Yi Yi
Por José Luis Ortega Torres | 1 de abril de 2013
El desarrollo de las naciones emergentes a principio del siglo XXI trajo consigo una paradoja amarga: sus habitantes, ansiosos de una acumulación de riqueza y su consecuente movilidad social, sacrificaron sus sueños juveniles en pos de un estatus que finalmente no les proveyó gozo ni tranquilidad emocional. Yi Yi, filme realizado en el año 2000 por el cineasta taiwanés Edward Yang (quien falleció en el 2007 sin filmar más nada), es un largo cúmulo de frustraciones de una familia de clase media alta de Taipéi, cuyos miembros ven pasar la vida como un accidente del que no se pueden liberar.
Desde NJ, un hombre taciturno, callado y sumido en el tedio, y hasta el pequeño Yang-yang, su hijo de ocho años, la pesadez es síntoma de una vida cansina. Ya la manera de caminar del patriarca, lenta y cabizbaja, nos señala que es un hombre que aun cuando fundó, ha sacado adelante su propia compañía y ahora tiene una vida cómoda, no parece estar satisfecho. De pronto, las malas decisiones de sus socios ponen a la compañía al borde de la ruina, mientras que un accidente deja a su anciana madre postrada en estado de coma y, ante eso, tampoco parece reaccionar.
Las situaciones que Yang (Shanghái, 1947-Beverly Hills, 2007) plantea son de un absurdo irónico, a veces ridículo, pero que no mueven a la risa, sino a la amargura porque son del todo probables: por ejemplo el arranque de la película, en una boda, donde sabremos que el hermano de NJ embarazó a la mujer incorrecta y ahora se casa con ella a pesar de que todos rechazan a la joven, quien de repente tendrá que llevar la marca de ser una oportunista, además debe soportar a la exnovia engañada y frustrada que se presenta en todo momento, so pretexto de ser amiga de la familia, para armar escándalo. ¿Cuántas historias como ésta no conocemos?
NJ, por casualidad, volverá a ver a Sherry, la novia de sus tiempos universitarios, una elegante y bella mujer ahora casada con un magnate chino-estadounidense que la tiene olvidada. Si hace décadas ese amor no se consumó, ahora podría ser el momento, ante el reclamo de un sentimiento aún vivo en el corazón de ella. Pero la vida no se trata de una tubería por donde fluyen las emociones y a la que se puede poner un parche para sanar las fugas. El derrotero se construye a diario y se debe de vivir con las consecuencias de las decisiones tomadas y aclarando las situaciones: si NJ dejó ir a Sherry en el pasado es porque tampoco estaba satisfecho entonces. El amor tiene que ser de dos vías para culminar el círculo y esa misma falta de comunicación vivida por NK en el pasado es la que ahora experimenta Ting-ting, su hija adolescente, quien no sabe cómo hacer para comunicar su amor a un chico y que le sea debidamente correspondido.
Es en ambas historias de afectos frustrados donde Yang se detiene con maestría para crear dos niveles narrativos a partir de una sola imagen/texto en pantalla, pues mientras que escuchamos en off el diálogo doloroso de NJ con la mujer reencontrada donde se da recuento paulatino de sus primeros momentos felices, el reclamo femenino por el abandono y la cruda confesión de él sobre por qué se fue, en pantalla vemos la primera cita de Ting-ting que va de lo esperanzador (la toma de manos, salida al cine) hasta lo patético desgarrador (huída corriendo de él dejando a la chica en un cuarto de hotel).
Para Edward Yang en Yi Yi, pareciera que la vida es un eterno vaivén en círculos concéntricos donde estamos condenados a repetir las mismas situaciones decepcionantes en diferentes momentos. Para corroborarlo está Yang-yang, el nene de ocho años hijo de NJ, tan taciturno ya como su propio padre (y su hermana Ting-ting), quien también mira sin atreverse al acercamiento a una pequeña que llama su atención y a la que prefiere ver desde lejos, como al resto del mundo al que percibe a través de la lente de una cámara, tomando fotografías en momentos cuya simpleza los hacen pasar desapercibidos para el mundo de los adultos. Por eso, quizá, Yang-yang tiene una curiosa fascinación por retratar la nuca de la gente, quien al ver «su reverso» se sorprende y hasta perturba: ese pequeño les muestra una mirada alterna, el «otro lado de la moneda» que ya olvidamos observar, ensimismados en un único punto de vista, el de la modernidad y sus engañosos efluvios de confort que opacan la mirada hasta hacernos peder de vista el camino.
Lo acelerado en la carrera por asegurarse un futuro de bienestar nos lleva al extravío de la individualidad y del objetivo que debería ser el primario: la satisfacción de nuestros sentimientos, antes que del ego.
Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 4, primavera 2013, p. 48) y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.
José Luis Ortega Torres es fundador y editor de revistacinefagia.com. También es editor de Icónica y Subdirector de Publicaciones en la Cineteca Nacional. @JLOCinefago
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