12 años esclavo
Por José Luis Ortega Torres | 1 de abril de 2014
Sección: Crítica
Para el momento de ver esto publicado, tanto la obra 12 años esclavo (12 Years a Slave, 2012) como su realizador, Steve McQueen (hace un lustro, el “otro” Steve McQueen, hoy en día el “único” Steve McQueen), cargan ya sobre su espalda una loza muy pesada llamada Óscar a la mejor película. Eso la impacta, sin duda, en una forma negativa y en otra aún peor: los que la vieron como cine de arte ahora la denostarán por ser la favorita de esa Academia que premia las banalidades comerciales; y por el otro lado, quienes a efecto inmediato corrieron a verla porque «¡Oh, sí! Sale Lupita», se toparon con todo, menos con un filme fácil de digerir.
Es un tanto difícil abordar el filme en este contexto: las anteriores obras en largometraje de McQueen (Londres, 1969) son, la inmediata anterior Shame: Deseos culpables (Shame, 2011), magnífica, y su opera prima, Hambre (Hunger, 2008), una absoluta obra maestra. Ahora bien, éstas son totalmente autorales, parten de su propia pluma y están puestas en escena con un estilo dramático sobrio, una dinámica actoral meticulosamente elaborada, introspectiva, y una plasticidad que deja ver su formación como uno de los artistas visuales más importantes de Europa, lo que le da una seguridad en el manejo del discurso inherente a la imagen que le permite, por ejemplo, sostener en Hambre un plano general de dos hombres discutiendo la política separatista irlandesa sentados en el comedor de una prisión durante largos, larguísimos minutos, no sólo manteniendo la tensión, sino incrementándola con base en el mero diálogo.
McQueen se ha distinguido en su corta filmografía (sin contar la veintena de cortometrajes previos) por dotar a sus historias y personajes de un discurso político, ético y filosófico, no tanto por estar basado su filme debut en el momento crítico de un activista irlandés real, y en el intimista relato ficcional de un adicto sexual el segundo, sino porque la postura del realizador siempre es comprometida con su historia y sus personajes desde adentro, situándose en todo momento a su lado, acercándose como el testigo presencial que mira de frente y enseña esa intimidad desde el interior de las acciones, en medio de la escena, y no como una entidad que mira desde arriba. El cine de McQueen es tan cercano que duele.
12 años esclavo es una continuación de esa postura autoral, sólo que en un proyecto de mayor envergadura, de producción mainstream, de cartelera mundial, de marquesina iluminada, de alfombra roja y reflectores apuntando a su gigantesca figura; y eso resulta desconcertante, y a la vez no tanto. Es desconcertante porque pareciera que abandona sus raíces, lo que mejor sabe hacer: la introspección en favor del espectáculo, pero es lógico pensar en la evolución de su status como realizador brincando de las grandes ligas de la élite festivalera a las grandes ligas del mainstream. Pero a veces ese gran paso en realidad es muy cortito.
Las diferencias entre su tercer largometraje con su díptico anterior son tan obvias como el hecho de que en esta ocasión parte de un guión que no está escrito por él mismo, sino por John Ridley, novelista afroamericano con una amplia experiencia también en el guionismo para cine y televisión, quien se encargó de adaptar el libro homónimo de Solomon Northup, narración de sus memorias como esclavo en las plantaciones de Luisiana a mediados del siglo XIX, libro que, según el propio McQueen, leyó tras la recomendación de su esposa, quien se impactó ante la historia de aquel hombre libre, secuestrado, vendido y humillado por más de una década.
La génesis del proyecto parecería no concordar con los alcances vistos en las primeras películas del realizador londinense. Se trata, en efecto, de un drama desarrollado en uno de los periodos más negros de la historia de los Estados Unidos, y que aunque poco, ya se ha llevado a la pantalla: desde la siempre bienintencionada y empalagosa mirada de Spielberg (Amistad, 1997), hasta docenas de títulos más cercanos a la blaxploitation que al juicio crítico, y es ahí donde el talento de McQueen salva lo que parecería imposible, logran llevar la desgracia de un hombre y su lucha ante un sino fatal a sus propios terrenos.
Ahora que, si bien es cierto que por el tipo de producción epicohistórica en la que se inserta 12 años esclavo se distancia del relato intimista al que nos tenía acostumbrados este artista visual, será en el periplo de un hombre esclavizado, cosificado y por lo tanto arrancado de todo valor y dignidad humana, donde se tienen que rastrear las constantes universales que motivan a McQueen, y que tienen que ver directamente con una moralidad tan personalísima como inquebrantable en el continuum de sus estelares masculinos. Pero, ¿es Solomon Northup uno más de estos hombres polidimensionales que dan voz a las inquietudes de lo que ya podemos denominar el estilo McQueen?
Si recordamos tanto al Bobby Sands de Hambre y al siempre congruente con sus pulsiones Brandon, de Shame, nos encontramos en ambos a hombres que sostienen una postura ética que los convierte en seres íntegros incluso en sus imperfecciones. El cine de McQueen no se sostiene de hombres buenos, sino de hombres reales. Y, al igual que los anteriores, Northup tiene una postura ética que respeta a lo largo de la cinta, y que es su necesidad por sobrevivir a toda costa, motivación que le da la acción al filme, pero ante la cual nunca existe un cuestionamiento real a su comportamiento. No hay un enfrentamiento moral a su situación: la acepta y se adapta, restándole la tridimensionalidad de que hacen gala sus varones protagónicos anteriores.
Solomon Northup no es más que un mártir, y esa docena de años en la plantación es su calvario. Simple, sencillo, plano. Pero los mártires no le interesan a Steve McQueen: su verdadero centro en 12 años esclavo, el vórtice donde se funden y giran todas las bajas pasiones, los instintos animales inherentes al ser humano, sus rencores y frustraciones como especie, se encuentran en Edwin Epps, el amo y señor de la plantación. El Dios cruel, rencoroso y vengativo que sostiene en sus manos el destino de los desdichados para jugar con ellos a placer, y con todo su desdén. Él es el verdadero personaje mcqueeniano.
No es casual que Epps esté interpretado por su actor fetiche, Michael Fassbender, ni que de la misma manera como sucede en Hunger, el verdadero protagonista de la película aparezca bastante avanzado el metraje. Él es el demiurgo del universo de Northup: no es quien lo secuestra, pero sí quien lo motiva con sus siniestras acciones, cada una peor que la anterior, para sobrevivir y huir a toda costa. ¿Quién sabe si de haberse quedado con su primer amo, el benévolo señor Ford no se hubiera acostumbrado primero y resignado después a su nueva situación? Epps, puya en mano, lo mantiene vivo, acrecienta su rencor, aumenta su locura y lo enfrenta a una realidad dantesca, y si Solomon Northup quiere ponerle final a eso debe permanecer vivo y cuerdo: Epps es la monstruosidad inherente al ser humano, pero que se ha desatado y extraviado en el éxtasis del poder abusivo, el mismo poder que ejercen los guardias de la prisión irlandesa en Hambre, pero también el mismo del que se jacta Brandon en sus correrías sexuales sin fin, pero también sin recompensa en Shame, porque al final, Epps, con todo su ejercicio negligente, está tanto o más solo que el sexoadicto neoyorquino.
Decíamos al inicio del texto que este filme, para los grandes públicos, los que no conocen el cine de Steve McQueen, ha sido difícil de digerir, y es que la impresión salvaje del castigo y la carne lacerada de Patsey en primer plano puede malinterpretarse como una trampa efectista y gratuitamente sobrada en su violencia. ¿Por qué filmar de frente sus llagas, en plano cerrado y con la sangre brotando a chorros, y no en cambio en el contraplano que muestre el rostro doliente/doloroso de la víctima? Porque McQueen no quiere dramatismos ni expresiones de compasión. Su búsqueda es encontrar la manera adecuada de imponerle al espectador una forma cruda, sin paliativos y sin vías de escape, a la experimentación de un dolor universal: ese que surge del terror que provoca el darse cuenta de que el hombre es la única especie del reino animal que goza destrozando a su semejantes.
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Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 8, primavera 2014, pp. 42-43) y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.
José Luis Ortega Torres es fundador y editor de revistacinefagia.com. También es editor de Icónica y Subdirector de Publicaciones en la Cineteca Nacional. @JLOCinefago
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