The Handmaid’s Tale

The Handmaid’s Tale

Por | 15 de junio de 2017

Estados Unidos: un grupo de hombres blancos en el poder, las mujeres a su servicio en función de sus cualidades reproductivas o su estatus –aunque siempre por debajo de ellos–, gente queriendo huir a Canadá para librarse de la opresión, medidas barbáricas en el sistema de salud, brotes de oposición que se convierten en alianzas… Cuando empecé a ver The Handmaid’s Tale, que se estrenó apenas cinco meses después de las elecciones de nuestro país vecino, me pareció una serie sospechosamente oportuna. La abordé esperando una distancia clara –aunque Trump y sus decisiones nos incumban en cierta medida a todos, a quien le incumben directamente es a la población de su país, ¿no?–, pero el terror y la náusea que acompañaban los créditos finales de cada capítulo me comprobaron lo contrario. Aunque está basada en el libro de 1985 de Margaret Atwood, retomar esta historia justo ahora fue una decisión infalible que no se queda en Estados Unidos porque lo que su presidente representa en relación con las mujeres y su autonomía, no es local; y, además, se enfrenta a un público especialmente ávido de retratos complejos de mujeres fuertes.

Gilead, el nombre que adopta el nuevo régimen, opera bajo valores teocráticos y fascistas: una sociedad cuyo fin es regresar a los valores tradicionales –interpretados por ellos mismos, claro– y criar nuevas generaciones a toda costa. Como la falta de conciencia del humano ha dejado a gran parte de la población estéril, es el deber biológico de las mujeres fértiles –o criadas, como las de Jacob en el Génesis– seguir proveyendo hijos que serán cuidados por los hombres en el poder y sus esposas. Entre el resto de las mujeres hay unas, llamadas todas Martha, que trabajan como servidumbre en las casas, y otras, llamadas Jezebel, que trabajan como prostitutas en un lugar clandestino. Las labores de cada tipo de mujer están definidas en función del hombre y a ninguna –ni siquiera a las esposas– se le permite salirse de su rol. Por si fuera poco, hay ojos infiltrados en todos lados, no se sabe en quién se puede confiar y hasta expresar el mínimo descontento puede ser mortal… El único nombre importante es el del hombre de la casa –las criadas se anulan como seres hasta convertirse en mera propiedad: Offred (Elisabeth Moss) es Of-FredDe-Fred, de su amo. Gilead, un lugar convenientemente desdibujado al grado de poder ser cualquiera, es como una prisión para ella que, sin embargo, siempre tiene un esbozo de esperanza materializada en rayos de luz que entran por las ventanas: en medio de la desolación recurre a los momentos en que quiebra la convención y platica con las otras criadas, a su amorío con el chofer, a sus impulsos subversivos y los de las otras, y finalmente a sus recuerdos de la vida antes de Gilead, especialmente de su hija. Todas son estrategias de resistencia en un mundo adverso.

Las vertientes de The Handmaid’s Tale (Bruce Miller, 2017) son inabarcables: la frustración de la mujer que anhela ante todo ser madre y no lo logra, la lesbiana sometida a mutilación genital por traicionar a su género, la mujer que desarrolla un trastorno psicótico como defensa, las mujeres cuyos hijos fueron arrebatados, la frustración e impotencia de las Tías encargadas de mantener en orden a las criadas, la violación sistematizada de las mujeres fértiles… El factor común es que ninguna de ellas es dueña de su cuerpo ni de sus decisiones. Ninguna puede decir que no. En una escena desgarradora, una criada es obligada a hablar sobre una violación en grupo que sufrió, sólo para que una de las Tías aleccione al resto hasta que terminan todas señalándola y repitiendo, cual letanía, que fue «su culpa». Cuando alguien comete una falta grave, a cada una se le entrega una piedra para ejercer un castigo colectivo. Todas están vestidas igual: son una masa cuya cohesión, proveniente del miedo, suprime la posibilidad de crear vínculos personales.

Hasta que se dan cuenta de que no están solas. Cartas que otras mujeres fueron dejando, pedacitos de historias, miradas de complicidad: lazos entre mujeres por el dolor compartido y la fortaleza con que le plantan cara a ese dolor. Cuando Offred encuentra un mensaje que dejó la criada anterior a ella, «Nolite te bastardes carborundorum»[1], se da cuenta de que no está sola, alguien más estuvo donde ella está, alguien más sintió lo que está sintiendo. «No nos hubieran uniformado si no querían que fuéramos un ejército», dice en su monólogo interno durante otro momento de empoderamiento. La opresión en Gilead hace tres décadas y hoy es símbolo de muchas otras mutaciones de la misma violencia: los matrimonios forzosos de niñas alrededor del mundo, la mutilación genital femenina en Medio Oriente, la trata de blancas y la esclavización sexual, la penalización del aborto o la falta de condiciones para abortar, la revictimización de las mujeres violadas que denuncian, los feminicidios…

Últimamente hemos visto muchos productos pop cuyo motor es la fuerza femenina y su capacidad de enfrentar las adversidades: ahí están la Mujer Maravilla y Jessica Jones en los mundos de los superhéroes, Kimmy Schmidt y Leslie Knope en la comedia, o incluso la misma Elisabeth Moss interpretando a Peggy Olson en Mad Men (Matthew Weiner, 2007-15)Las mujeres fuertes parecen ser garantía de éxito y, generalmente, también ellas encuentran cierto éxito después de haberse enfrentado a todas las adversidades que un mundo aun dominado por hombres representa. Todavía no sabemos en dónde termina Offred, y aunque esta versión es mucho más alentadora que la novela, las mujeres de Gilead siguen inmersas en un entorno donde la crueldad y hostilidad dominan: no hay un solo enemigo que cristalice el peligro por aniquilar, el enemigo es todo un sistema de creencias, expectativas y deberes que vive en las mentes de quienes tienen el poder, por eso no es suficiente con una sola heroína que se enfrente a él. «Ella me ayudó a encontrar la salida. Ella está muerta. Ella está viva. Ella soy yo», piensa Offred después de encontrar el mensaje, en un tono motivacional que, aunque se desprende del texto original, ha resonado porque posiblemente eso es lo que hace falta: un recordatorio de la fuerza de la colectividad, de que el dolor universal, más que una debilidad universal, es una oportunidad para crear lazos y, esperemos, movernos contra los enemigos comunes.


[1] «No dejes que los bastardos te destruyan.»


Ana Laura Pérez Flores es licenciada en Comunicación Social por la UAM-X y coordinadora editorial de Icónica.  @ay_ana_laura