Chantal Akerman, del otro lado
Por Carlos Bonfil | 13 de octubre de 2015
La desaparición la semana pasada de Chantal Akerman una de las realizadoras europeas más importantes de las últimas cinco décadas, y el virtual desconocimiento de su obra en México (cuarenta películas, entre cortos y largometrajes, e instalaciones artísticas), señala hasta qué punto la buena distribución del cine de autor sigue siendo una asignatura pendiente en nuestro país. Akerman nació en Bruselas en 1950, y su ascendencia judía, con familiares ejecutados en los campos de concentración, y una madre que consigue escapar pero que por largo tiempo se refugia en el mutismo, explica, en parte, algunas de sus obsesiones temáticas: los viajes, el exilio, la identidad escindida y, de modo especial, el ámbito doméstico como espacio ambivalente de encierro y liberación. Sus influencias decisivas las tiene muy joven en la obra de Godard, Fassbinder y Philippe Garrel; luego, en un viaje a los 22 años a Estados Unidos, en el cine experimental del canadiense Michael Snow. Cuatro años antes, en Saute la ville (1968), su primera cinta, la directora se libraba a una exploración de la subjetividad femenina en lo que sería un primer autorretrato con demoledora vocación libertaria, a partir de vigorosas apuestas estilísticas, largos planos fijos, eliminación de disolvencias y movimientos de cámara, diálogos escasos o un fino manejo dramático del silencio o la voz en off.
Sus películas más características las filmó en los años setenta y ochenta, proponiendo un mosaico de relaciones afectivas, con parejas que viven en un cuarto de hotel la intensidad del encuentro pasajero (Toute une nuit, 1982), o una sucesión de imágenes urbanas capturadas en un Nueva York que la cineasta describe a su madre a través de cartas visuales (News from Home, 1978), con sus vivencias cotidianas, su captura del ajetreo en los andenes del metro en planos secuencia infinitos o la perspectiva memorable de un Manhattan que se aleja y empequeñece lentamente a medida que se aleja el ferry donde la cámara sigue fija e imperturbable.
Akerman elige filmar los pequeños rituales de la vida diaria y dotar de una dimensión épica a lo que comúnmente parece intrascendente. Una rutina doméstica o el pulso de una ciudad. Así, en su obra más redonda, Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles, de tres horas de duración, filmada en 1975, la protagonista (Delphine Seyrig) lleva una doble vida de prostituta y madre de familia burguesa, y lo que provoca un malestar creciente en el personaje y en los espectadores, es la repetición de cada detalle de una faena doméstica confundida con la rutina del trabajo sexual, la parca comunicación con el hijo adolescente, el registro de una ciudad belga monótona y grisácea orillada a una deshumanización total. Sobreviene luego el descarrilamiento anímico de la protagonista y un acto límite de violencia, como antes en la cinta ¿Por qué corre amok el señor R? (Warum läuft Herr R. amok?, Fassbinder, 1969), donde los sueños de la rutina familiar también engendran demonios.
Posiblemente para exorcizar algunos de esos demonios, la realizadora intentó, con fortuna desigual, incursionar en géneros fílmicos más amables, como la comedia musical (The Golden Eighties, 1985), sin que sus seguidores aprecien mucho la desconcertante digresión humorística, el forzado tono a lo Woody Allen con música de Cole Porter. Se siguen reconociendo, en cambio, las virtudes de la narración heterodoxa, las audacias estilísticas, la recreación de atmósferas nocturnas que van de la pintura del belga Paul Delvaux o del estadounidense Edward Hopper, en cintas como Je, tu, il, elle (1974), Las citas de Anna (Les rendez-vous d’Anna, 1978) o Historias de América (Histoires d’Amérique,1989).
Una dinámica de viajes nuevos ofreció una trilogía interesante: D’Est (1993), una visita a Rusia para registrar las ruinas del imperio soviético y calibrar los efectos sobre su población, o Sud (1999), reportaje sobre los furores del racismo cotidiano en el sur estadounidense a partir de un crimen de odio, y finalmente en Del otro lado (De l’autre côté, 2002), filmada en México, con la historia de una madre que desaparece al cruzar ilegalmente la frontera y cuya presencia sólo perdura en los testimonios de los familiares que dejó atrás. Una imagen fantasmal, lacerante como la de la propia familia Akerman, dispersada y aniquilada en el holocausto. Frente a ese fantasma materno mexicano se yergue ahora un nuevo muro, la otra alambrada carcelaria de una frontera interminable. La cámara de la cineasta se planta de ambos lados de la línea divisoria, de aquel y de este lado, siempre del otro lado, para insistir en los temas de la ausencia, el silencio y la incomunicación. Su última cinta es una nueva carta a su madre anciana, No Home Movie (2015) donde ésta dice: «A veces es mejor morir que vivir». Chantal Akerman comenta: «¿Es una liberación? No lo sé, aún no he pasado por ahí, pero cada día paso por ahí un poco». La obra de la cineasta desaparecida explora, en cada cinta de ficción y en cada reportaje novedoso, una parte de esa interrogación inquietante.
Carlos Bonfil es escritor y crítico de cine. Escribe en La Jornada y ha colaborado para diversas publicaciones especializadas, principalmente en el extranjero.
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