Un monstruo de mil cabezas

Un monstruo de mil cabezas

Por | 15 de diciembre de 2016

Un nuevo ser habita en mis entrañas;

me parece comienza mi existencia;

¡qué placer tan dichoso me arrebata!…

Otelo, William Shakespeare

 

Sonia Bonet (Jana Raluy) ha volcado su vida en una misión suprema: mantener con vida a su esposo consumido por un cáncer agresivo. Al derrumbe económico se suma la inminencia del colapso moral de la familia. La única esperanza, remota –incluso indeseada por el agonizante–, es un tratamiento experimental no autorizado por la aseguradora privada a la que han confiado todo el tratamiento.

Un monstruo de mil cabezas (2015) es el cuarto largometraje de Rodrigo Plá, y el cuarto guión original de su esposa Laura Santullo, quien adapta su novela homónima (2015) al cine. En clave de novela negra, la versión literaria se concentra en desentrañar, a varias voces, las marañas de la corrupción de una aseguradora en la historia de la señora Bonet en busca de justicia para su marido moribundo.

La versión fílmica retoma el recurso narrativo. Las voces en off de declarantes en un proceso judicial contrapuntean lo que vemos en pantalla. Lo escuchado da los puntos básicos de una trama que pronto sabemos en qué va a terminar; la mirada nos revela, sin embargo, matices insospechados. Ahí se encuentra la riqueza de un filme poderoso en su ambigüedad e inquietante en su sugerencia.

Santullo (Montevideo, 1970) y Plá (Montevideo, 1968) han hecho de la crítica social uno de los motores de su obra. Su primera película, La zona (2007), describe el duro contraste entre los habitantes de un fraccionamiento exclusivo y unos jóvenes parias del barrio popular contiguo. El afán justiciero de ese filme tiene un obligado dejo moralista, una única lectura maniquea que lo hace naufragar.

Un monstruo de mil cabezas también tiene una lectura moral simple –como destaca su discreta campaña de promoción en su corrida comercial: la lucha de una mujer común contra la corrupción de un puñado de burócratas de cuello blanco. Sin embargo, el filme crece gracias a la puesta en escena, deliberadamente ambigua, que permite nuevas –y múltiples– posibilidades de lectura.

La historia es narrada a retazos, en fragmentos mirados desde lejos, con la distancia del que se sabe incapaz de conocer realmente a los personajes del drama. «¡Tú no me conoces!», grita Sonia Bonet en el clímax de su histeria a una mujer casi sin rostro, accionista de la todopoderosa e invisible aseguradora que le niega la vida al agonizante señor Bonet.

Nada sabemos tampoco los espectadores. ¿Quién es esta mujer? Además de la desesperación, ¿qué la impulsa a tomar como rehenes a médicos y directivos de la aseguradora?, ¿con que recursos logra controlar las reacciones de su hijo adolescente, cómplice fortuito y obligado? Más allá de la personalidad obsesiva y controladora que destacan algunas escenas, no sabemos nada de su pasado: no hay flashbacks con momentos de felicidad familiar o amor conyugal. Nada. Un personaje crudo, aséptico, incluso chocante. No hay asideros sentimentales para que el espectador se identifique con la cruzada anticorrupción de una Sonia arrebatada, sumergida en el delirio de la fantasía hecha realidad.

Mirada a través del cristal –ventanas, parabrisas, puertas de cristal–, Sonia luce extraña, ajena, es una anormalidad en medio de la monotonía del resto de los personajes incidentales, todos bien delineados: la vulgar secretaria sobajada, el cínico Nicolás Pietro (Daniel Giménez Cacho), herido por su torpe autosuficiencia, el anodino empleado de gasolinera (Armando Espitia), el par de chicas aprendices de zorra en el lujoso condominio, la empleadita gris de la aseguradora (Marisol Centeno) enviada a robar los documentos comprometedores, el mismo Darío (Sebastián Aguirre), ese hijo adolescente que es sombra y conciencia de su madre desbordada. Todos pequeñas digresiones que completan un cuadro social fragmentado, que funciona como inmejorable crónica de nuestra deriva moral.

La maestría de Plá ha conseguido una cinta redonda, liberada del maniqueísmo. Breve lección narrativa que, en apenas poco más de una hora, consigue trazar un personaje tan perturbador como aquella gélida pianista de la cinta de Michael Haneke (La pianista, La pianiste, 2001), que trasciende las ataduras morales (¿el temido pero anhelado fin de su matrimonio?) para revelar un espíritu de subversión que ya supera cualquier coartada moral. «¿Qué es esta depresión femenina que suspende la conexión causal entre nuestros actos y los estímulos externos, sino el gesto fundante de la subjetividad, el acto de libertad primordial, por el cual rechazamos nuestra inserción en el nexo de causas y efectos?»[1], se pregunta Slavoj Žižek a propósito de las mujeres en el cine de David Lynch. Sonia Bonet, personaje límite, insólito en el cine mexicano, merece un lugar en ese universo.


[1] Slavoj Žižek, “David Lynch o la depresión femenina”, en Las metástasis del goce: Seis ensayos sobre la mujer y la causalidad, Paidós, Barcelona, 2003.


Fernando Mino es periodista e historiador. Autor de La fatalidad urbana: El cine de Roberto Gavaldón (2007) y La nostalgia de lo inexistente: El cine rural de Gavaldón (2011). @minofernando