Cannes 2016
Por Alejandro Grande | 31 de mayo de 2016
Sección: Opinión
Terminó lo que muchos consideran el festival de cine más importante del año: Cannes es un festival que celebra a los grandes nombres de la cinematografía pero que también, por su exclusividad, se convierte en un evento donde la industria se aplaude a sí misma. A diferencia de Berlín, no es un festival de público, no hay venta de boletos, no hay acceso a externos que no tengan una acreditación que previamente fue evaluada por algún comité y, aún así, la cantidad de acreditaciones que existen es enorme: prensa blanca, comprador, comprador con priority morado, punto amarillo, institución cultural con mercado, y así uno se va perdiendo en la gran fiesta del cine. Los espectadores de Cannes, con un ojo “ilustrado” y, hasta cierto punto, elitista, tienen una voz de autoridad que resonará en audiencias alrededor del mundo durante el resto del año. Es un festival de castas, pero todo mundo llegó, está en Cannes y se le trata como parte del club.
Este año el nivel de seguridad cambió el ánimo. El miedo a un atentado fue real y se sintió en la calle. La asistencia disminuyó considerablemente y la presencia del ejército y la guardia civil franceses fue muy notable: soldados con ametralladoras en la calle, perros oliendo la pantalla de la gran sala Lumière antes de todas las funciones, controles de ingreso estrictos, etc. Con todo eso, el Festival mantuvo su agenda –todas las proyecciones comenzaron a la hora establecida dejando en varias ocasiones a algunos asistentes afuera por los protocolos de seguridad– y trató de no dejarse opacar.
La experiencia Cannes es medianamente esquizofrénica. Por un lado queda en evidencia la frivolidad de la industria y de lo que pelea por ser la alfombra roja más famosa después de los Óscares; a la vez es un lugar de encuentro entre instituciones y compradores que abre la puerta a que el cine, cualquiera que sea su género o contenido artístico, pueda ser visto en otros países. Durante una semana se decide qué será proyectado en salas durante el resto del año: no se trata solamente de las películas en competencia, sino de la exhibición del catálogo, el mercado del cine. Dentro de esta dinámica, existen también películas privilegiadas de acuerdo con su lugar en el programa y películas, como en este caso, Elle, de Paul Verhoeven, que se ven afectadas al estar programadas en fechas poco convenientes. Para el momento en que fue proyectada, la mayoría de los asistentes ya estaba camino a sus países de origen: aquí también entra en juego la jerarquización de las películas en cuanto a sus posibilidades de exhibición. Sin embargo, Cannes es Cannes y levanta la voz: el simple hecho de que una cinta haya sido proyectada durante el festival le otorga un alcance importante, sobre todo si la prensa participa.
Por otro lado la competencia es política y mitote. En Cannes siempre están los mismos directores en competencia (Woody Allen, Xavier Dolan, Cristian Puiu, Kornél Mundrukzó, etc.), no están el año que filman, pero sí en el que estrenan. En parte por eso no hubo películas mexicanas este año (ni Carlos Reygadas ni Amat Escalante tuvieron estrenos), aún cuando los Óscares y los galardones en el propio festival son muy recientes.
Cannes es un festival de industria: nos aplaudimos a nosotros mismos. Es la fiesta de la industria organizada por la industria. Pero tiene un lado amable, el de quienes pelean el cine por el cine. La emoción de cruzar la alfombra roja y al mismo tiempo saber que se pelea, negocia y se intriga para que las películas lleguen a las pantallas de cada país, es única. A Cannes se le esperará cada año como un punto que une críticas, colaboraciones, poderes de adquisición, plataformas de venta y el mero objetivo de mostrar cine. Al final hay algo relevante entre humo y espejos.
Alejandro Grande es subdirector de Programación en la Cineteca Nacional.
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