Post tenebras lux
Por José Luis Ortega Torres | 1 de enero de 2013
Decir que las tinieblas se ciernen sobre la humanidad parece una sentencia melodramática al uso. Sin embargo, si a esta sentencia le quitamos todo tipo de sesgo poético o tremendista, lo que queda es una verdad irrebatible: las tinieblas, en efecto, se posan encima de cada uno de los que habitamos este planeta y lo hacen lenta, pausadamente, sin que nos demos cuenta; y cuando por fin nos atrevemos a alzar la mirada más allá de nuestra testa, lo único que encontramos sobre nosotros es un banco de negros nubarrones: una oscuridad que, por supuesto, nosotros mismos nos hemos encargado de crear.
Post tenebras lux (2012), reciente filme de Carlos Reygadas es una reflexión sobre lo anterior, pero también es mucho más: es la puesta en escena de un temor atávico. Es la representación gráfica del mal en primera persona a partir de una cámara subjetiva de iris demoniaco que repta entre nosotros (¿el ojo del Diablo, el de Reygadas… el nuestro?) y que en la película, como en la vida misma, pasa desapercibido hasta que su influjo es casi irremediable: esa primera secuencia donde inquietos perros, mugientes vacas belatarrsianas y un crepúsculo cerril se torna angustiantemente opresivo y claustrofóbico –aun a cielo abierto–, en tajante contrapunto a la presencia de una nenita del todo angelical. El mal culebrea de la misma forma que la nerviosa cámara de Alexis Zabé que va, viene, gira, se alza y registra lo no tangible, lo espeso, lo amenazante. Carlos Reygadas (Ciudad de México, 1971) le da cuerpo y presencia a lo etéreo negativo: ha filmado el horror de manera terrorífica.
Luego, después de la mejor secuencia onírica filmada en años, la historia parte: una familia estándar en una vida, digamos, cotidiana. Acomodados, ciertamente cultos, padre, madre y dos críos viven en la campiña mexicana rodeada de gente que los ve como comunes pero no como iguales. Blanquitos sin quererlo pero padeciéndolo en medio de una comunidad rural, un racismo inverso que los expone ante el resto del pueblo donde los lazos de amistad no valen mucho hacia ninguna dirección, ni en línea horizontal (entre “semejantes”), ni mucho menos vertical (entre patrones y servidores); ni en la labor diaria, ni en los Doce pasos donde torpemente se recitan los vicios pero nunca se descubre alma, ni tampoco en las fiestas high class donde nadie está cómodo con el lugar donde juega su partida, porque ahí la hipocresía es la moneda de cambio en el reino –¿ese es su reino?– de lo ecléctico decadente.
Y si la vida es un cúmulo de tinieblas engendradas y alimentadas con el diario reproche, la violencia sinsentido y la indiferencia que hiere sin terminar de destrozar, son los recuerdos visitados lo que mejor funciona a la hora de mirar hacia atrás y recoger los pedazos tirados en el camino, y es así que Reygadas eslabona un conjunto de flashbacks y flashfowards alternados en una narración acronológica donde el tiempo cinematográfico no va en consonancia con el tempo desdramatizado, pero que aún así da las claves necesarias para seguir el hilo argumental (la edad de los críos, por ejemplo) y reconocer, al mismo tiempo, varias de sus constantes autorales (el erotismo lacerante, otro ejemplo).
Pero cuidado, Post tenebras lux es una obra compleja, multirreferencial y de varias vistas, a partir de cada una de las cuales se obtendrá nueva información, nuevos puntos de discusión, incluso en el esteticismo mismo del filme: del onirismo poético (la citada secuencia inicial) hasta el naturalismo descarnado casi documental (los Doce pasos, la traición de El Siete). Su cuarto largometraje tiene, al igual que toda la summa reygadiana, múltiples lecturas, y de entre ellas resulta particularmente desasosegante la perpetuidad del mal como elemento disonante en la vida cotidiana, y si bien acá la forma física que adquiere el concepto es la judeocristiana del demonio husmeando descaradamente, ésta funciona a la perfección en el entendido de que es una obra dentro de los cánones de la cultura occidental, y de esta forma entendemos cómo el matrimonio protagonista está, literalmente, a punto de que se lo “lleve el Diablo”, y en ese sentido entendemos que una familia a punto de ser destruida por sus propios errores y omisiones también genera (y es arrastrada a) las tinieblas, pero que después de éstas, la unión de sus elementos es la fuerza, y que como implica el latinismo titular, después está la luz, aunque sea silenciosa.
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Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 3, invierno 2012-13, p. 62) y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.
José Luis Ortega Torres es fundador y editor de revistacinefagia.com y editor de Icónica y el Programa mensual de la Cineteca Nacional. @JLOCinefago
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