La langosta y el amor binario

La langosta y el amor binario

Por | 31 de marzo de 2016

Hay siempre, en el discurso sobre el amor, alguien a quien nos dirigimos. Este alguien pasó al estado de fantasma o de criatura venidera. Nadie tiene deseos de hablar del amor si no es por alguien.

Roland Barthes¹

No hay lugar para quien está solo. Tampoco hay términos medios ni matices: todo es binario. En este universo sólo existen solteros y parejas; sólo se admiten personas que se definan como heterosexuales u homosexuales. La relación entre dos personas deviene únicamente en ser aptos el uno para el otro o no serlo en absoluto. La sociedad que Giorgos Lánthimos (Atenas, 1973) dibuja insiste en institucionalizar las relaciones humanas hasta reducirlas a una serie de reglas específicas e inquebrantables: el amor, con sus catástrofes, sus matices y su locura, no cabe en este mundo. El humano aquí no puede vivirse a sí mismo como humano.

El relato, narrado por una mujer que inicialmente no conocemos, comienza con David (Colin Farrell) siendo trasladado a las instalaciones de un hotel después de que su esposa lo abandonó por alguien más. Su duelo parece inexistente: «No estalló en lágrimas y no pensó que lo primero que la mayoría de la gente hace cuando descubre que alguien ya no lo ama es llorar». Desde este momento advertimos que algo es distinto, sólo para descubrir más tarde que no se trata de una condición específica del protagonista: en esta dimensión parece no haber ningún tipo de exabruptos sentimentales, todo está bajo control, todo está perfectamente acomodado.

La langosta (The Lobster, 2015) plantea una realidad que parece haberse despojado de todas las imperfecciones de la humanidad para suprimir lo incomprensible. Ya no existe toda la gama de posibilidades que conllevan las relaciones humanas. Se trata de un lugar y una época en la que estar solo no es permitido: quien no pueda encontrar pareja o haya perdido a la suya es internado con un plazo limitado para encontrar a alguien. Las personas se presentan a través de rasgos definitorios. Se identifican por medio de atributos que permitirán el encuentro con alguien más que los comparta (se habla de la pareja conformada por los que aman esquiar, la pareja que tiene bonitas voces, la pareja a la que le sangra la nariz). Tienen la oportunidad de extender su plazo para encontrar pareja saliendo durante las noches a cazar a los solitarios (aquéllos que han decidido rebelarse frente al sistema y ahora viven escondidos en el bosque bajo su propio esquema igualmente estricto de reglas). La búsqueda contrarreloj se vuelve un juego de compatibilidades superficiales. Quien no lo logre dejará de ser humano para ser transformado en un animal de su elección.

El escenario, totalmente teñido de colores fríos, enmarca las interacciones de personajes que manifiestan un rango de emociones estrictamente delimitado: nadie se altera mayormente por nada, hasta el enojo y la desesperación se viven en una zona media, segura. Encontrar pareja –aunque se trate de un asunto de supervivencia humana– no parece ser más que un trámite necesario y aceptado.

No se habla de amantes ni de amor: las parejas se conforman como una ecuación matemática (se habla de habitaciones sencillas y habitaciones dobles, actividades para solteros y actividades para parejas). Ese alguien que todos buscan sirve simplemente para completar el par, un par que sólo puede conformarse entre piezas que en un nivel inmediato y de manera públicamente evidente encajan. Las medidas que los personajes toman para permanecer juntos sirven como preservación de esa paridad sistemática más que como necesidad de un vínculo real. Las piezas sobrantes son desechadas.

«Amo al otro no según sus cualidades (compatibilizadas) sino según su existencia; por un movimiento que ustedes bien podrían llamar místico, amo no lo que él es sino: que él es.»² Ese amor complejo e inabarcable cuyos rincones se ha dedicado a explorar incesantemente el humano, se traduce en este mundo a una serie de elecciones binarias. Parece tratarse de una inversión del discurso amoroso de Roland Barthes: en un afán por allanar las complejidades del vínculo amoroso, los personajes eligen a un otro para después forzarlo a encajar en la lista de requisitos establecida –si permanecen juntos después del plazo estipulado, están listos para reincorporarse a la sociedad como una pareja sana y feliz. El amor se ve reducido a la mímica del amor, al discurso amoroso ensayado, acartonado y replicado en cada uno de los pares.

Quienes se atreven a decir «Te amo (más que a nada en el mundo)», la pareja que se dedica a entablar una conversación que se va complejizando con el tiempo, que se arriesga a pesar de la incertidumbre, está cometiendo el acto más revolucionario posible, está amenazando la estabilidad –¿quién puede hablar de un amor permanentemente estable?. Por más que este mundo distópico presente a todas luces tintes de ciencia ficción, por más que se describa un escenario que sólo admite como opciones la relación o la muerte humana, por más que el humor negro de Lánthimos plantee situaciones ridículas, el relato sabe incómodamente inmediato. La incertidumbre y los matices –en esta dimensión también– parecen peligrosos. Hoy, las cartas de presentación no distan demasiado de una serie de opciones elegibles. Gustos e intereses para ser seleccionados entre una lista, algoritmos de compatibilidad, conversaciones en 140 caracteres (o menos), deslizar el dedo hacia la derecha o hacia la izquierda en Tinder: el elogio de la simplificación. Esta sociedad también tiene algo desesperadamente binario.


¹ Roland Barthes partiendo de Jacques Lacan, Fragmentos de un discurso amoroso, Siglo XXI, Madrid, 1982, p. 93.

² Roland Barthes partiendo de Jean-Louis Bouttes, idem., p. 93.


Ana Laura Pérez Flores es licenciada en Comunicación Social por la UAM-X y coordinadora editorial de Icónica.