Príncipe
Por Ana Laura Pérez Flores | 23 de junio de 2016
La adolescencia no es una época fotogénica: cuerpos y humores cambiantes, conflictos que se colocan en un intersticio entre el “mundo real” y las ideas arrastradas desde la niñez, la gran etapa de transición. Con el vaivén de las ilusiones y la incertidumbre, la aparición de vínculos efímeros y duraderos, los primeros amores –casi siempre fatales–, los primeros grandes errores y los aprendizajes, el adolescente juega y prueba ocasionalmente los sabores de la adultez hasta que dejan de ser un ensayo. Tarde o temprano y en distintas dimensiones, a todos nos llega un golpe de realidad, una especie de alarma definitiva.
Alrededor de esta idea gira Príncipe (Prins, 2015). La opera prima de Sam de Jong (Ámsterdam, 1986) comienza mostrándonos la convivencia cotidiana de un grupo de adolescentes ociosos. Cuatro chicos masticando semillas de girasol mecánicamente, incendiando un buzón, compartiendo mitos urbanos, hablando sobre chicas, haciéndose los muy cool –lo cual no deja de dar un poco de ternura, el choro adolescente a la distancia es simpático porque en algún momento todos pasamos por ahí.
Como en casi cualquier historia de adolescentes hay un chico ingenuo e inexperto –Ayoub (Ayoub Elasri)– que está enamorado de una niña inalcanzable (Sigrid ten Napel) quien, predeciblemente, anda con un chico malo. Ayoub decide conquistarla fortaleciendo su propia masculinidad –o la idea que él tiene ésta– y recurre a otro de los maleantes del barrio para ingresar en un mundo de drogas, violencia y pose. El vertiginoso proceso de transformarse –aunque sea por un rato– parece un juego, una ficción paralela a su historia con una madre profundamente deprimida, un padre vagabundo, la constante discriminación por su origen marroquí y un futuro lejos de ser promisorio. Ayoub vive fábula y realidad.
La puesta en escena es individualista. Cada uno de los personajes nos es presentado aisladamente en su propio cuadro mientras seguimos sus conversaciones: el adolescente en una búsqueda simultánea de pertenencia y de identidad. La fotografía, el montaje tajante, los escenarios y vestuario con colores vibrantes, la musicalización –se nota que De Jong comenzó como director de videoclips– y la descripción de los personajes engloban una mirada totalmente adolescente, un punto de vista horizontal desde donde todo es nuevo, fascinante, trascendente. Vemos los problemas y los triunfos dimensionados en función de los ojos de los protagonistas: para ellos se trata de decisiones cruciales, definitivas; se están jugando las cosas más importantes de su mundo.
El trayecto desemboca en un final ligero con tintes fantásticos que sabe a tregua, estos amigos parecen recibir un tiempo extra antes de sumergirse en la adultez. Más que ser un filme moralista acerca de los peligros que acechan a la juventud o la angustia adolescente, Príncipe es una historia sobre la adolescencia como resistencia. El pequeño universo en el que se mueven Ayoub y sus amigos existe a la par del mundo adulto como líneas que poco a poco se van entrecruzando de manera más frecuente y que, ineludiblemente, terminarán completamente fundidas.
Ana Laura Pérez Flores es licenciada en Comunicación Social por la UAM-X y coordinadora editorial de Icónica. @ana_calamidad
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