De hombres y de dioses

De hombres y de dioses

Por | 1 de mayo de 2012

En De hombres y de dioses (Des hommes et des dieux, 2010), el quinto largometraje de Xavier Beauvois, ocho monjes cistercienses se debaten entre permanecer en su monasterio, ubicado en una región musulmana en Argelia, o regresar a Francia, ante la inminente amenaza de grupos radicales islámicos. Tras algunas deliberaciones, los ocho hombres deciden que su destino es permanecer al lado de la comunidad a la que sirven, porque un pastor no abandona a su rebaño.

Una de las secuencias más logradas de la película es justamente cuando los monjes han tomado la decisión de quedarse, sabiendo que esa elección podría costarles la vida. Beauvois (Auchel, Francia, 1967) reproduce una especie de última cena: alrededor de la mesa, todos escuchan de pie la bendición que de los alimentos hace Christian (Lambert Wilson), el guía de esta orden; su voz se detiene momentáneamente cuando Luc (Michael Lonsdale), el doctor, entra a la escena con un par de botellas. Acostumbrados –los monjes y el público– a escuchar únicamente los cantos que se llevan a cabo durante las oraciones, Luc hace algo inusual: pone un cassette en la grabadora y la música de El lago de los cisnes de Chaikovski invade la escena.

En un inicio los rostros denotan alegría, incluso se observan risas. Pero la cámara regresa y se acerca, el plano se acorta y nos muestra únicamente los rostros, las expresiones, que del regocijo pasan a la resignación, con un dejo de tristeza, conscientes de su destino. Finalmente, la mirada de Christian se dirige hacia nosotros al tiempo que la música se extingue. En su aparente sencillez, Beauvois ha realizado a la vez un cuadro viviente y una exploración del alma de estos hombres sin recurrir al diálogo; logra lo que Jean Epstein percibía ante el uso del primer plano: «(…) altera el drama gracias a la impresión de proximidad. El dolor se halla al alcance de la mano. Si extiendo el brazo, te toco, intimidad. Cuento las pestañas de ese sufrimiento. Podría sentir el sabor de sus lágrimas». Y es así como se sienten las lágrimas de Amédée (Jacques Herlin), el monje más anciano, que no logra ocultar su dolor ante sus hermanos, seres espirituales, sí, pero antes que nada, hombres.

 

Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 0, primavera 2012, p. 58) y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.


Rebeca Jiménez Calero estudió la licenciatura y la maestría en Comunicación en la Universidad Nacional Autónoma de México.