Brecht y el cine: (de)formar al autómata
Por Carlos Andrés Torres Cabrera | 3 de marzo de 2025
Sección: Ensayo
En Funny Games (Michael Haneke, 1997), Paul rompe en varias ocasiones la cuarta pared y le habla al público.
Imaginémonos a principios del siglo XX. Hace un par de horas que oscureció y nos encaminamos a ver una obra de teatro. En la entrada recogen nuestros abrigos y nos revisan los boletos. Las butacas se llenan poco a poco. Esta obra, te dices, ha de ser un enorme éxito. Apagan las luces, apenas puedes ver a quienes se sientan a tu lado, toda la atención se concentra sobre el escenario. Ves la cálida estancia de un hogar decorado con figurillas de porcelana, libros y un piano. Es invierno, la chimenea está prendida. No tarda en aparecer Nora, la mujer de la casa, con varios paquetes de regalos y un árbol de Navidad. Pronto conoceremos también al padre de familia que es director en un banco, a sus tres hijos y a uno de sus empleados.
Es como si pudieras espiar la vida de esta familia, como si te dieran el privilegio de fisgonear por la cerradura de una puerta, ¡no!, mejor aún: como si te escondieras tras las cortinas. Más conveniente incluso: como si fueras la cuarta pared de la casa. Los personajes discuten entre ellos y pareciera que participas en su disputa. Tu corazón se acelera cuando alzan la voz, te pasmas cuando Nora decide irse de la casa y descubres lágrimas en tus mejillas mientras los demás aplauden a rabiar. Sales del teatro. Sientes que esas casi dos horas que estuviste ahí adentro no fueron tuyas, sino que le pertenecen a un sueño. Te hipnotizaron y, de repente, sin más, estás en la calle fría y oscura.
Bertolt Brecht, dramaturgo alemán, vivió una experiencia similar y se sintió estafado. La casa parecía real, los actores se asemejaban a personas de verdad, la historia aparentaba estar sacada de una familia cualquiera y, sin embargo, todo era un invento. Durante la función, se cae voluntariamente en el espejismo de que lo falso es cierto y sufrimos lo mismo que los actores en el escenario, lo mismo que el autor al escribir la obra, lo mismo que cada una de las personas en el público. Somos autómatas diseñados para sentir lo que nos imponen. Frente a este recinto creado para ilusos hipnotizados, Brecht (Augsburgo, 1898 – Berlín Oriental, 1956) decidió rebelarse.
Inventó, entonces, un teatro en donde no se apagaban las luces, se veían las sogas de las que pende el telón y la gente que mueve la escenografía; pero cuando los actores subieron al escenario, la hipnosis aún era posible. ¿Qué la permitía? Un novedoso sistema de actuación desarrollado por el director de teatro ruso Konstantín Stanislavski. Su método facilitaba que los intérpretes pudieran concentrarse en la ficción y se olvidaran del público, que vivieran el papel y no les afectara el mundo real. Era un gran avance. Durante los anteriores siglos de historia teatral, la actuación no había logrado desarrollarse al punto de que los actores dejaran de hablar con voz afectada y se oyeran como personas con las que podías encontrarte en la calle. Brecht pensaba que debía aprovecharse este avance artístico, pero no para volver al público y a los actores presas de un trance, sino para librarlos de la sugestión y hacerlos reflexionar. Por eso creó su propia teoría de cómo debía funcionar el teatro y sus postulados cambiaron la manera en que pensamos el mundo.
No es una exageración. El teatro, las artes visuales, la filosofía e incluso las ciencias sociales se vieron afectados por las teorías brechtianas. Hoy, el cine tal y como lo conocemos sería diferente si en 1898 no hubiera nacido Bertolt Brecht. Incluso Deadpool (Tim Miller, 2016), una película hollywoodense de superhéroes tan distante al teatro europeo de izquierdas, no habría existido sin este dramaturgo. En 2016, se publicó en Icónica un artículo en donde Daniel Ángeles advertía que Deadpool «banaliza el aparato emancipatorio» que inventó Brecht. La película de Marvel usa las sofisticadas técnicas dramatúrgicas del alemán con fines de lucro. Al teatrero comunista seguramente no le agradaría que sus formas artísticas se redujeran a una fórmula para generar ganancias.
¿Pero cómo es posible que una técnica diseñada para acabar con la manipulación del teatro burgués, sea utilizada por la mismísima burguesía para hacer negocios? ¿Es que la teoría brechtiana es obsoleta y falsa? ¿Es que el capitalismo, cual Midas contemporáneo, todo lo que toca lo convierte en acciones bursátiles? ¿O es que la forma artística poco influye en la posición política de una película? Para contestar estas preguntas haremos un breve repaso por una parte del cine que influyó y fue influido por la teoría y la práctica teatral de Bertolt Brecht.
La risa rompe al autómata: Chaplin
Simplifiquemos un poco: Brecht fue un autor de comedias. Es el género que mejor se adapta a sus teorías, sus obras de teatro suelen provocar carcajadas y él era admirador de grandes cómicos de su época como Charles Chaplin. No es baladí este gusto, la risa es una respuesta natural cuando vemos que alguien actúa de forma automática. En Tiempos modernos (Modern Times, 1936), Chaplin ajusta tornillos en una línea de ensamblaje. Pronto el obrero se convierte en una máquina: ya no piensa, sólo produce y, entonces, no nada más gira pernos, sino que también le da vueltas a los pezones y las narices de sus compañeros de trabajo. El quehacer automático en una fábrica que antes nos parecía tan normal, ahora lo vemos como algo tan sorpresivo que nos arranca una carcajada. Para el dramaturgo que trata de desautomatizar la mirada del público, la comedia es por eso una mina de oro: el autómata que se ríe hace cortocircuito.
Enrarecer lo familiar: ¿Risa o terror?
Verfremdungseffekt es el concepto central de la teoría teatral de Brecht y puede traducirse de muchas formas. Normalmente se conoce como efecto de distanciamiento, aunque efecto de enrarecer lo familiar podría ser una traducción más reveladora.[1] Ya adelantamos arriba que Chaplin hace raro lo conocido al mostrarnos los extremos a los que puede llegar un comportamiento automático. También dijimos que eso provoca una risa que nos desautomatiza. No obstante, de acuerdo con Brecht, enrarecer lo familiar también suscita otro tipo de emociones, como el terror:
Un joven sale remando al lago con su novia, hace volcar la barca y deja que se ahogue la muchacha. El músico puede hacer dos cosas. Puede anticipar en su música de acompañamiento los sentimientos del espectador, acumular la tensión, describir la maldad de la acción, etc. Pero también puede expresar en su música la belleza del lago, la indiferencia de la naturaleza, lo cotidiano del acto en cuanto que sólo se trata de una excursión. Si elige esta posibilidad, haciendo parecer tanto más terrible y antinatural el crimen, confiere a la música una función mucho más independiente.[2]
También en La naranja mecánica (Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1972) se utiliza la música para aterrorizar. Hay una escena en la que el protagonista entra a la fuerza en una casa y viola a una mujer mientras canta Singin’ in the rain. Emilio Méndez, teatrólogo mexicano, contaba que utilizar esa canción –símbolo de la felicidad hollywoodense– en un contexto tan violento, provocó que los espectadores se extrañaran. Una melodía tan agradable, de pronto se volvió temible y algo de las felices e idealizadas representaciones del Hollywood clásico comenzó a resquebrajarse.
Alex DeLarge (izquierda), el protagonista de La naranja mecánica, canta y baila antes de cometer un abuso sexual.
En la actualidad, muchas películas de terror recurren a esta táctica. Utilizan, por ejemplo, canciones de cuna en momentos estremecedores. Eso, sin embargo, lo hemos visto tantas veces que poco nos sorprende. ¿El Verfremdungseffekt dejó de extrañar para volverse un cliché? ¿Es que el efecto de enrarecer lo familiar ya perdió su efecto?
La incomprensible actuación brechtiana: Nanni Moretti
Aunque el efecto de distanciamiento sea ahora algo común de reconocer en el teatro y en el cine, la actuación distanciadora sigue siendo una excepción. La regla es todavía el realismo que hace de los actores unas máquinas capaces de aparentar ser cualquier persona. El método brechtiano para actores, por el contrario, suele verse como algo misterioso. Así lo retrata Nanni Moretti en Mia Madre (2015), donde la protagonista, una directora de cine, le pide a sus actores:
—No debes desaparecer como persona. La obrera debe estar al mismo tiempo, tú debes estar ahí también. […]
—Barry, discúlpame, quería decirte también algo. Quiero recordarte que interpretas al personaje, pero tienes que estar al lado suyo. Next to the character.
Estas indicaciones de dirección son incomprensibles. Moretti se burla de que su personaje aparente conocer una teoría que en el fondo no comprende. Es correcto argumentar que en el teatro de Brecht el actor se pone a un lado del personaje, pero el alemán también amaba la concreción y sus indicaciones como director eran claras. Le pedía a los actores, por ejemplo, que en vez de recitar sus diálogos como si fueran el personaje, los contaran como si hubieran visto la historia desde lejos: «Y, entonces, el personaje al que yo interpreto dijo: “Ser o no ser, de eso se trata”». Así es como se logra que la persona real y la ficticia se presenten al mismo tiempo en escena. ¿De qué sirve este ardid brechtiano? Para recordarnos una obviedad: que el actor no es el personaje. Parece evidente, ¿pero cuántas veces no hemos escuchado anécdotas donde se les reprocha a actores en la calle por lo que hicieron sus personajes en la ficción?
Distanciamiento al servicio de la catarsis: Dogma 95
La catarsis es un efecto teatral que produce en el espectador compasión, terror y una purga de esas pasiones. Para que la catarsis suceda es indispensable que el público sienta lo mismo que el protagonista de la historia. El momento en que el personaje se da cuenta de los errores que ha cometido, es cuando el público vive ese instante de gran intensidad en que se purifican sus emociones. Brecht renunciaba a la catarsis para que la audiencia no adoptara la perspectiva del protagonista. Él prefería que cada espectador reflexionara críticamente qué posición dentro de la ficción le interesaba asumir.
A finales del siglo XX, un grupo de cineastas daneses firmó el manifiesto Dogma 95. Ahí establecieron varios postulados que parecían adaptar al cine una idea central de Brecht: recordarle constantemente al espectador que lo que ve es una historia de ficción. Por eso en las películas del movimiento dogmático de pronto aparece a cuadro el sonidista, no hay problema en que se vean los micrófonos, y hay un uso persistente de la cámara en mano. Lo impresionante es que, después de varios minutos de ver esta singular puesta en cámara, uno se acostumbra y se involucra en el relato hasta el punto del llanto y la catarsis. Los artilugios que se supone nos deberían recordar que sólo estamos ante una ficción, en realidad nos hacen sentir que vemos alguna especie de documental conmovedor. La celebración (Festen, Thomas Vinterberg, 1998), por ejemplo, es un intenso melodrama donde es imposible no compadecerse del protagonista porque es víctima de un abuso.[3] Sucede, en fin, lo que temía Brecht, el espectador adopta la única posición posible: la del protagonista.
La frialdad brechtiana: Straub, Huillet y la teoría del aparato
En el extremo contrario a los abusos acalorados del Dogma 95 se encuentran creadores como Jean-Marie Straub y Danièle Huillet que filman con una forma glacial. La película Antígona (Antigone, 1992), de esta pareja de cineastas, está hecha a partir de un texto de Brecht. Mas los actores interpretan el escrito con frialdad. Pareciera que alguien les hubiera absorbido las emociones: los matices con que la voz reproduce los diálogos bordan la monotonía. Es verdad que con este proceder logran que no empaticemos con los personajes y es comprensible que este cine busque un estilo reposado y de gestos mínimos, un legado que proviene del francés Robert Bresson. Sin embargo, este es un exceso que también evitó el dramaturgo alemán, porque a él le gustaba más sostener un equilibrio entre lo frío y lo cálido, entre lo cercano y lo lejano: «No hay que ver el efecto distanciador como algo frío, extraño, como cosa de figuras de cera. Distanciar a un personaje no significa alejarle de la esfera de lo amable. Un acontecimiento no se vuelve antipático por la distanciación».[4]
Ismene y Antígona dialogan tan fríamente que ni siquiera se miran en este fragmento de la película de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet.
Este mismo acercamiento gélido fue el que tuvieron los pensadores de la teoría del aparato, como Louis Althusser. No obstante, como dice Carl Plantinga, ellos se equivocaron con Brecht: «Se apropiaron de su trabajo, lo simplificaron y lo sellaron con las simples antinomias entre el pensar y la emoción, la narrativa lineal y la fragmentaria, lo placentero y lo desagradable». Creyeron que el teatrero defendía lo racional frente a la pasión y pidieron que este dogma se llevara a temperaturas bajo cero donde no pudieran emocionarse ni los dedos de los pies. No entendieron que: «El distanciamiento es un simple medio para un fin y el riesgo radica en que si uno sólo recupera esta técnica del teatro épico de Brecht, la puede convertir en un gesto retórico congelado».[5]
La forma, sin contenido, se vuelve un robot frío.
Visibilizar lo artístico: Anderson
Entre la frialdad y el calor, un cineasta templado y por ello más cercano a Brecht (aunque también más tibio en lo político) es Wes Anderson. David Bordwell ha ahondado suficiente en cómo el director estadounidense basa su estilo visual en tomas planimétricas. Este tipo de encuadre pone a los personajes y al decorado en dirección perpendicular a la cámara, “mirando” hacia ella, de forma plana, con fondos poco profundos. Es como si nos retrotrajéramos a ver una película de Georges Méliès[6]: falsa, artificiosa y teatral porque el teatro en la pantalla se ve poco natural. Brecht quería que así nos acercáramos al mundo y al sistema que lo domina, el capitalismo; porque de esa forma nos daríamos cuenta de que eso que parece tan normal es tan sólo un artificio.
Si bien Wes Anderson pareciera defender no una postura revolucionaria, sino al empresariado caritativo;[7] lo cierto es que eso no merma la potencia política de su cine a partir del distanciamiento brechtiano. Por ejemplo, en La crónica francesa (The French Dispatch, 2021), la conferencista y crítica de arte J. K. L. Berensen (Tilda Swinton) cuenta ante un público indolente cómo fue violada por un artista. En este momento, la cámara se distancia de la actriz y apreciamos cómo el auditorio lleno casi ni se inmuta. Es un sutil juego de espejos: la imagen de la conferencista se replica en un pequeño televisor y el público podría ser un reflejo de nuestra propia indiferencia. La invitación de Wes Anderson es a que no seamos como los asistentes a la conferencia, a que constatemos que podríamos actuar de otra manera.
Podría ser de otra manera: Haneke
Frente al “No hay alternativa” de Margaret Thatcher, ante la ilusión de un fin de la historia que da como ganador al neoliberalismo, en contra del pesimismo de quienes creen que todo, hasta la rebelión, es mercancía, está Brecht.
¿Qué pasaría si pudiéramos poner pausa a nuestra historia y regresar unos minutos para que las cosas sucedieran de otra forma? Esa pregunta la responde Michael Haneke en una célebre secuencia de Funny Games (1997) donde los personajes usan un control remoto para retroceder la película de la que forman parte. Este fragmento suele asociarse acertadamente con Brecht porque él era el dramaturgo de las múltiples opciones.
Se suele pensar en Brecht como un dogmático y autoritario moralista.[8] Nada más erróneo. Es cierto que hacía teatro didáctico y fábulas, pero sus enseñanzas eran abrumadoramente flexibles. Léase, por ejemplo, esta moraleja de su obra El consentidor y el disentidor: «Necesito […] una nueva costumbre, que debemos implantar enseguida: la costumbre de reflexionar de nuevo en cada nueva situación».[9]
De cara al tajante: “No hay alternativa”, Brecht propone reflexionar entre alternativas.
Dialéctica y propaganda: Jean-Luc Godard y Spike Lee
Jean-Luc Godard corroboró, en La Chinoise (1967), una idea muy brechtiana: que la forma más efectiva de propaganda es la dialéctica. No se trata de imponerle al espectador una forma de pensar, sino con astucia sumergirlo en las discusiones que hay dentro del movimiento político a promover. En la película no se discute si el comunismo es conveniente o no, sino la mejor manera de ejecutarlo: ¿mediante el terrorismo o a través de la organización social para la revolución?
La discusión sobre terrorismo en La Chinoise.
Spike Lee siguió este legado dialéctico y al final de Haz lo correcto (Do the Right Thing, 1989) no discute si la lucha antirracista es pertinente, sino qué ejemplo debe seguirse: ¿El radical de Malcolm X o el pacifista de Martin Luther King? A pesar de este abierto posicionamiento político, Carl Plantinga piensa que la política del director afroamericano: «es más cultural que institucional […] Lee parece cómodo con una cultura consumista que ve lo “cool” (música, lenguaje, estilo, conducta personal y moda) como una importante moneda cultural y como una herramienta para enmarcar el racismo no sólo como inmoral, sino sobre todo como fuera de moda y poco cool».
Esto significa que Lee combate más en el terreno de la contracultura, que en el de la lucha por transformar a un sistema opresor. El mismo ardid de la propaganda dialéctica que tanto gustaba a Brecht puede servir para diferentes posturas políticas.
Moraleja
Las técnicas de Brecht han sido utilizadas en sentidos políticos y artísticos muy diversos. Por ejemplo, Chaplin las empleó en Tiempos modernos para cuestionar el trabajo en las fábricas, mientras que Kubrick, en La naranja mecánica, criticó el mundo idealizado de los musicales hollywoodenses. Los directores del Dogma 95 buscaron generar una mayor identificación con los protagonistas de sus películas, mientras que Jean-Marie Straub y Danièle Huillet optaron por actuaciones más frías y distantes en Antígona. Wes Anderson, en La crónica francesa, indigna con el relato de una violación y Michael Haneke, en Funny Games, demuestra que una historia puede ser contada de múltiples formas. Jean-Luc Godard puso a debatir terroristas y revolucionarios comunistas en La chinoise, mientras que Spike Lee planteó un dilema entre protestar de forma pacífica o violenta en Haz lo correcto.
Estos ejemplos dejan claro cómo una misma teoría, técnica o forma artística puede disponerse para fines políticos muy variados. No hay nada que lo impida. Por eso, una historia de superhéroes como Deadpool instrumentalizó para Hollywood las maneras en que Brecht hacía teatro. Eso, sin embargo, no fue fatal. Algunos pensadores como Guy Debord sostienen que si el capitalismo usa la rebelión, acaba con la rebelión. O que si las técnicas de Brecht se vuelven mercancía en la industria editorial, teatral o cinematográfica, entonces significa que ya perdieron su eficacia o que ya se demostraron obsoletas. Es un error.
La vigencia de Brecht radica en una provocación sencilla: nos invita a dejar de ver el capitalismo como algo natural. No es natural trabajar de forma monótona como simples autómatas. No es natural buscar una escapatoria al cansancio en cualquier película. No es natural la frialdad del mundo, la indiferencia de las personas, ni la falta de alternativas políticas. Darnos cuenta de que la sociedad puede ser de otra manera nos permite hacer a un lado el pesimismo y la desesperanza conformista. Una vez esperanzados, lo único que falta es imaginar maneras no-mecánicas de existir. Para eso sirven las teorías de Brecht: para desarmar, deformar y deshacer los automatismos que dominan nuestra vida cotidiana.
Proyecto apoyado por el Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales (SACPC).
Carlos Andrés Torres Cabrera es becario de Jóvenes Creadores en la especialidad de Ensayo Creativo. Estudió la licenciatura en Literatura Dramática y Teatro en la UNAM. Produjo, cocondujo y fue guionista de Más curioso que un gato (2024), programa para infancias del Instituto Mexicano de la Radio, y fue parte del Guadalajara Talent Press (2021).
[1] Víktor Shklovski, el escritor formalista ruso, desarrolló el concepto de desautomatización de la percepción. Con él quería «bautizar el procedimiento tolstoiano de describir los objetos como si no se reconociesen», según Pau Sanmartín Ortí (La finalidad poética en el formalismo ruso: El concepto de desautomatización, tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid, 2006, p. 19). Después, Bertolt Brecht convertiría este término en el centro de su producción teórica, pero en vez de utilizarlo para la literatura, lo recuperó para el teatro y le cambió el nombre a Verfremdungseffekt. La traducción de esta palabra es difícil. Unos le llaman efecto de distanciamiento, otros dicen que es de extrañamiento y otros más que es de alienación. Estos vocablos por separado poco clarifican la idea. La verdad es que es un concepto contradictorio y se deben de considerar todas las traducciones al mismo tiempo. Verfremdung lo mismo significa acercar lo lejano que enrarecer lo familiar. Para acercar lo lejano, Brecht adaptaba obras de teatro de tradiciones distantes como, por ejemplo, Taniko del teatro nō japonés. Lo que sucedía en tierras distantes debía tener algún sentido para los espectadores alemanes del siglo XX, por eso el trabajo dramatúrgico consistía en aproximar lo remoto.
[2] Bertolt Brecht, Escritos sobre teatro, tercera edición, Editorial Alba, Barcelona, 2015, pp. 252-253.
[3] Así también pasa en algunas películas del otro famoso integrante del Dogma 95: Lars von Trier. Pese a que Bailando en la oscuridad (Dancing in the Dark, 2000) y Dogville (2003) ya no forman parte de dicho movimiento, sí hay una marcada influencia formal de Brecht que es visible en los letreros sobre el escenario, los intertítulos y el narrador de Dogville o en la irrupción de números musicales y la baja calidad de imagen de Bailando en la oscuridad. Todos estos recursos de inspiración brechtiana se mezclan fatalmente con la exigencia de identificarnos con las protagonistas de ambas películas.
[4] Brecht, op. cit., p. 162.
[5] Bernard Dort, “Towards a Brechtian Criticism of Cinema”, en Cahiers du Cinéma 1960-1968: New Wave, New Cinema, Reevaluating Hollywood, editado por Jim Hillier, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1986, p. 239.
[6] Jean Pierre Léaud en La Chinoise (Godard, 1967) dice con lucidez: «Diré incluso que Méliès era brechtiano».
[7] Así parece, por ejemplo, en La maravillosa historia de Henry Sugar (The Wonderful Story of Henry Sugar, 2023).
[8] Así lo piensa, como era de esperarse, Mario Vargas Llosa, que quiere distanciarse de Brecht porque le tiene antipatía moral, pero también Peter Stein (“Conservar las distancias. Entrevista con Georges Banu” en Con Brecht, UNAM-INBA, México, 2007, p. 18) que lo ve como un creador en «la cárcel de la ideología» que se niega a «criticarse a sí mismo» y que mira todo de forma maniquea.
[9] Bertolt Brecht, Teatro completo, Cátedra, Madrid, 2012, p. 490.
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