Plaza de la Soledad

Plaza de la Soledad

Por | 4 de mayo de 2017

Sección: Crítica

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Plaza de la Soledad. El nombre, así suelto, es un oxímoron bellísimo. Suena a un ágora para la introspección. A templo para los abandonados. A remanso para quienes no tienen solaz. Pero neutralizar el nombre es una impostura. El nombre tiene algo medieval, católico, como la mentalidad española –renacentista y feudal al mismo tiempo– que dio forma a la Nueva España. La soledad de la plaza es la soledad de María, viuda de hijo. La Virgen de la Soledad, variante de Nuestra Señora de los Dolores, la que tiene el corazón atravesado por espadas.

Me cuenta José Ignacio Lanzagorta que a finales del siglo XVIII Gregorio Pérez Cancio fue asignado a la capilla dedicada a la Santa Cruz que había ahí con

la misión de convertirla en parroquia, porque ya se había poblado más el oriente de la ciudad. Pero el nivel de marginación ahí era brutal desde entonces y hasta la fecha: ningún cura quería hacerse cargo. Pérez Cancio decidió comprometerse con el proyecto y, como reacción a las resistencias a dignificar la zona, eligió construir un templo casi catedralicio. Y bueno, la zona tenía y tiene hasta la fecha una fuerte presencia de oaxaqueños. Por eso y para involucrar a toda la comunidad a conseguir recursos para la construcción del templo, le cambió la dedicación del templo y por eso se llama de la Santa Cruz y Soledad (patrona de Oaxaca).[1]

En la Plaza de la Soledad está la iglesia de quienes tienen atravesado el corazón. Sólo que nadie que tenga el corazón partido está conforme.

Resulta muy llamativo que Maya Goded haya elegido el nombre de esta plaza para su larga exploración de la prostitución en el barrio de la Merced, en el centro histórico de la ciudad de México, ejercicio iniciado con una serie fotográfica (1998-2001) y, por ahora al menos, culminado con un documental (2016).

La unidad del proyecto es muy notoria en los personajes –mujeres principalmente, pero algún hombre aparece por ahí–, en la centralidad del cuerpo y en las fisuras donde el oficio de la prostitución está abierto hacia el cariño, e incluso el amor. El paso radical está en completar historias insinuadas en el presente acrónico de las fotografías tanto por la materialización de la voz de las mujeres retratadas, como por el paso del tiempo evidente en los cuerpos. Por otro lado, el acto de pasar de la fotografía al cine, si bien es natural, incluso en términos de las búsquedas que generaron estos dos medios en el siglo XIX, también es resultado de una problematización del papel clásico del fotógrafo con la que nos enfrentamos a diario, pero que en el caso de los artistas plásticos es la culminación de la historia de todas las artes en una expresión que es su summa. Un problema para otra ocasión.

Para quien sólo haya visto la película, se tratará, como la propia Maya Goded (ciudad de México, 1967) ha dicho, del deseo y el amor en la vejez, es decir de la plenitud de la experiencia humana en los ancianos y más enfáticamente aún en las mujeres viejas, algo relevantísimo porque, como también dice la fotógrafa-cineasta, se acalla: se habla de las diabluras del abuelo, pero no de las de la abuela. Y lo que Goded muestra es que nos parecemos en el amor y en la necesidad de ser queridos y deseados. Las mujeres de la película, en términos generales, tienen relaciones complejas, reales: alguna vive con un ancianito fuera de la ciudad y ahí lo deja cuando viene a trabajar; otra tiene un compañero de muchos años (aparecen también en la serie fotográfica); dos de ellas son pareja (una es transexual). Todas estas relaciones son complejas, algunas más sólidas que otras. Lo sorprendente en el relato es el nivel de intimidad que la realizadora consigue, resultado, sin duda, de su larga inmersión con los personajes del documental. En cierto modo es como si se hubiera sentado a platicar largo y tendido con ellas y nosotros las escucháramos, un poco sin permiso, un poco a sabiendas de que ellas saben que lo hacemos y que nos presentan el relato a nosotros también, por eso Plaza de la Soledad escapa de su tema central para multifurcarse…


[1] José Ignacio Lanzagorta García, en una conversación privada con el autor vía el Messenger de Facebook, México y Lima, 29 de abril de 2017.


Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica e imparte clases en la Universidad Iberoamericana y en la Escuela Superior de Cine. Coordinó junto con Claudia Curiel los libros Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012) y Documental (2014). @eltalabel