Yo, Daniel Blake
Por Edgar Aldape Morales | 20 de abril de 2017
«Cuando pierdes el amor propio, estás acabado», sentencia un desalentado Daniel Blake, quien se halla sentado frente a una trabajadora que le sigue negando el derecho a una pensión. Sereno y contenido, Blake sale de la oficina para iniciar una pequeña pero singular protesta, con una lata de aerosol negro poco después convertida en la pluma de aquellas voces inexistentes frente al aparato burocrático de, en este caso, el Reino Unido. Resulta paradójico pensar que, en estos tiempos de indignación por el fallido sistema político y social en el cual estamos sumergidos, un héroe como Daniel Blake, carpintero de 60 años, pueda despertar una conciencia humanista en las calles y en las pantallas de cine, a pesar de la centralización ideológica, mediática y tecnológica de las formas de protesta actuales, que, desafortunadamente, muchas veces se validan discursos que no dan vistazo a un aspecto básico del ser humano: la solidaridad.
Este elemento es el eje por el cual se guía Yo, Daniel Blake, el más reciente largometraje del veterano cineasta británico Ken Loach que obtuvo, irónicamente, la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 2016. Y digo irónicamente porque pareciera síntoma constante de un año políticamente correcto para los festivales de categoría A. Fuego en el mar (Fuocoammare, Gianfranco Rosi, 2016), impresionante documental sobre la situación de los migrantes africanos en Europa, fue galardonado con el Oso de Oro a mejor película en el Festival de Cine de Berlín del mismo año. Pero más allá de estos reconocimientos, y del trasfondo político, se deduce una premisa que Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, 2016) plantea de forma emotiva pero mordaz: estamos en una crisis moral grave, la cual ciega y nos hace autómatas de un poder inexistente, traducido en aparatos burocráticos que neutralizan toda forma de solidaridad.
Así que tiene sentido que Loach (Nuneaton, Inglaterra, 1936), uno de los cineastas más políticamente comprometidos de su país, deposite el nicho de indignación en un carpintero como Daniel Blake, quien se ve obligado a acudir a los servicios sociales para solicitar una pensión después de sufrir problemas cardiacos que le imposibilitan trabajar. El personaje, un hombre de la clase obrera, se suma a la galería de excluidos de obras como Cathy Come Home (1966), Kes (1970), Ladybird Ladybird (1994), Lluvia de piedras (Raining Stones, 1993) y Lejos de casa (Bread and Roses, 2000); todas ellas representaciones de la falta de hogar y la pobreza sistemática de una clase obrera a la cual se le niega una pizca de bondad humana. Sin embargo, en Yo, Daniel Blake, la bondad es el catalizador para abordar el sentido humanitario de una sociedad con destellos de solidaridad e ironía ante la corrompida realidad circundante.
Pronto Daniel ayuda a Katie, una joven madre soltera con dos hijos, la cual viene de Londres (la historia se desarrolla en Newcastle, al nordeste de Inglaterra) y se instala en un pequeño departamento sin luz y con azulejos flojos en el baño. No obstante, el lugar es mejor para vivir que los apretujados albergues que el mismo gobierno provee. Sólo que las exigencias burocráticas que Daniel sortea se convierten en una daga que poco a poco le afecta, al grado de vender sus pertenencias. Y aquí sobresale una crítica que Loach hace tanto a la burocracia como a la absurda brecha digital impuesta por ésta. La pérdida de confianza de los ciudadanos hacia el Estado es producto de la deshumanización de un proceso de evaluación interminable, particularmente para los adultos de la tercera edad que ni siquiera saben usar una computadora.
El carisma de Daniel (interpretado por el comediante Dave Johns) es el motor de la protesta por la cual Ken Loach golpea el nervio populista, muchas veces tomado como estandarte de indignación. Daniel Blake sólo estrecha la mano para ayudar mientras mira al futuro, aunque éste le lleve a caminar (con un currículo escrito a mano) por las calles para conseguir, de forma obligada, un trabajo con tal de obtener la pensión. Sin embargo, es en Katie donde se ve la idea del porvenir. El protagonista la incita a estudiar, a trabajar y a salir adelante con sus hijos. No obstante, Loach advierte algo: la bondad no siempre es sinónimo de estabilidad. Katie se derrumba en escenas conmovedoras para el espectador, como aquella en la cual el poder del hambre se resume en la desesperación para abrir una lata de carne en jitomate frente a la mirada estupefacta de otros individuos en un banco de comida improvisado por el gobierno. La salida no es fácil, y se renuncia a la integridad por ganar unos cuantos centavos o adquirir un poco de alimentos, sea robando en el supermercado o al acceder a un trabajo ya por demás estigmatizado por la sociedad.
El “amor propio” que Loach y Daniel Blake defienden a lo largo del metraje acaba con un final que, lejos de ser emotivo, resulta una declaración política en la cual el cineasta, en cuestión de dos minutos, arremete contra el Estado, no sólo británico, sino el de todo el mundo. Un manuscrito donde la posibilidad de llorar por tristeza se convierte en lágrimas de coraje ante la sepultura de un ideal aplastado por el aparato burocrático. El cine de Loach es un cine comprometido y humanista, resumido aquí en un diálogo: «Yo, Daniel Blake, soy un ciudadano, ni más ni menos que eso». La película resulta un trabajo sensible y político, de esos que muchas veces nos hacen regresar a lo básico: la solidaridad como un acto de protesta ante el quebrado sistema político y social de la realidad actual.
Edgar Aldape Morales es asistente editorial en la Cineteca Nacional.
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