Sólo los amantes sobreviven

Sólo los amantes sobreviven

Por | 13 de enero de 2015

La dificultad del vampirismo siempre es un buen punto de arranque para casi cualquier intriga argumental, por exagerada que ésta lo parezca. De ahí que las posibilidades creativas a partir de la explotación de características medulares del mito vampírico pueden ofrecer lo mismo historias banales donde la piel de los no-muertos parece de diamantina y la sangre de la que se alimenten sea color rosa –como malteada de cereza–, que ensayos poéticos de inspirados alcances filosóficos, como es la más reciente obra del otrora enfant terrible del cine independiente estadounidense Jim Jarmusch, hoy de 61 años de edad y más sobrio y elegante que nunca.

Para el cineasta oriundo de Akron, Ohio, la inmortalidad del monstruo se presenta como una simple herramienta para crear una película con vampiros, pero que no es de vampiros. Así de complejo está el asunto. En Sólo los amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive, 2013) la pareja central conformada por Adam e Eve utiliza su condición de seres casi eternos para atestiguar el detrimento de la humanidad, que está condenada, lenta pero inexorablemente, a entrar en una nueva edad donde su permanencia en el universo es dudosa. Así como la Detroit fantasmal que habita Adam, también el mundo está condenado a permanecer girando, pero vacío de vida, por lo menos humana.

Jarmusch nos ofrece con estos dos personajes la puesta al día de los antiguos padres del judeocristianismo: son Adán y Eva que en lugar de haber sido expulsados del Edén se han quedado dentro de él atrapados para verlo decaer, y aún con su sabiduría infinita, no entienden cómo es que todavía sigue existiendo estando poblado por inteligencias menores, neófitas ante el milagro de la existencia misma, tan ciegas como la pequeña vampiro Ava, agresivamente sedienta, curiosa, irrespetuosa de las normas, de las leyes mínimas para la convivencia y supervivencia de su propia especie, lo que la hace, paradójicamente, demasiado humana.

Pero más allá de las diatribas contra la humanidad misma, tomadas aquí como meras entidades serviles y sustituibles entre sí, Jarmusch ofrece una película de una formalidad plástica cadenciosa, sugerente y por completo seductora, a través de la atmósfera exquisita que se recorre en ralentí desde América hasta los místicos callejones de Tánger, los modernos antiparaísos en los que se desenvuelven estos dos intelectuales: él, exquisito creador musical; y ella, ávida devoradora de culturas, ambos peregrinos del tiempo y del espacio que durante todos los siglos no sólo han acumulado todas las expresiones estéticas, sino que las han procesado y devuelto al mundo reinterpretadas, incluso por la hastiada mano de su viejo maestro, el antiquísimo Marlowe, aquel poeta isabelino que en la realidad se cree fue el «escritor fantasma» de William Shakespeare. La premisa adquiere, entonces, claridad: para el cineasta la gran apuesta es que son las bellas artes la única muestra de humanidad pura digna de persistir por siempre.

Jim Jarmusch, como creador, ha tenido no sólo el ojo técnico y el oído exquisito para filmar grandes viñetas y amalgamar una pista sonora deliciosa, sino también de bombardear al espectador con referencias culteranas que si bien pueden ser, varias de ellas, demasiado finas para el público medio, jamás caen en la petulancia vulgar. Son, en cambio, una atenta invitación a adentrarse en el mundo de lo perenne, lo interminable, lo todo-abarcable y tal vez así se pueda entrar en un estado de gracia plena que garantiza la eternidad no del cuerpo –incluso el viejo Marlowe sucumbió ante el inexorable tiempo, y algún día Eve y Adam lo harán–, sino del concepto de lo humano.

 

Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 11, invierno 2014-15, p. 40), y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.


José Luis Ortega Torres es fundador y editor de revistacinefagia.com. También es editor de Icónica y Subdirector de Publicaciones en la Cineteca Nacional. @JLOCinefago