Dulzura americana
Por Edgar Aldape Morales | 1 de diciembre de 2016
Cuando se es adolescente, parece que siempre se quiere estar en movimiento. Reír, bailar, ir a fiestas. Salir a la calle, beber alcohol y probar drogas. Anular toda responsabilidad para así despojarse de las presiones sociales y morales. Vivir bajo un ritmo acelerado. Es decir, experimentar todo aquello que ha construido el concepto de rebeldía juvenil. Suena fácil, y más si existe una burbuja donde se pueda cristalizar una aspiración y huir de todo aquello que limita el movimiento.
Ganador del Premio del Jurado en el Festival de Cannes de 2016, el cuarto largometraje de la británica Andrea Arnold es un llamado a la aventura que explora la ambición adolescente, el mito marginal y la poderosa fracción del sexo de frente al medio oeste estadounidense, lugar sustituto de los conjuntos de apartamentos de concreto que la realizadora eligió para ubicar a sus protagonistas en Red Road (2006) y Fish Tank: Vive, ama y da todo lo que tienes (Fish Tank, 2009). La premisa es simple: Star (Sasha Lane), una chica de 18 años, coquetea con el engañoso Jake (Shia LaBeouf) en un supermercado; suena “We Found Love” de Rihanna en colaboración con Calvin Harris, himno de la tribu que acompaña a Jake y de la cual ella será parte cuando se fugue de casa. Así comienza su odisea, al lado de un grupo de chicos y chicas que venden suscripciones de revistas de puerta en puerta. Y, claro, tendrá una serie de desencuentros amorosos con Jake.
El trabajo no importa. Los jóvenes de Arnold (Dartford, Inglaterra, 1961) prefieren bailar, fumar mariguana, beber alcohol y utilizar el sexo para librar su objetivo: ganar dinero. La cámara en mano a cargo de Robbie Ryan invita a mirarlos desde adentro, sea en la van donde viajan o en los estacionamientos y moteles donde llevan a cabo rituales y cánticos. Una semblanza del mito juvenil americano en torno a una hermandad guiada por un soundtrack lleno de beats de hip hop, de música rock, baladas pop y, por supuesto, la melodía de Rihanna. El viaje se convierte en un camino musical que navega a través de la atemporalidad y un estilo de vida que niega la tecnología. Los celulares aparecen muy poco –pese a momentos donde la “lógica” obligaría a la tribu a sacar un smartphone para capturar la imagen y subirla a Instagram–, Arnold reniega de la modernidad y ancla a sus jóvenes en una espiral cuasi mitológica de libertad, en medio de fogatas y moteles.
Sin embargo, existe algo inquietante. ¿El “sueño americano” es así de mitológico? ¿Es gratuito que Krystal (Riley Keough), la líder del clan, use un bikini de la Confederación como símbolo de poder? La directora despoja la ignominia de la nostalgia y el mito al ofrecer, desde la deliberada mirada de Star (a la cual siempre sigue la cámara), una postal del corazón mezquino de Estados Unidos. Por un lado, la protagonista es partícipe de la vida campirana del sur estadounidense: vaqueros que preparan carnes asadas, un camionero que escucha canciones del “jefe” Bruce Springsteen y un trabajador del campo petrolero en busca de satisfacción sexual. Por otro lado, ella puede observar la miseria moral y la decadencia del American way of life: la fiesta de cumpleaños de una adolescente en un suburbio religioso de Kansas, y los caminos de Rapid City donde se puede pasar de un McDonald’s, Taco Bell o Subway a los barrios pobres en los cuales existen niñas que cantan “I Kill Children” de los Dead Kennedys mientras su refrigerador está vacío, sin nada que ofrecer más que refresco en una taza. «God Bless America», como aparece escrito en la etiqueta de una casa de estos suburbios marginales. El retrato de Arnold sobre la vida estadounidense resulta ácido, sincero y sin concesiones. La miel americana recae en lo que no vemos: un ambiente mitológico pero mezquino. El medio oeste que presenta la directora es la metáfora de una nación que, añadiendo una conjetura política, explicaría el triunfo de quien resultó electo como presidente de los Estados Unidos.
«¿Cuál es tu sueño?», le preguntan a Star en el transcurso de su odisea. «Tener un lugar», dice. Dulzura americana (American Honey, 2016) es una expedición en búsqueda de ese sitio. La «puta América» donde uno se puede mover entre veredas y pastos que delimitan los caminos hacia una redención incierta. Star, junto al resto de la pandilla, actúa bajo sus convicciones para hacer lo que le gusta: reír, bailar, escuchar música y sobrevivir día con día. Un escape, sin dejar a un lado la pretensión juvenil. «¿Sueños a futuro?». No. La odisea de Star se convierte en un destino sin expectativas. Un camino sin fin, donde sólo se está en constante movimiento. Es decir, vivir la dulzura americana del momento.
Edgar Aldape Morales es asistente editorial en la Cineteca Nacional.