Chile a través de Pablo Larraín

Chile a través de Pablo Larraín

Por | 27 de febrero de 2017

El club (2015)

Todo se perdona en Chile, menos el éxito y el pasado. Para Pablo Larraín, la última década –cuarta en su vida, primera en su hacer como cineasta–, el trabajo detrás de la cámara ha sido una huida sin apenas descanso de los estigmas familiares y de la proyección internacional que, para rabia de sus detractores, termina por legitimarlo en la primera línea del panorama del cine hispanoamericano reciente.

Hijo del senador conservador Hernán Larraín, Pablo (Santiago, 1976), junto a su hermano y productor Juan de Dios, ha tenido que esquivar la sombra de una figura paterna ligada a la tristemente célebre Colonia Dignidad y cuya implicación personal en los años de la dictadura todavía es materia de discusión. Es precisamente en el Chile de Pinochet, tres años después del bombardeo de la Moneda, cuando Pablo Larraín nació en el seno de la única clase socioeconómica cuyo futuro, en aquel Chile, parecía salvado. El plebiscito ganado por la democracia llegó cuando Pablo tenía unos 12 años; su familia, como cualquier otra en los estratos acomodados de Santiago, emprendió una reinserción incómoda dentro de estructuras sociopolíticas que, aunque inundadas de discursos incluyentes sobre el futuro, no dejaban de ser herencias del país proyectado por la junta militar.

El cine de los hermanos Larraín tendría que entenderse y leerse desde esa zona de fractura, reacomodo y desfase de un pasado colectivo que hoy sigue en disputa. Señalado como un falso converso por la izquierda de tradición militante –antiguos guerrilleros, retornados del exilio–, Larraín se ha labrado una posición individual que también irrita a los sectores que, prejuicios mediante, serían su círculo familiar natural.

Podemos pasar por alto su opera prima, Fuga (2006), un ejercicio de estilo mediano, casi un thriller situado en el mundo de la música de concierto. Más interesante resulta que, al mismo tiempo, Larraín se entrenara como asistente de dirección de Miguel Littin –El chacal de Nahueltoro (1969), Acta General de Chile (1986)–, uno de los referentes del cine militante chileno, junto a Patricio Guzmán y Raúl Ruiz. Quizá, como alguno de sus críticos ha afirmado, lo que Larraín busca como autor –o en un sentido más terrenal, como fabricante de imágenes y narrativas de consumo público–, a diferencia de la generación de Littin, Guzmán o Ignacio Agüero, sea crear una marca-país, por usar un término en boga, que a ojos de la comunidad fílmica internacional asocie a Chile ya no con los fantasmas dictatoriales, sino con la exploración serena y desprejuiciada de esta memoria. Sin embargo, como veremos, el recorrido por este pasado está provisto de pequeñas subversiones que, lejos de allanar la relación con la Historia, la complejiza.

Tony Manero (2008)

La memoria: La otra batalla de Chile

La hoy llamada trilogía de la dictadura no parece haber sido nunca un plan premeditado ni haber tenido mayor vinculación que el protagonismo titánico de Alfredo Castro –un camaleón que, artísticamente, ha servido a Larraín para encarnar y complejizar varios estratos y arquetipos de la conciencia chilena a través de un mismo rostro. Sin embargo, el tríptico formado por Tony Manero (2008), Post mortem (2010) y No (2012) puede leerse como una tríada de propuestas para leer el fascismo chileno desde ángulos que visibilizan figuras que son tangenciales a la verdad histórica.

En Tony Manero, la cotidianidad de la dictadura se enfoca desde la alienación y –con permiso de Hannah Arendt– la banalidad del mal encarnada en un Eichmann febril, carismático y pusilánime que no termina de encarnar ni al colaboracionista convencido ni al ciudadano enajenado por la influencia de la música disco o de Hollywood. El Raúl-Tony de Alfredo Castro encarna una zona de maldad más ambigua, menos encasillable en una función histórica pero, quizá por eso, más aterradora. Post mortem traslada a esta figura grisácea al ámbito de la burocracia urbana, abandona el Chile del fascismo normalizado y examina el entorno anímico en el que germinó el golpe militar en 1973: el huevo de la serpiente anidado no en la cúpula militar ni en los militantes socialistas, sino en el ciudadano apático de a pie. Finalmente, No avanza hacia las últimas semanas del régimen militar para aportar un reverso irónico a las narrativas usuales de la transición democrática: enfoca en primer plano la figura de los creativos de márketing (profesión compartida por Larraín y su hermano) para desestabilizar, no sin humor, las lecturas colectivas sobre la emergencia del nuevo Chile: ¿es la nueva democracia el target de una campaña publicitaria eficaz?

Una vez concluida esta exploración, no tanto del Santiago dictatorial como de los modos y discursos de la memoria colectiva en torno a ese periodo, Larraín se afianza como autor que entiende y complejiza el pasado en un sentido más amplio que el del mero revisionismo o la expiación de culpas. A través de varios registros, a veces propios del cine industrial o de género, su trabajo en el último lustro continúa la senda de desmitificación de lugares comunes en torno al nosotros chileno, un plural que, como el mexicano, rara vez es homogéneo más que en los discursos oficiales.

La serie televisiva Prófugos (2011-13), producida y codirigida por los hermanos Larraín, desmenuza en clave de thriller de acción las muchas identidades de una sociedad tan poco dispuesta a confiar en el vecino como a dejar atrás los usos y costumbres de la dictadura militar. Repitiendo el juego autoral-actoral que ya Larraín había desarrollado hombro a hombro con Alfredo Castro en la trilogía anterior, en Prófugos es Luis Gnecco quien, en la piel de un extorturador pinochetista, aporta un reverso tétrico a su personaje demócrata-socialista de No. El mismo Gnecco, al dar vida a Pablo Neruda en la biopic posterior, completaría esta triada de identidades ya usuales en Larraín, cuyo avatar al día de hoy es Gael García Bernal.

Prófugos subvierte los códigos tradicionales del cine de persecuciones, El club (2015) juega hábilmente con los territorios audiovisuales del terror,  Neruda (2016) y Jackie (2016) lo hacen con las reglas del biopic o el cine histórico. Sin embargo, su intención no es la del pastiche, el juego referencial o la ironía visual, sino una exploración menos evidente de los roles sociales de la imagen, y la función de la misma en la configuración del pasado reciente.

Post mortem (2010)

La imagen-testimonio y la imagen-ícono: La doble subversión

Dos claves recurrentes en la obra de Larraín podrían ayudar –al menos me han ayudado a mí– a intuir sus intenciones como realizador. El primero es la deliberada inclusión de planos, encuadres y secuencias que estimulan y excitan la curiosidad del voyeur sobre los ángulos de la Historia que quedan ocultos a la vista. El cadáver de Salvador Allende tendido en la morgue en Post mortem, la intimidad de una viuda presidencial en Jackie o las bacanales orgiásticas del Neruda aristócrata son tres ejemplos de eventos que, al carecer de todo registro documental directo, se vuelven leña para mitos y especulaciones. Larraín, consciente de esta dualidad de los eventos, ausentes del imaginario visual, y por tanto omnipresentes, explota la imagen como el hábil narrador y consumado publicista que es: ¿quién se resiste a la develación gráfica de un evento oculto para los registros históricos?

Al mismo tiempo, la filmografía de Larraín es insistente en analizar los usos sociales de la imagen mediática. En Tony Manero, el personaje principal actúa como poseído no sólo por las imágenes de John Travolta en traje blanco, sino por la omnipresencia de la televisión en la vida de a pie en el Chile totalitario. Lo que aliena a Raúl Peralta de su entorno no es tanto la evasión de las salas de cine como la búsqueda de una identidad que sólo podrían darle los concursos televisivos que quiere ganar.

De la misma manera, tanto en No como en Jackie sobrevuela la idea de que la televisión de los hogares es casi el único territorio en donde se libran las batallas por la opinión pública, por los mecanismos de la política y por la propia memoria histórica. En la cinta protagonizada por Gael García, los espacios televisivos al aire aparecen como campos de lucha que rebasan por mucho a la organización colectiva, las luchas a pie de calle, el sindicalismo, etc. Si esto es históricamente cierto o no, es cosa aparte: lo que Larraín propone es mirar al pasado desde ese ángulo, el de la penetración social de los discursos audiovisuales masivos; en este caso, el de la publicidad.

En Jackie, la intimidad del duelo –el llanto, los hijos, la incertidumbre, el vestido rosa salpicado de sangre– se contrapone a la imagen pública de la primera dama construida a través de la televisión, tanto en los días posteriores al asesinato como en el programa en el que la Sra. Kennedy recibe “a todo el pueblo americano” en el interior de la Casa Blanca, como anfitriona, por primera vez. Las batallas por el control del pasado, parece proponer Larraín, se libran siempre en el presente, en pantallas de cine, televisión o teléfonos. Aunque la curiosa estética de No, que simula estar grabada con cintas magnéticas propias de los formatos televisivos ochenteros, tiene una función lúdica, de ironía nostálgica, también apela a la construcción de registros audiovisuales que sustituyan a la Historia por otras narrativas de ficción. En otras palabras, construir nuevos pasados colectivos a partir de la crítica deconstructiva de la memoria que hemos heredado. ¿No es el pasado histórico que nos contamos unos a otros, una de las formas más antiguas de construcción narrativa?, ¿no tendría el cine de ficción el mismo derecho de participar en esta continua reelaboración de identidades, de memorias?


Sergio Huidobro es candidato a maestro en Letras Latinoamericanas por la UNAM. Recientemente fue incluido en la antología Dos amantes furtivos: Cine y teatro en México (2015).