Triste canción de amor

Triste canción de amor

Por | 1 de enero de 2013

La generación nacida durante el primer lustro de la dorada década de los años ochenta del siglo pasado –época donde la jauja económica, la juventud desinhibida y el romanticismo exacerbado anunciaban un futuro de azúcar– han tenido que despertar de un solo golpe y con ilusiones desgarradas. Lo que hace un cuarto de siglo era un grito musical de rebeldía ahora es un lamento ahogado de desesperación –cuando no de plena frustración – porque ahora todavía no se puede encontrar “el camino correcto”.

La equivocación parece estar en esa primera meta socialmente aceptada: autoubicarse en una y única vía donde al final se encuentra el éxito, pero ¿alguien se tomó la molestia en explicar qué es el éxito? Para Margot (Michelle Williams) un matrimonio estable y una vida de ni-ni no es la respuesta, aun cuando su jovial marido Lou (Seth Rogen) sea lo que toda madre busca para su hija: un amoroso y consentidor marido modelo. Sin embargo, un chef especialista en los mil y un secretos del pollo no evita que la relación se cuaje, que pierda la chispa que caiga en un marasmo que acrecienta la tentación que representa Daniel, un artista igualmente sensible que hace redescubrir a Margot una pasión que siempre ha estado ahí, bien dispuesta para todo.

Pero el triángulo no ofrece soluciones sino más enredos. La civilidad del marido, el amante y ese rubio objeto del deseo filtrado por el ojo femenino de la autora total, actriz y activista política canadiense Sarah Polley (Toronto, 1979), que filma con una delicadeza seductora, despojada de todo cursimanierismo y con una seguridad en el encuadre siempre sugerente donde la fragmentación del cuerpo potencia la acción en el imaginario del espectador –ese otro triángulo en la cama, ese final desolador– y los travellings circulares anuncian elipsis donde el paso del tiempo es proporcional a la adquisición de nuevos conocimientos eróticos, pero jamás a un crecimiento espiritual.

Y ese travelling circular es también la representación de una vida que anuncia una juventud que al final perderá buscando un algo que resulta intangible, y que al final, sin importar lo que se haga, ni cuantas veces se intente, volverá a su mismo punto y permanecerá inerte, postrada en una languidez desoladora.

Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 3, invierno 2012-13, p. 70) y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.


José Luis Ortega Torres es fundador y editor de revistacinefagia.com y editor de Icónica y el Programa mensual de la Cineteca Nacional@JLOCinefago