verdad” aplicadas al lenguaje cinematográfico en hombres como Vértov, nos orillan a considerar la provocación de que la verdad no está tanto en el registro directo sino en los dispositivos de montaje, no tanto en las tomas aisladas, sin filtro, sino en su encadenación al servicio de una intención expresiva (o en su defecto, comunicativa).

Dos películas documentales producidas en México recientemente extienden esta discusión. En ambas, se aborda la narración del testimonio de manera distribuida, es decir, a partir de diluir la atribución del delito o de la justicia a identidades localizables por el nombre (siendo el nombre –y consecuentemente el rostro, la identidad– el anclaje necesario para la impartición de la justicia). En la primera parte de Tempestad (2016), Tatiana Huezo de algún modo reparte el dolor detrás de la violencia sistémica en el México contemporáneo en múltiples rostros de pasajeros indistintos que miran por la ventana de un autobús en movimiento. En esta primera mitad, Huezo nos sugiere que todos somos víctimas. Un año después, Everardo González estrena La libertad del Diablo (2017), donde logra la distribución no sólo del dolor sino también de quienes infligen o provocan ese dolor, esto a partir de clausurar la identidad (de nuevo, la identidad como pilar de la atribución del delito) por medio del uso de máscaras sobre sus personajes. Si Huezo nos dice que a todos nos duele la podredumbre del país, González también nos hace pensar en nuestra complicidad con los perpetradores de la violencia. El culpable y la víctima, entonces, bien pueden estar ambos entre cualquiera de los espectadores.

A la reflexión anterior se suman los abordajes desde películas de ficción, que abonan a la función del poeta o el artista en la construcción del discurso histórico. El cine de ficción también ha sido determinante en el juicio de la historia moderna. Por volver a la Segunda Guerra Mundial como ejemplo, el hecho de que el holocausto haya sido retratado incontables veces por innumerables directores, mientras que sobre los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki existan apenas un puñado de películas, nos habla ya de un balance del poder, de quiénes salieron vencedores, de cuál es la versión de la historia que merece ser contada. Además, el uso de material de archivo o formas que emulan el registro “directo” dentro de las narrativas de ficción, soporta la construcción de discursos de tono “real” o “verídico”. Por ejemplo, en Memorias del subdesarrollo (1968), Tomás Gutiérrez Alea decide utilizar fotografías, metraje y registros sonoros para construir una denuncia de los “hijos de buena familia” que defendían las causas injustas de Fulgencio Batista, contra quien se alzó la Revolución Cubana. Decisiones formales como ésta confirman el poder de la forma documental sobre el espectador.

En este sentido, «al discutir las representaciones de la ley, el balance entre evidencia y narrativa es fundamental».[1]  Esta idea de Stella Bruzzi es reveladora pues nos permite también imaginar que incluso en la sala de tribunales existe un componente narrativo. Ninguna ley es unívoca, siempre hay una interpretación de los hechos. Por ello Errol Morris, al hablar de The Thin Blue Line (1988), documental para el cual recrea la escena del crimen desde múltiples premisas, desafiando toda convención sobre objetividad, sugiere que «la memoria es un asunto elástico». La memoria misma es una reconstrucción. No hay univocidad en la memoria, así como no la hay en la ley. Esto lo entiende también, al parecer, el director de teatro Suizo, Milo Rau, quien recientemente estrenó una película en la cual pone en escena los juicios sostenidos en la Rusia de Putin contra artistas com o las Pussy Riot (The Moscow Trials, 2013). Otros filmes, como El acto de matar (The Act of Killing, Joshua Oppenheimer, Christine Cynn y un director anónimo, 2012) y su secuela, La mirada del silencio (The Look of Silence, Joshua Oppenheimer, 2014), juegan con los horizontes de la memoria en relación con la perpetración de la violencia, reconociendo que no toda violencia (y por lo tanto, no toda evidencia) es tan “evidente” como en ocasiones se nos vende: hay capas escondidas que también nos permiten relacionarnos con los crímenes.

Podemos entonces afirmar que siempre habrá zonas oscuras en el cine documental en relación a los hechos que retrata: «Los documentales pretenden graficar un camino lógico por medio de la evidencia para “descubrir lo que realmente pasó”, pero la relación entre los hechos y su representación está en tensión con las inestabilidades inherentes del proceso de mediación».[2] De manera semejante, podemos afirmar que la práctica documental vista como un acto creativo, aporta una capa de verdad adicional a la realidad que es imperceptible en los hechos por sí mismos. Esta idea, aunque sea una visión ya común entre realizadores, teóricos y críticos por igual, no necesariamente corresponde con el entendimiento del público en general y la relación que todos mantenemos con la forma documental, en tanto que ésta conserva su poder de verosimilitud que la convierte en un arma poderosa de denuncia y, en el otro extremo, de propaganda. En este sentido, si recordamos al kalumniator romano como un hombre que pone en jaque el orden del Estado y debe entonces llevar esa marca por el resto de sus días, ¿qué sucede hoy con los calumniadores? Por momentos parece que en el poder están los calumniadores y los castigados son los que osan desafiar el régimen del engaño. Por supuesto que la práctica documental ni debe ni puede salvarnos del remolino histórico en el que vivimos actualmente. Lo que sí puede hacer, creo yo, es ofrecernos algunas pistas para replantear cómo reivindicar la experiencia histórica, siendo ésta una condición para la construcción del futuro, y ofrecer un entendimiento de la memoria, esa máquina individual y colectiva de significación de la historia, como una necesidad de supervivencia.

Aquí se puede leer la primera parte de este ensayo.


[1] Stella Bruzzi, “Narrative, ‘Evidence Vérité’, and the Different Truths of the Modern Trial Documentary”, en Documentary Across Disciplines, editado por  Erika Balsom y Hila Peleg, The MIT Press, Cambridge (Massachusetts) y Londres, 2016, p. 254.

[2] Idem., p. 254


Pablo Martínez Zárate es artista multimedia y fundador del Laboratorio Iberoamericano de Documental de la Universidad Iberoamericana, donde también da clases. Dirigió los documentales Ciudad Merced (2013) y Santos diableros (2015). pablomz.info